La esclavitud es una tragedia de la que apenas tenemos noción a través de la literatura. Recuerdo, de Toni Morrison, el caso de la esclava que mató a su hija para librarla de una vida en manos del hombre blanco. Durante siglos la suerte de millones de personas que salieron de África se ha debatido entre el trabajo, el capricho del amo, la sumisión completa, la violencia de la captura, la venta, la Vuelta de África, los suculentos beneficios del tráfico de personas, la riqueza de Europa, la muerte en los barcos, en las explotaciones, la vida como cadena perpetua, los intentos de fuga…
Esta vez el relato nos llega de la frontera de Ceuta y Melilla. La historia del asalto a la valla, a la desesperada, la acción policial a tiros, las entregas españolas a manos de esos guardias marroquíes, las deportaciones sin comida ni agua al desierto, son signos de una brutalidad a cargo del Estado de Marruecos y la colaboración española. Pero esa triste realidad tiene bastante que ver con nuestras vidas, con nuestro sistema, aunque no me sienta responsable de unas leyes y unas formas de poder que también se utilizan para secuestrar nuestras libertades.
Quizás alguien objete que este caso no se refiere a la esclavitud, que en el trasfondo está la inmigración subsahariana. Bien, es una circunstancia derivada de la globalización, signo de los tiempos, un fenómeno social de gran alcance. Pero también es un episodio singular de otra experiencia humana: la lucha por la supervivencia.
La inmigración forma parte del sistema económico en que vivimos, y cada vez juega un papel más crucial en la economía, en el paisaje de nuestras ciudades, en la falta de servicios de asistencia, en el cuidado a las personas mayores, en la necesidad de cubrir los oficios más desagradables, en la marginación de los barrios, en conflicto vecinales. Es un hecho que nos trastorna en aspectos tan dispares como la transmisión de la cultura, en la enseñanza y la integración, en las dificultades de supervivencia de las lenguas no oficiales.
En esta afluencia que sube de África se habla ahora de una población flotante de 30.000 subsaharianos a la espera de dar el salto, en tránsito hacia Europa (no perdamos de vista el dato de que esta cifra constantemente se renueva, que se nutre cada día con nuevas remesas). Melilla es puerta de acceso al paraíso económico europeo; pero no más que una de las vías que funcionan, dentro del mismo tránsito: las pateras de memoria fúnebre, los camiones de doble fondo…
Esta población se mueve dispersa, según explica José Palazón (miembro de una ONG local), en grupos de unas 500 personas, organizados y con una gran movilidad. Hasta hoy se han deslizado en silencio por las grietas de la muralla, comprando al guardia de turno para que haga la vista gorda, pagando mafias, arriesgando la piel por la costa, entre rocas, bosques y alambradas. El asalto a la valla de las últimas fechas, en masa, insólito en las costumbres de estas gentes, ha sido provocado por el acoso de la policía marroquí, por su violencia, derivada de las presiones españolas, quizás acelerado también por la llegada del invierno y la dureza de las condiciones de vida en los bosques y montañas en que estos fugitivos se esconden. Pero fundamentalmente se ha debido a la presión policial, la misma que, en los intentos por saltar la valla tras años de viaje por África, ha respondido abriendo fuego contra los desesperados que lo intentaban. Decenas de muertos, desaparecidos, cientos de heridos entre unas personas que vienen a trabajar y cuya carga de sueños, ilusiones y sufrimientos tiene, en su origen, la misma Europa que los rechaza (Marruecos no deja de ser el matón de discoteca que prohíbe la entrada porque le pagan, sin más).
Por otra parte, si lo ocurrido en la frontera de Melilla parecía remitirnos por momentos a una auténtica guerra, con asedios, asaltos a la verja, avalanchas organizadas, multitudinarias, tiroteos, refriegas, muertos y heridos, sin embargo la imagen bélica no encaja. No estamos ante una batalla campal, a falta de enemigo en esas personas pacíficas, desarmadas, que vienen a trabajar y a dejarnos, en el fondo, su riqueza.
No ha habido batalla en esa pelea desigual trabada a lo largo de las alambradas. La figura que define lo ocurrido es la antigua caza del negro que practicaban los esclavistas. La caza del hombre. Los aspirantes a saltar la valla se refugian en las laderas del monte Gurugú y en los bosques de Nador. Como dice Palazón, “algunos están haciendo agujeros en la tierra para esconderse. No pueden acceder a las fuentes de agua potable porque están vigiladas”. Como los cazadores, los policías acechan los pozos, en la seguridad de que la sed rendirá a sus piezas. Es la siniestra caza del negro, la de toda la vida.