40 años del ‘Manifiesto de los 2.300’

El día 25 de enero de 1981, hace apenas 40 años, se hizo público el llamado Manifiesto de los 2.300 (en realidad se llamaba Manifiesto por la igualdad de derechos lingüísticos en Cataluña). El principal argumento del texto, de carácter desacomplejadamente etnicista, era que “los hijos de los inmigrantes”, a quienes en ningún momento se consideraba catalanes, no tenían que ser escolarizados en catalán. Se entendía la inmersión lingüística como una cosa perversa y discriminatoria. Muchos de los firmantes, como por ejemplo uno de sus principales impulsores, Federico Jiménez Losantos, que ejercía la docencia en Santa Coloma de Gramenet, eran profesores de instituto. Losantos sufrió poco después un atentado de Terra Lliure. Para contextualizar el ambiente enrarecido de ese tiempo hay que recordar unas cuantas cosas. Solo al cabo de un mes, el 23 de febrero, miembros de la Guardia Civil y del ejército hicieron un intento de golpe de estado; y en mayo, el espectacular asalto al Banco Central, en pleno centro de Barcelona. Y todo eso sin perder de vista que tanto ETA como los numerosos grupúsculos de ultraderecha entonces perpetraban acciones violentas con una periodicidad casi semanal. La tensión ambiental era inmensa.

Al cabo de cuatro décadas se han hecho evidentes al menos dos cosas. La primera es que, a diferencia de lo que auguraba el Manifiesto de los 2.300, la presencia del castellano en Catalunya hoy es simplemente apabullante, y no solo en algún ámbito concreto. De hecho, el uso social real del catalán solo es, poco más o menos, del 35%, tal como explicaba el ARA este fin de semana. Entre los más jóvenes, el proceso de minorización llega a límites que de ninguna forma resulta exagerado calificar de preocupantes. La segunda cosa que ha pasado es que algunos de los principales impulsores de ese escrito entonces militaban en la extrema izquierda, mientras que ahora son los ideólogos de cabecera de la derecha y de la extrema derecha española. ¿Tiene algún sentido, todo ello? ¡Por supuesto! No solo tiene un sentido, sino unas raíces profundísimas.

No conozco ni un solo caso histórico en el que un cambio profundo en el equilibrio de poderes no haya provocado fricciones –a veces anecdóticas, a veces muy graves– entre las comunidades que se han visto afectadas. Desde enero del 1939 hasta diciembre del 1978 el estatus politicoadministrativo de la lengua catalana tenía unas determinadas características; a partir de ese momento, tuvo otras. El cambio de estatus parecía y parece satisfactorio para la mayoría de catalanes, si hacemos caso de los resultados electorales desde final de la década del 1970 hasta hoy; pero, obviamente, también generaba, genera y seguirá generando el descontento de determinados sectores. ¿Su volumen aumenta o solo es ruido amplificado?

La fundación en 1908 del Partido Republicano Radical por parte de Alejandro Lerroux no se entiende sin el cambio de equilibrio de poderes que había generado la pujanza del catalanismo de comienzos del siglo XX, y que desembocaría en la creación de la Mancomunitat en abril del 1914. Y al revés: la fundación, sobre todo a partir de la década del 1960, de plataformas civiles de raíz catalanista no se entiende sin el cambio de equilibrio de poderes generado por la abolición de la Generalitat republicana después de la Guerra Civil, etc. Estas fricciones han continuado –y continuarán– en democracia, en la medida de que lo que está en juego no es un determinado número de escaños, sino –poca broma– la hegemonía cultural y el poder puro y duro.

Hace apenas 40 años se firmó el Manifiesto de los 2.300. El año 1996, el del Foro Babel. En junio de 2005 se hizo público el llamado Manifiesto del taxidermista. En 2008, el Manifiesto por la lengua común, que sorprendentemente no se refería al esperanto sino al español. Provenía de la factoría Savater. Partía de una relectura de la Constitución del 78 basada en la adjetivación ad hoc de determinados artículos. Por ejemplo, al punto que hace referencia al “especial respeto y protección” (art. 3.3) hacia el catalán, el vasco o el gallego se lo tildaba de “generoso” pero también se lo consideraba superado partiendo de una consideración pseudojurídica que no tenía nada que ver con el contenido del artículo (“sería un fraude constitucional y una auténtica felonía utilizar tal artículo para justificar la discriminación, marginación o minusvaloración de los ciudadanos monolingües en castellano”).

Al cabo de cuatro décadas se ha hecho evidente que todo este tipo de papeles no tenían nada de testimonial ni de improvisado. Apuntaban en una dirección muy concreta y disponían del apoyo de los tres poderes del Estado, gobernara quien gobernara. Y sin disimular mucho.

ARA