Una lección enorme y una debilidad que me preocupa

Llegábamos a este segundo 21-D en medio de un ambiente dibujado como apocalíptico. Nos habían fabricado -soy muy consciente del verbo que utilizo- una realidad que dibujaba anticipadamente enfrentamientos violentos y tensión, el fin de la revolución de las sonrisas. Si alguien leía los periódicos españoles o miraba sus televisiones, Barcelona era una especie de Vietnam bélico, anunciado en directo, un país donde no se podía vivir, peor que cualquier guerra balcánica. Tanto era así que Ciudadanos, los más incendiarios entre los incendiarios, llegaron a anunciar una querella anticipada. Una querella insólita, porque la ponían horas antes de que pasaran las cosas que ellos decían que pasarían y que no han pasado.

La respuesta a todo ello ha sido, nuevamente, una lección enorme. Gente movilizada desde primera hora de la mañana en todo el territorio, metiendo tantas horas como fuera necesario para expresar la protesta. Para expresarla de tantas maneras como cada uno considerara conveniente. Y un río descomunal de manifestantes cerrando, en una fría noche del viernes navideño, la respuesta ciudadana a una provocación calculada del gobierno español.

El unionismo nos quería definir, intentaba imponer el relato de lo que no somos sobre la realidad de lo que somos. Y nosotros no lo hemos admitido. La manifestación de la tarde fue, sobre todo, una muestra de coherencia, de fuerza y ​​de rigor impresionante.

Pero debo decir -y lo digo preocupado- que al mismo tiempo que hemos rechazado con contundencia que ellos nos definan, también parece que hemos aceptado una parte sustancial de su discurso y la hemos interiorizada: aquella que dice que no tenemos ninguna salida. Ayer había gente triste al final de la manifestación, decepcionada. Como si no hubiera pasado nada importante o como si todo lo que pudiéramos hacer fuera insuficiente.

Todo el mundo tiene derecho a pensar como quiera y de sentirse como quiera. Pero me gustaría hacer una advertencia. Ahora mismo, España sólo tiene un plan, que consiste en ganar tiempo. Por eso quiere alargar tanto como pueda estos seis o siete años que quizás pasarán antes de que Estrasburgo haga añicos su farsa judicial. Con la esperanza, que es lo única que les queda, de que los independentistas nos cansemos o nos peleemos. Saben perfectamente que somos la mayoría y que ya no tienen ninguna oportunidad de ganarnos, a menos que abandonemos, uno a uno, el proyecto. Por ello, una parte tan significativa de su acción consiste en resaltar nuestras rencillas, nuestras incapacidades, para amplificar exageradamente cada duda. Y en esto van haciendo agujero.

Estas últimas cuarenta y ocho horas hemos vivido cosas importantes. El gobierno español ha tenido que reunirse a escondidas y acorralado, convirtiendo el centro de Barcelona en una prisión gigante. Se ha demostrado que no controlan el territorio. Y no han podido imponer su marco mental. Incluso, se han visto forzados a hacer una cumbre que no querían hacer y a tener unos gestos que encrespan muy notablemente el debate político español. Han tenido que firmar un papel donde reconocen que hay un problema político en Cataluña y donde, por primera vez, la constitución española ya no es el marco insalvable. Tuvieron que escuchar un discurso clarísimo del presidente Quim Torra ante docenas de empresarios. Y han tenido que simular una normalidad inexistente. Han aprobado cosas completamente ridículas, alejadísimas de lo que quiere la gente y contradiciéndose entre ellos mismos. La imagen de Pedro Sánchez caminando por un paseo vacío y lleno de vallas y de policías, mientras en los balcones resonaban cacerolas y silbatos, habla por sí sola. Y la rotundidad de las calles de Barcelona, ​​anoche, fue todo un manifiesto. Rotundidad que contrastaba, por cierto, con la nula presencia españolista en la calle. Otro detalle importante que parece que también ha pasado desapercibido.

Pero dicho todo esto, es verdad que mucha gente está decepcionada y este es el único rayo de esperanza al que se puede acoger el gobierno español. Tantas veces como hemos vuelto eufóricos a casa después de sentirnos tantos, y juntos, como nos sentimos anoche. Y tan poco valor que dieron muchos a la jornada de ayer.

Pero no es una cuestión de psicología o de cansancio y nada más. Está claro que hay razones para sentirse desorientados. Un año después de las elecciones del 21-D, no hay ningún programa político que el independentismo pueda decir que sea una hoja de ruta compartida. Un año después de las elecciones, la restitución del gobierno por la que tanta gente puso la papeleta en la urna no se ha hecho. Un año y dos meses después de la proclamación de la independencia, no hay ningún proyecto de hacerla efectiva, o al menos, no llega a la gente que lo haya. Más bien al revés: desde la política llegan constantemente mensajes negativos, propuestas de dar marcha atrás. Incluso los presos, los mismos presos capaces de ponerse en huelga de hambre, se han dedicado más a advertir a la gente de las cosas que no podían pasar que a animarla. Y hay contradicciones, contradicciones muy grandes, a las que nos ha llevado la obsesión por este ‘gobierno efectivo’ que tanto gusta a las maquinarias de los partidos, y que muchos ciudadanos no pueden asumir. Como ahora, que cuando nos manifestamos nos pegan los policías del gobierno que nosotros votamos. Como ahora, que tengamos las llaves de las cárceles donde están cerrados, injusta, ilegalmente, nuestros dirigentes.

Todo ello no es fácil, claro que no. Y no lo será mientras el independentismo político no sea capaz de ponerse de acuerdo y marcar un rumbo claro, o mientras los ciudadanos no decanten la pelea cainita entre Juntos por Cataluña y ERC a favor inequívocamente de unos u otros, o mientras la actual clase política o una parte sustancial de la misma no sea sustituida y, en este sentido, la manifestación de ayer, inmensa, también ofrecía pistas interesantes, indicios potentes, de que algo podría ir cambiando.

Al final, la salida, la solución a este ‘impasse’ donde estamos, dependerá de todos. Pero todos tenemos que tener claro que la condición única y previa para que cualquier cosa termine pasando, para que la República se haga efectiva, es que este mundo que somos, tan imbatible, se mantenga. Y que no se deje llevar por el pesimismo que nos quieren inocular. Y eso incluye saborear y reconocer las victorias parciales y los pasos adelante, sin pensar que son ninguna renuncia a nada.

VILAWEB