4 de enero de 2023

Si Pujol todavía puede tener interés en rehacer su imagen pública, se encuentra ya muy allá de la ambición política

El despacho está en el primer piso de una casa de vecinos de la calle de Calàbria. En el rellano se encuentran las cuatro puertas habituales de los edificios de la segunda mitad del siglo XX. Ninguna placa ni ningún símbolo anuncia que aquí trabaje un expresident de la Generalitat. Más exactamente, el president más longevo en el cargo, el que más se ha identificado y ha sido identificado con el país. Me recibe un conserje con un aire a guardia de seguridad retirado, a pesar de no llevar uniforme. El recibidor es una salita con tres o cuatro butacas, decorada con un par de pinturas de una firma que no consigo descifrar. La cierran dos puertas interiores por donde, como después comprobaré, se accede a sendas habitaciones comunicadas entre sí. La modestia del lugar me conmueve. Podría pasar por una metonimia de su inquilino.

Es media mañana y ya hay una persona en la salita. Cuando yo me vaya habrá más, esperando el turno como en el médico. Pese a la edad y al ictus que ha tenido recientemente, Jordi Pujol mantiene una agenda de trabajo notable.

Enseguida sale Anna, la secretaria de Pujol, y me cuenta que el president hay días que se encuentra bien y días que no tanto. Hoy, a medias. Está un poco acatarrado, pero no tiene cóvid, me aclara. Le pregunto si tengo que ponerme la máscara y me responde que haga como desee. Me dice que él no lleva y decido no ponérmela. La entrevista durará cuarenta minutos si el president no se encuentra mal. Anna me abre la puerta y entro en una habitación estrecha, buena parte de ella ocupada por una mesa de trabajo, con dos sillas a ambos lados. Jordi Pujol hace el gesto de levantarse, pero le ruego que no lo haga y me acerco para estrecharle la mano. No tengo claro lo que hago aquí yo.

El 26 de noviembre de 2020 Pujol me envió una carta a raíz de un artículo que le había llamado la atención. En aquella comunicación me rogaba hacerle saber la próxima vez que viniera a Cataluña a fin de vernos. Yo nunca he sido pujolista ni le he votado en ninguna elección, y así se lo dije, añadiendo que siempre le he respetado. Incluso lo he defendido en alguna ocasión, porque una cosa es discrepar de un programa político y otra menospreciar a la persona. En 1987 forcé a que una editorial norteamericana retirara la edición de un manual de lengua castellana ilustrado con una caricatura de regusto racista. Bajo la figura de quien entonces era president de la Generalitat estaba la frase: “Como buen catalán huele el dinero a distancia”.

En este punto de su carrera y de la mía, la carta de Pujol me pareció extemporánea. Por lo pronto, descarté ir a verlo. Pero pasados ​​dos años de aquella invitación, insinuación o ruego los acontecimientos me hicieron cambiar de opinión. En diciembre del año pasado informé a Anna de que a principios de año estaría en Barcelona por pocos días. La respuesta no se hizo esperar. Pujol me citaba para el día 4 a media mañana.

Fui más que nada porque me pareció muy probable que sería la última oportunidad de conversar con el hombre que quizás ha influido más en el destino de Cataluña en el último cuarto del siglo XX. Y porque, si Pujol todavía puede tener interés en rehacer su imagen pública, se encuentra ya muy allá de la ambición política. Por eso, y porque su salida de escena no puede tardar mucho, su juicio a la fuerza debe tener la serenidad y objetividad que imponen la humillación y los desengaños.

Sentados frente a frente, no parecía recordar que la reunión la había propuesto él. De modo que, para ayudarle a situarme, le expliqué que en el pasado ya nos habíamos saludado en tres ocasiones. En 1986 en el curso de su visita oficial a California, en 1994 con motivo de una conferencia en la Universidad de Chicago y en 2011 en la presentación del libro ‘What Catalans Want’ en el Institut d’Estudis Catalans. Allí, sentados de lado sobre la tarima, impedí que el viento se le llevara los papeles. Sin embargo, de este detalle no le hice mención.

El 4 de enero ya había enviado a la redacción el artículo en el que especulaba sobre el origen del nombre “convergencia”, y ahora tenía interés en averiguar si efectivamente Teilhard de Chardin había influido a Pujol. Poco, me dijo, pero admitió haberle leído algo. De los franceses quien más le ha influido, es… Rumia, pero no logra recuperar su nombre. Le propongo Maritain. Sí, Maritain, me confirma, pero sobre todo ese otro… El nombre se le resiste, pero sé que significa Mounier. Yo también conozco estos momentos penosos en los que la sinapsis se niega a transmitir los iones y uno se queda braceando como un náufrago sin significante en medio del océano de la significación. Pierdo la memoria, me dice, y cuando intento consolarle diciéndole que a mí también me pasa, me espeta fulminante: yo tengo noventa y tres años y es normal que pierda la memoria, pero usted, a su edad, no tiene derecho a perderla.

Claro que la pierde para lo cercano, de la historia de hace pocos minutos, pero expone con todos los detalles el relato de su activismo en los años cuarenta, como si volviera a vivirlo todo. Si hubiera nacido italiano o alemán, me dice, me habría hecho de la democracia cristiana. Admira a Alcide De Gasperi y Konrad Adenauer, y aunque a este último no lo menciona, es evidente que también pertenece a su Olimpo. Pero por encima de todos está Prat de la Riba, de quien se declara continuador. Y si hubiera nacido en Estados Unidos, qué hubiera sido, le pregunto con una punta de malicia, porque recuerdo que en 1986, en Berkeley, la meca del radicalismo americano, cometió la “indiscreción” de tratar a Ronald Reagan de “gran presidente”. Lo piensa unos segundos y confiesa que no lo sabe, que Estados Unidos no los conoce bien. Y me admira la prudencia, la discreción de alguien que no se permite ninguna frivolidad, aunque ahora ya la podría permitir a espuertas. La circunspección de Pujol toma más relieve aún si se compara con la fatuidad con la que gente ignofrante o con una experiencia superficial pontifica sobre Estados Unidos.

Cuando menciono su paso por la cárcel le quita importancia. “Solo estuve dos años y medio”. Este “solo” da una idea de la talla política del personaje, sobre todo si se tiene en cuenta cómo han exprimido la cárcel a otros presos más recientes. Será que el precio que pagó por poder gobernar Cataluña cerca de veinte años no le parece excesivo. Y todavía se lo descuenta, porque en la cárcel de Zaragoza estuvo dos años y ocho meses cumplidos.

Me habla bastante de sus escritos y llama a Anna para pedirle una copia del “Tagamanent”, un texto de juventud que considera fundacional y que me entrega en un sobre. Llama a menudo a Anna, es su memoria para las cosas de proximidad. El “Tagamanent” se lo vuelve a pedir pasado un rato. “Ya lo tiene aquí, president”. Entonces le pide ‘Desde las colinas al otro lado del río’, el libro que escribió en prisión y que considera el más importante. Un libro escrito desde la esperanza, dice. “No, este libro no lo podemos dar, porque sólo nos queda éste”, le explica Anna. Y cuando Pujol me dedica un ejemplar de ‘Entre el dolor y la esperanza’ con mano temblorosa, ella se ofrece a descifrarme la dedicatoria.

En un momento determinado interrumpo el relato para preguntarle si se tomaría a mal que le hiciera una crítica. “Haga, haga”, me dice sin inmutarse. Hay temas que no tocamos, que no deben tocarse, porque “ahora no toca”, porque sería cruel y sinvergüenza tocarlos a estas alturas. Pero le reprocho que su gobierno no defendió suficientemente la lengua y que la Generalitat desamparó a los hablantes. Le recuerdo que la inmersión no se hizo cumplir y que la ley de política lingüística no se aplicó rigurosamente al comercio y ni siquiera en la administración pública. De momento lo niega, pero al darse cuenta de que no cedo, sentencia: “Hicemos tanto como pudimos”. Me queda la duda si no podía hacerse un poco más, si la ley, que ahora los jueces ejecutan contra la inmersión, entonces no podía haberse invocado judicialmente en defensa del catalán.

Cuando hacía rato que me hablaba del pasado, me decidí a hacerle la pregunta esencial. Esencial porque, ahora que ya es indiferente a la rivalidad que le persiguió con furor cuando gobernaba y sobrepuesto al escándalo que le fulminó a la jubilación, Pujol sabe que al final lo único que contará será el legado político. Cuando la riada de la opinión vuelva al cauce, la irregularidad propia y de su entorno más íntimo quedará relativizada por las aportaciones. Y quizá se considere lo suficientemente expiada en comparación con la corrupción tolerada, a la vista de todos, legalizada incluso, de otros políticos que no han tenido manías de compatibilizar una jugosa jubilación con asesorías de empresas privatizadas y otras eventuales gangas, redondeando si es necesario con algún escaño en el senado. Pujol no pudo escapar de la atracción del planeta España, a la que quedó enganchado como un satélite y al fin una parte muy grande de su misión histórica se escuchó por el agujero negro que ha sido el régimen del 78. Su destino no trágico pero sí dramático quedó sellado el día que descubrió que consolidar “la democracia española” no equivalía a consolidar Cataluña y vaciló en la misión tácitamente encomendada de detener el independentismo.

La pregunta que anhelaba hacerle era: “¿Cómo ve la situación actual?”. Y la respuesta no podía ser más sucinta: “Mal”. Le digo que comparto la apreciación, pero seguramente sufre un lapsus –hoy no estoy fino, me repite muchas veces– porque pasado un rato me devuelve la pregunta y quiere saber cómo lo veo yo. Mal, le confirmo. Quienes ahora mandan no están a la altura de usted. No es ninguna adulación; es una conclusión dictada por la fuerza de las cosas. Muchos consideraban a Pujol un fanfarrón, pero él conocía sus límites, y los del país en una determinada coyuntura. Y como los conocía sacó tanto partido como pudo. Como Prat de la Riba, cuyos libros me muestra con orgullo cargado de deferencia hacia el primer catalán contemporáneo que hizo obra de gobierno.

Cuando me entrega el ejemplar de su libro, me repite por segunda o tercera vez: “Éste es un libro escrito desde el dolor”; y añade: “Del dolor, pero también de la esperanza”. Anna le recuerda que le espera otra cita. Los cuarenta minutos se alargaron hasta la hora y media. Me levanto, doy la vuelta a la mesa para impedir que él también se levante y me despido de Jordi Pujol con un apretón de manos mientras le digo: su obra está asegurada, president. Tengo la impresión de que no es necesario, que es cierto. Él, por respuesta, me aconseja: “No pierda la confianza en el país”. Antes de salir me vuelvo y veo a un hombre físicamente debilitado, pero de ningún modo un hombre derrotado.

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