VANGUARDIA DOSSIER
La idea de que las instituciones occidentales deben ser adaptadas a la excepcionalidad asiática arraigó en Pekín
La cuestión de los ‘valores’ se ha convertido en tiempos recientes en uno de los diferendos políticos e ideológicos de mayor enjundia en la relación China-Occidente. De una parte, al constatarse la enorme importancia adquirida por China en dimensiones relevantes del poder internacional, ya hablemos de la economía, el comercio, la competitividad, etcétera, y la reducción acelerada de la brecha que separa, por ejemplo, a China de EE.UU., con un despegue tecnológico que provoca tanto asombro como estupor, no falta quien se pregunte acerca de la identidad, naturaleza y valores apadrinados por un país que pronto podría desplazar a Occidente de la hegemonía global.
Así, la desconfianza, cuando no la crítica acusatoria abierta, justifica el fomento en lo político de alianzas basadas en valores como estrategia para contener el avance chino y asegurar la supremacía de los ideales liberales; pero también en lo económico, abunda en llamamientos a un desacoplamiento para aligerar la interdependencia aun a costa de desdecirse de los parámetros básicos de la mundialización. Los valores, junto a la seguridad, son las dos caras de una misma moneda: la contención de China y su conceptualización como amenaza existencial para Occidente.
Por su parte, China rehúye esta dialéctica ya sea relajando su trascendencia en el conjunto de las relaciones con Occidente, enfatizando la relevancia sustancial de las áreas de cooperación o asegurando que sus valores, que contienen fuertes elementos identitarios, no incorporan ningún propósito proselitista más allá de su ámbito de soberanía.
Los valores asiáticos
En los años ochenta del siglo pasado y desde la Escuela de Singapur se arbitró la construcción ideológica de los llamados “valores asiáticos” como expresión de rechazo a los “valores occidentales”. Se trataba entonces de una reinterpretación del confucianismo con fines instrumentales, esencialmente, para garantizar la estabilidad sistémica y la perennidad de las élites gobernantes. Además, reforzaba la idoneidad de un conjunto de comportamientos en el orden moral o cívico que hundían sus raíces en una identidad reafirmativa de sus diferencias con los valores asociados al imperialismo económico y cultural occidental. Frente al liberalismo representado por la exacerbación del individualismo, por ejemplo, se oponían sus propios valores tradicionales, entre ellos la prevalencia de los intereses grupales o comunitarios sobre los individuales. Esos “valores compartidos” fueron sancionados por el Parlamento de Singapur en 1991.
Es conocida la influencia de Singapur en la política de reforma y apertura aplicada en China a partir de finales de los años setenta. En buena medida, la asociación del progreso económico y social con un fuerte intervencionismo gubernamental y la estabilidad política con los valores tradicionales como ariete de referencia resultaban de gran interés para el liderazgo chino en un momento de desapego del maoísmo, que había convertido la crítica mordaz a los valores tradicionales en una marca ideológica distintiva.
Los cinco principios inspiradores (1. la nación por encima de la comunidad y la sociedad antes que el individuo, 2. la familia como unidad básica, 3. consensos y no imposiciones, 4. armonía y tolerancia, y 5. apoyo de la comunidad al individuo) ofrecían no solo claves conciliadoras para instrumentar determinadas políticas de desarrollo sino una nueva fuente de legitimidad del sistema alejada del ideal democrático liberal.
Es entonces cuando el PCCh inicia un giro de ciento ochenta grados que poco a poco conduce al momento presente, en que los valores tradicionales, tan denostados en el pasado y responsabilizados del atraso y la decadencia del país, han pasado a formar parte de los valores centrales cuando no del alma del país. Su eficacia para establecer un blindaje frente al liberalismo occidental resultaba infinitamente mayor que la reivindicación de las bondades de un marxismo cuya reformulación abría la espita de un vacío ideológico que podría llenar cualquiera.
El ideal confuciano de una sociedad armoniosa, la búsqueda de una élite talentosa para gobernar a través de un sistema meritocrático, el paternalismo, la exaltación de líderes virtuosos y sabios, la conformación de una estructura funcionarial con fuerte apego a la ética social, etcétera, elementos todos ellos con firme sustento en la tradición, se erigen en ideales y patrones de conducta que conectarían mejor con la comunidad que la propuesta occidental basada en la limitación y división de poderes, el pluralismo político o un frente de libertades que tiende a glorificar al individuo en detrimento de la sociedad en su conjunto.
La idea de que las instituciones occidentales deben ser adaptadas a la excepcionalidad asiática arraigó en China al igual que se reivindicó la propia adaptación del marxismo. Pero ya no se trataba tan solo de una confrontación entre socialismo y capitalismo sino entre los valores asiáticos y los liberales, una disyuntiva que a un PCCh agobiado por la crisis de 1989 y la demolición del socialismo real en Europa ofrecía una tabla de salvación para continuar con la modernización económica, introducir progresivamente fundamentos neurálgicos del sistema antítesis (el mercado, por ejemplo) y reafirmar la excelencia del liderazgo sin por ello resentirse gravemente.
Por último, establecía un contraste sobre nuevas bases de la demanda de una mayor igualdad política con el Occidente euro americano sin convertirse a su ideario. De ese modo, pasaba a disponer de un escudo natural para rechazar el recurso a la asociación de los valores occidentales como universales tantas veces convertidos en instrumento para legitimar el intervencionismo exterior con propósitos geopolíticos y muy desigual resultado. La expresión del rechazo a esa “modernidad destructiva occidental”, para el PCCh, se antojaba más eficaz al formularse desde los valores tradicionales.
El irrenunciable complemento marxista
La insistencia del liderazgo chino en transitar por una vía propia, diferenciada de la liberal occidental, se refuerza en los últimos tiempos incorporando otros fundamentos. Xi Jinping, quien parece aspirar a desempeñar un liderazgo perenne desactivando las limitaciones establecidas por Deng Xiaoping, ha introducido otros referentes que refuerzan el corpus doctrinal de la ideología del PCCh.
De una parte, al potenciar una evolución política hacia un Estado con derecho, fórmula presente solo retóricamente desde los años ochenta en la literatura del partido, no acude al ideario liberal, que rechaza de forma absoluta, sino al pensamiento legista del maestro Han Fei y otros para reformar el Gobierno y la Administración del país a través de la ley. Y a lo largo de su mandato hemos podido constatar un fuerte impulso normativo, plasmado incluso en la respuesta a graves crisis políticas como la de Hong Kong, cuando la reacción de las autoridades chinas no privilegió el recurso a las fuerzas armadas como algunos temían sino a la adopción de una ley de Seguridad Nacional o una reforma electoral.
Incluso cuando se plantea el reto de la reunificación con Taiwán no falta quien abogue por blandir unilateralmente una ley como principal arma contra la isla, a través, por ejemplo, de su clasificación como “región administrativa especial” en la Constitución china o la aprobación de una ley de unificación nacional con medidas de integración progresivas. Otra cosa es que sea suficiente.
Por otra parte, ello se refuerza con la reivindicación de los “valores socialistas centrales” expresados con el lema “442”, es decir, las “cuatro conciencias” (integridad, altura de miras, lealtad al aparato y protección del nº 1), las “cuatro confianzas” (en la civilización china, la metodología del partido, su teoría política y su sistema centralizado) y las “dos protecciones” (la posición del nº 1 como núcleo y la prevalencia del Comité Central).
Si Deng Xiaoping encontró en la exacerbación de las “singularidades chinas” el talismán para argumentar el derecho a seguir un camino diferente, Xi Jinping culmina la trayectoria de ese pensamiento del “socialismo con características chinas” estableciéndolo con sus nuevas aportaciones en el fundamento de su “nueva era”, el xiismo, articulado sobre la base de la realización del sueño chino de la revitalización nacional. De esta forma, la cultura y el pensamiento tradicional enriquecidos con las aportaciones derivadas de la sinización del marxismo contextualizan los valores e ideales de la China contemporánea.
Los valores –y prioridades– del PCCh incluyen el poder y la prosperidad, la civilización, la armonía, incluso la libertad, la democracia, la equidad, la igualdad, el Estado de derecho, el patriotismo, la integridad, la amabilidad o la dedicación. Todos ellos figuran en el frontispicio ideológico del liderazgo chino, si bien no debemos pasar por alto que el verdadero epicentro de estos valores no es otro, a día de hoy, que el PCCh. Este es quien los encarna verdaderamente y el liderazgo del Partido se afirma como el carácter básico del “socialismo con peculiaridades chinas”. Esto significa que es el PCCh, como expresión de la primera dinastía orgánica de su historia, el hilo conductor –e interpretador– de todos estos valores y quien ejerce de guía exclusivo en su aplicación.
¿Diálogo o confrontación?
La intensidad de la marca civilizatoria en el acervo ideológico, así como su escaso conocimiento en Occidente dificulta en grado sumo cualquier hipotética ambición hegemónica que China pudiera abrigar en este orden. Puede China convertirse en la primera economía del mundo, incluso en la mayor financiadora, la primera en muchos campos, pero difícilmente puede desempeñar similar papel en el orden ideológico. Incluso para quienes en Occidente participan de militancias de signo marxista, la fuerza identitaria y singular del PCCh, en la que insiste con reiteración hasta el hastío, la convierte básicamente en un ejemplo de la necesidad de nacionalizar las doctrinas pretendidamente universales. En suma, fue el alejamiento de las tesis soviéticas lo que propició el éxito de su modelo. Cada sociedad debe explorar la vía concreta hacia la emancipación.
Es comprensible, por otra parte, que un Estado continente de estas dimensiones y con unos atributos de su escala ansíe revalidar su cultura e ideología tradicionales. No hay posibilidad de modernización ni revitalización de la nación china sin el resurgir de su cultura, aun reinterpretada e instrumentada al servicio de las necesidades actuales. A diferencia de los impulsos modernizadores de finales del siglo XIX y del maoísmo, ambos anticonfucianos, el PCCh encuentra en los valores clásicos un eficaz y complementario antídoto para resistirse a la penetración e influencia occidentales, siempre observados desde el temor a representar el caballo de Troya para desestabilizar el país y trastocar su proyecto histórico. Su renovado poder nacional le brinda capacidades incomparables.
Que el principal buque insignia de la cultura china en el mundo se llame Instituto Confucio dice mucho de la enorme mutación experimentada por el PCCh. Y su envergadura actual pone de relieve que es mucho también lo que le resta por hacer para divulgar su identidad y valores y con ello desactivar las tesis que abogan por la confrontación.
Buena parte de los activos en pugna convergen en la diferente visión de los derechos humanos. Apoyándose en la excepcionalidad asiática, pero también en su visión marxista, Beijing contraría la visión liberal: la diferenciación entre derechos económicos, sociales y culturales y civiles y políticos, con sus consiguientes primacías, es bien conocida y encuentra en el sustento autocrático una apoyatura adicional. La noción es externa, no china, y no puede aplicarse miméticamente a una sociedad con una experiencia histórica y estructura diferente. ¿Cuestión de tiempo o de concepto?
Es obvio que la sociedad china presenta muchas particularidades en la medida en que es producto de una cultura original que se ha ido conformando a lo largo de miles de años, amasada, además, en escaso contacto con el exterior e incluso virada hacia dentro. El otro polo de la experiencia humana, como decía Symon Leys, se ha mantenido alejado de las interferencias que condicionaron la conformación del poder en Occidente.
Los intentos de imponer a un país de las dimensiones de China la escala de valores occidentales no pueden conducirse a la brava. Por el contrario, llevarle contra las cuerdas le obligará a reaccionar a la defensiva. La comprensión de las intenciones estratégicas chinas, especialmente en cuanto se refiere al propósito mesiánico de su sistema, cultura política o ideología, debiera obedecer a patrones racionales y no a la búsqueda interesada de factores que sustenten una muy conveniente animosidad para justificar la beligerancia precisa que debe proteger nuestra hegemonía global. Es en el diálogo donde podemos identificar los puntos de encuentro y a partir de ellos expandir el intercambio. Porque no solo China puede aprender de los valores occidentales, sino también los occidentales pueden aprender de los valores chinos.
*Xulio Ríos es director del Observatorio de la Política China, también dirige el Informe Anual sobre Política China, que se publica desde el año 2007. Su último libro es ‘A metamorfose do comunismo na China’ (2021)