¿420 años, 4 meses y 19 días de ‘fake news’?

Complacencia, he aquí el rasgo que define mejor el carácter español. Todos los jefes de estado adulan a las masas; a esto se llama nacionalismo. Pero hasta ahora ninguno se había servido del principio de la lotería, como lo ha hecho Pedro Sánchez afirmando que ‘España es el mejor país para nacer’. A esta afirmación, en vista de la serie histórica de exilios y emigraciones, se podría replicar que quizás también es el peor país para morir. Tanto optimismo oficial da mala espina; más aún cuando se convierte en una arma de la diplomacia. Como prueba de la astucia que se supone en los diplomáticos, no tiene precio que un embajador no nacionalista invite a la gente extranjera a ‘hacer el español’, ni que a tal fin monte ‘tablaos’ de flamenco en la residencia oficial e invite a tortilla de patatas, jamón y rioja, como los militares a los ‘vinos’ que organizan en los cuarteles. He aquí la alegría elevada a razón de estado.

Está claro que ‘hacer el español’, al igual que ‘hacer el animal’ o ‘hacer el payaso’, es de un talante carnavalesco evidente y el embajador, a pesar de las apariencias, no tiene el encargo de servir a los ciudadanos que representa ni suavizar las relaciones entre los estados, sino de hacer el papel del ‘gracioso’. Este personaje imprescindible de la comedia española es la otra cara de la Inquisición, las expulsiones, las encomiendas, los fusilamientos, la quema de libros, personas y ciudades, y los primeros de octubre pasados, presentes y futuros. ‘Hacer el español’ es desinhibirse y acallar la conciencia ensordeciéndola con la juerga, que tanto vale para un ‘tablao’ como para un ‘aporellos’. Es dejarse llevar, que la vida es corta y aquí alegría y después gloria.

‘Hacer el español’ es la réplica contrarreformista al embrollo de la conciencia judía. Si Freud se inventó el psicoanálisis para fortalecer el yo derrengado de los judíos vieneses, la poca fortuna de esta terapia en España se debe a que con el Tenorio ya había una fórmula mucho más cómoda para vivir sin complejos. Por ahora, el ‘tan largo me lo fiáis’ descarga la conciencia. Y cuando ya todo se ha consumado, un destello de lucidez te libera del superyó, desvaneciéndose como la estatua del Comendador en el drama de Zorrilla. ¿Dónde se ha visto que un español pida perdón? ¿Admitir la culpa y aplicar el desagravio? En todo caso, jugárselo todo en una apuesta metafísica diametralmente contraria a la de Pascal y ganar también por lotería o ruleta rusa, como doña Inés. Porque ‘con un solo punto basta’ para redimir el cinismo de toda una existencia y enviar al olvido la galería de estatuas que recuerdan el pasado.

Si para Freud lo que se reprime acaba volviendo siempre, para los educados en el tenorismo el instante de la verdad queda fuera de la historia. Esto les permite vivir en la negación sin temor a las consecuencias. Y al revés, recordar la represión que esconden las estatuas es hacer profesión de antiespañolismo y justifica la persecución. Quien se atreva a sondear la pesadilla que lleva por nombre España pasa a formar parte de la anti-España y se hace carne de la leyenda negra.

Afortunadamente, la Iglesia, martillo de herejes, vela por la unidad en la fe. Sólo que la apologética como sustituto de la dialéctica acaba devastando la inteligencia. Discurso de argumento único, siempre vuelve a la idea de la conspiración de envidiosos, resentidos, judíos, catalanes y chusma similar. Y aunque no sea ni lógico ni razonable atribuir la conspiración a un solo individuo, los historiadores del régimen (de todos los regímenes) buscan siempre algún cabeza de turco, ya sea el oscuro Antonio Pérez del Hierro, secretario de Felipe II y primero de una saga de ‘fugados’, ya sea el presidente Carles Puigdemont, último hasta el momento de este augusto linaje. En ambos casos, y la repetición difícilmente puede ser fortuita, el poder real, vulnerando la jurisdicción señalada por la ley, los arrojó sobre el tribunal que podía controlar mejor:  la Santa Inquisición en un caso, el Supremo en el otro.

El esquema revive por los siglos de los siglos. La crítica se convierte en antiespañolismo y la reacción se repite sin más variación que una mimética puesta al día de los términos para parecer actual. De ahí el anacronismo en el título de la conferencia organizada por la embajada española en Viena: “¿500 años de ‘fake news’? Propaganda contra el imperio español de ayer a hoy”. Según el anuncio, el acto gira en torno al bestseller titulado ‘Imperiofobia y leyenda negra’, de María Elvira Roca Barea. Hay que decir que en este caso la embajada no ha sido despilfarradora, pues el cartel lo aprovecha todo y pone de relieve la condición de ‘best seller’, no de hito académico, de un libro que, como los otros pseudo-historiadores tipo Pío Moa, se vende muy bien entre un público determinado. Asimismo, combinando el tópico añejo de la leyenda negra con el más actual de las ‘fake news’, que en el código de los discípulos de Alfonso Dastis se refiere inconfundiblemente al Primero de Octubre, se destaca como reclamo la novedad, ciertamente muy española, de propugnar los juicios políticos en la Unión Europea.

Reivindicar el imperio global, el Weltreich, a estas alturas tiene un sabor de algo rancio, como los años treinta y cuarenta del siglo pasado. Pero hacerlo en Viena y con un eurodiputado de Vox como cabeza de cartel lo tiñe definitivamente del color marronáceo que en Austria toma una inequívoca significación política. Que allí este color vuelva a ser un valor en alza es probablemente la razón de que la embajada española se haya atrevido a programarlo. Y es que en España el imperialismo siempre va de la mano del fascismo. Imperialistas eran los discípulos de Ortega y Gasset que fundaron Falange; imperialista remachado de antisemita era Onésimo Redondo, fundador de la Junta Castellana de Actuación Hispánica; imperialista era Ramiro Ledesma Ramos, diseñador del yugo y las flechas y autor de los eslóganes ‘Arriba España’ y ‘Una, grande y libre’; imperialistas los fundadores de la revista ‘Escorial’, centro del imperio de Felipe II, el de la leyenda negra.

‘Fake news’ de quinientos años con múltiples actores conjurados contra la bondad del imperio español. Antes de que alguien me lo reproche, me apresuro a declarar que si la universidad de Stanford está a punto de borrar el nombre de Juníper Serra de sus edificios y programas es debido a un movimiento de sensibilización que afecta a monumentos de todo el país. Pero si la decisión puede parecer injusta con el fundador de las misiones que se convirtieron en las grandes ciudades de California, quizá sea oportuno recordar el lado oscuro de la colonización. Año 1598, el virrey Luis de Velasco encarga a Don Juan de Oñate y Salazar explorar las tierras hoy llamadas Nuevo México. Reuniendo sus tropas en la orilla sur del Río Grande, cerca de El Paso, el 30 de abril, día de la Ascensión, Oñate hizo celebrar una misa y al acabar declaró todas las tierras al otro lado del río propiedad del imperio. Con la magia de la palabra y de la fuerza bruta, todo aquello pasaba a ser ‘España’.

Por un pacto de obediencia y homenaje a la corona que seguramente no entendían, los indígenas se convertían en súbditos con la obligación de suministrar víveres a los colonos y trabajar para ellos a cambio de ‘protección’. A esto llamaban una ‘encomienda’. En octubre de ese año, los miembros de la tribu Acoma, sabiendo las intenciones de los españoles, se negaron a alojar y alimentar a un pelotón enviado por Oñate, y los soldados reaccionaron destruyendo casas, molestando a las mujeres y violando a una de ellas. Los indígenas no permanecieron pasivos y en la trifulca murieron una docena de soldados. Oñate declaró a la tribu en rebeldía y ordenó su destrucción. Se presentó el 22 de enero de 1599 y durante tres días permitió que los soldados descargaran toda su agresividad sobre los infortunados Acoma: mataron cerca de un millar y castigaron a los supervivientes mayores de doce años a penas de veinte años de esclavitud y amputación de un pie a todos los hombres mayores de veinticinco años. En 1606 Oñate fue llamado a Ciudad de México para dar explicaciones de su conducta al virrey. Fue expulsado de Nuevo México, pero se fue a España, donde el emperador lo nombró jefe de inspectores de las minas del reino, en un ejemplo precoz de puertas giratorias.

‘Fake news’ e imperofobia, dirían los apologetas del imperio, pero a la estatua ecuestre que el pueblo de Alcalde dedicó a Oñate en 1991 alguien le amputó el pie pocos días antes del cuarto centenario de la efeméride. En lugar del pie dejó un escrito con la frase ‘fair is fair’, que viene a decir: ‘es de justicia’. El escultor volvió a ponerle un pie, pero no consiguió disimular la soldadura, que queda visible. En 2017 alguien lo pintó de rojo y escribió ‘recuerden 1680’ en la base de la estatua, expropiándola como lugar de memoria. En el año 1680 los indígenas se habían sublevado contra los colonos españoles. Y ese gesto de recordar la revuelta con el color de la sangre que evocará para siempre la vergüenza española en la memoria de Acoma encontró correspondencia en el otro lado del Atlántico en la revuelta de otros indígenas que también recuperaban la memoria. Y era, con la distancia de siglos y de culturas, como si alguien, implicado en la conjura antihispana, hubiera pintado bajo la imagen de Felipe VI un llamativo ‘recuerde 2017’ de un rojo de cabezas abiertas y ojos reventados. Porque la memoria no es negra sino roja y las estatuas siempre acaban volviéndose contra quienes todo lo fían a un ‘tan largo me lo fiáis’.

VILAWEB