Leí hace unas semanas un artículo de Haro Tecglen en el que afirmaba que la estrategia actual de la derecha española es golpista, idéntica a la expresada por los sectores que propiciaron el golpe de Estado de 1936 que hizo desaparecer del mapa a una generación excepcional. En muchas ocasiones he reflexionado sobre esa comparación (Haro Tecglen no es el primero en hacerla) y siempre me queda el consuelo de los tiempos que vivimos y los supuestos frenos que imposibilitarían semejantes aventuras. Por lo demás, comparto el análisis: las diferencias están en los modelos de los anteojos o en la forma del corte de los bigotes; la ideología y los estilos son estremecedoramente similares.
La reflexión sobre el magma conservador se amplía con la atracción que ejerce el fascismo entre la clase política y la gente de a pie. Cuando el éxito electoral de Le Pen los artículos que analizaban los comportamientos sociales nos inundaron y abrumaron. Aquello estuvo bien, sin duda, pero me quedo con lo más cercano y, sobre todo, humano. ¿Por qué un personaje que se ha proclamado de izquierdas, progresista, partidario de la igualdad, del fin del esclavismo y de la impureza de la raza, de buenas a primeras, de la noche a la mañana como se suele decir, abandona todo su bagaje y abraza el fascismo? Es sólo una cuestión de bolsillos agradecidos o… ¿hay algo más?
Me viene la reflexión a cuenta de los nuevos cruzados que salen a la palestra a apoyar al duce madrileño de abuelo de Etxalar. Me cuesta entender a los Gabriel Albiac o Jon Juaristi que de avanzar hacia las escaleras del Palacio de Invierno pasaron directamente a defender las del Valle de los Caidos. Me cuesta entender a las Amparo Baró, Pilar Bardem o a los Fernando Trueba que confundieron la letra de La Internacional con la del Cara al Sol. ¿Es sólo una cuestión de bolsillos agradecidos?
Entendí a los viejos conquistadores que arrasaron otras culturas, a Zumarraga, Ursua, Garay o la misma Monja Alférez. Entendí su locura azuzada por una iglesia fanática y la recompensa de la eternidad, manjares, caudales y otros presentes más mundanos. Entendí el espíritu de revancha que animó a los grandes arrepentidos de nuestra historia, que fueron acusados de hechos brujeriles, de intentonas separatistas, de equivocar el paso a los milicos. Entendí sus temores a ser quemados en la hoguera, al fuego eterno tan explicitado por Dante, a la prisión perpetua del conde de Montecristo. Pero, ¿en el siglo XXI, cuando el infierno es virtual, cuando la energía eléctrica ha sido suficiente para desmontar la religión?… ¿Cómo es que millones de fieles han sido capaces de llorar la muerte de un papa que condena a la mujer a sus “tareas domesticas”, que tiene por asesor a un viejo militante del Partido Nazi de Hitler? ¿Cómo es posible?
No tengo respuestas. O si las tengo me llegan a medias. El fascismo, el fanatismo religioso, la intolerancia… ejercen una atracción más que evidente. Millones de seres anónimos hicieron grande a Hitler, a Franco. Miles de personajes no tan anónimos, como los citados, nos presentan la cara moderna de ese fascismo que tumbó a Europa a mediados del siglo pasado. Gentes que cambiaron de bando y se apuntaron al del vencedor. Y es ésta mi respuesta más avanzada. El mundo es de unos cuantos y su influencia es enorme. Total. Los borregos siguen sus trazas. Lo que un moderno psicólogo definiría como “Síndrome de Estocolmo”: Si los amos del mundo y de nuestros destinos son fascistas, a pesar del escondite de su apellido, seamos todos fascistas.