Una agenda propia

El independentismo, que aguanta muy bien en la calle y en las encuestas a pesar de la extrema represión e incertidumbre, corre el riesgo de perder aquel empuje que de manera tan rápido que le ha llevado a ser la aspiración mayoritaria de la sociedad catalana. Tras una docena de años y de haber aprendido a pasar del enfado a la esperanza, después de dejar de gritar en las calles eso de “Bote, bote, bote, español el que no bote” para pasar al “¿Qué quiere esta tropa? Un nuevo Estado de Europa”, el independentismo podría volver a quedar atascado en el resistencialismo resignado del “Ni un paso atrás” o el “No pasarán”, que implícitamente delata que no sabe cuál es el paso adelante que debe hacer.

Y es que el vuelco acelerado a favor de la independencia que se empezó a producir a partir de finales de 2006 estuvo estrechamente ligado a la superación de los discursos agresivos y de las actitudes reactivas que habían sido habituales. En lugar de insistir en los agravios, se pensó en las oportunidades; en lugar de responder a las desconsideraciones, se hacían propuestas. De las pintadas de noche se pasó a las consultas iniciadas en Arenys de Munt a plena luz del día. La testosterona masculina que hasta entonces se reunía dejó paso al instinto constructor de las mujeres que, haciendo mayoría, se añadieron a la promesa de emancipación. De cargar pilas escuchando la COPE, ahora las cargaban Muriel Casals y Carme Forcadell. Y desde entonces, los insultos y las amenazas se convertían en pocos minutos en aquellos chistes en la red que tanto ayudaban a quitarse los miedos de encima.

Pero la parálisis política por la aplicación del 155 y sus secuelas, y sobre todo la dureza con la que se ha reprimido a los líderes que se jugaron la libertad por ser fieles al mandato democrático que habían recibido, están forzando un vuelco insano en la política catalana. Se vuelve a estar más atento a responder a las provocaciones que a tener la iniciativa. Se vuelven a oír gritos que empequeñecen las convocatorias. Se traga el relato de los adversarios, como lo es aceptar los resultados sesgados por el contexto ilegítimo del 21-D como buena medida de un falso equilibrio de fuerzas. En la red han ido desapareciendo los chistes y la ironía, y han vuelto los insultos. La aflicción por los presos y exiliados parece que acapara todas las energías que quedan firmes. Las sonrisas se han vuelto caras largas. Renacen viejas desconfianzas. Vuelve la acritud.

Entretanto el Estado sigue mostrando señales de gran debilidad. El retorno de la cuestión de Gibraltar es uno de esos síntomas claros de la necesidad recurrente, en momentos de debilidad, de espolear el patriotismo más simple. La posibilidad de una convocatoria anticipada de elecciones españolas enciende los discursos justo en la dirección contraria a la posibilidad de una resolución del gran problema español: la incapacidad histórica para imaginar y ofrecer un proyecto territorialmente integrador. La extrema derecha se les escapa de las manos y responden con promesas abiertamente autoritarias y xenófobas como nunca se habían escuchado. Y su prestigio internacional está bajo mínimos según sus propios expertos. El adversario no se hace grande, pero nosotros nos hacemos pequeños.

No pretendo hacer un retrato pesimista del momento actual. Los análisis no deberían estar sometidas a los estados de ánimo personales. Pero hay que tener los pies en el suelo y reaccionar. No puede ser que el calendario del independentismo esté sólo pendiente del de la Audiencia Nacional española, de las bravuconadas de la Jusapol o del futuro de Las Cortes. El independentismo necesita agenda propia y volver a la promesa, al horizonte. Como comprobamos estos días, el país tiene urgencias en vías de trenes y carreteras, en sanidad, en enseñanza… y en dignidad. Y necesita emanciparse como el aire que respira.

ARA