2014-2019

El nuevo Parlamento Europeo enfila un periodo que acabará el 2019. En los años setenta del siglo pasado, L’Express hizo una entrevista a Jean Monnet, uno de los padres de la construcción europea, que entonces tenía más de ochenta años. Según Monnet, el proceso europeo se parece a un paseo dado a última hora de la tarde: cuando se está volviendo nos damos cuenta de que hemos andado una distancia considerable, pero cuando miramos lo que nos queda para llegar nos damos cuenta de que aún queda mucho camino por recorrer y, segundo, que el tiempo apremia porque la noche se nos echa encima. La conclusión era que la velocidad de los cambios que se estaban produciendo en el mundo hacía recomendable acelerar el proceso de unidad europea.

 

La ampliación de la UE a 28 estados es clara, pero el proceso de profundización, pese a los avances (tratados, reformas institucionales, zona euro) tiene sombras importantes, de ritmo y de contenido. Para poder hablar de verdadera integración, incluso sólo en el ámbito económico, faltan instrumentos clave: fiscalidad, políticas industrial, energética, financiera, etcétera.

 

Sólo hay que fijarse en la paupérrima cifra del presupuesto de la UE en relación al PIB para ver que la práctica no puede estar nunca a la altura de la retórica que nos llega de las instituciones y actores europeos. Hay un contraste abismal entre los objetivos y los medios usados. Y la arquitectura institucional tampoco es precisamente ninguna maravilla. El centro de gravedad sigue siendo el Consejo Europeo, con funciones al tiempo legislativas y ejecutivas y dominado por los grandes estados, especialmente Alemania. La Comisión tiene un papel de gestión más que de decisión, mientras que el Parlamento sigue ocupando una posición secundaria. La presidencia y el cargo de Exteriores son instituciones débiles. Predomina el funcionalismo. Cualquier perspectiva de federalismo europeo está mucho más allá del guión actual. Desde estas bases resulta fácil entender la percepción de opacidad y lejanía que tienen la mayoría de ciudadanos europeos con respecto a la UE.

 

Desde la perspectiva de Catalunya el proceso de construcción europea presenta lógicas y dimensiones específicas. La reforma del tratado de Maastricht (1992) con la creación del Comité de las Regiones se ha saldado en una decepción y fracaso totales. Los únicos actores políticos del club europeo son los estados miembros. La propia estructura política e institucional de la UE incentiva que realidades diferenciadas como Escocia o Catalunya se conviertan en estados. Incentiva que establezcan interdependencias similares a las que tienen Holanda, Finlandia o Dinamarca.

 

Cuando Catalunya ha dispuesto de cierto grado de autogobierno dentro del Estado español lo ha hecho en un marco donde ha predominado el unitarismo sobre el pluralismo, la gestión sobre la decisión, la jerarquía sobre la acomodación, el regionalismo sobre el federalismo. Y seguimos así. El autogobierno actual de Catalunya es de mala calidad, económicamente precario, jurídicamente mal protegido y amenazado por las decisiones de los poderes ejecutivo y legislativo del poder central y por las sentencias del TC y del poder judicial. Sobre la cuestión del pluralismo nacional, en el Estado español sigue habiendo una clara falta de cultura liberal, democrática y federal. El conservadurismo nacionalista de la derecha española se complementa con el jacobinismo nacionalista de la izquierda.

 

Se cambia sobre todo cuando tiene necesidad de cambiar. Si no actúan presiones exteriores, ni este Estado ni los partidos nacionalistas españoles dan intelectualmente de sí como para ofrecer modelos que desde Catalunya se puedan aceptar en términos de reconocimiento y acomodación política. Todo apunta que las propuestas de tercera vía, si llegan, supondrán una Stillborn Way, una vía que nacerá muerta en términos prácticos. Sin posiciones de fuerza por las instituciones y sociedad catalanas, y la subsiguiente presión internacional, es muy improbable que el “diálogo” político resuelva conflictos estructurales. Aumentar el grado de abstracción de los discursos es una estrategia habitual para simular que hay voluntad de consenso, pero por sí misma resulta inútil. Para los ciudadanos de Catalunya, el referente actual es el mundo internacional, donde los estados intermedios tienen un lugar destacado en organizaciones supranacionales. Pero el reencuentro con la UE será por la vía práctica. Las generaciones futuras no entenderían que actualmente siguiéramos perdiendo tiempo y energías en un Estado que no te reconoce, esquila recursos y te trata con una arrogancia intermedia entre el aristócrata que lo ha perdido casi todo y el nuevo rico que hace el ridículo en ambientes ajenos que ni conoce ni controla. El 2015 será un año clave.

 

La Vanguardia