Un imperio serio

Supongo que pocos lectores de prensa, aquí, en nuestra “casa”, (y en las otras “casas”) deben haber seguido con algún interés las sesiones de la Asamblea Nacional Popular de China, pero pueden haber visto de paso alguna imagen en los noticiarios de la televisión. El ritual ha cambiado poco desde el tiempo del omnipotente presidente Mao: el Gran Salón del Pueblo de Beijing, los 3.000 asistentes ahora van con vestidos más normales y corrientes, los señores con chaqueta y corbata, las (pocas) señoras con ropa de sastrería seria, los miembros de las “minorías” con la indumentaria tradicional; no todos con uniformes grises o azules abotonados hasta el cuello, pero el teatro es el mismo.

 

Votaciones unánimes, generales de uniforme, el escenario ocupado por los dirigentes sentados de cara a los miles de delegados siempre serios, vasitos blancos de té, enormes banderas cubriendo todo el fondo. La imaginación del régimen comunista es importada de sus predecesores europeos, por desgracia, y no tiene la variedad escenográfica de los rituales de la corte imperial. Y sin embargo, es todavía el Imperio de China, el mismo fondo perpetuo, la misma estructura profunda, antes recubierta por los uniformes tristes del criminal sistema maoísta, ahora con el aire nuevo de ejecutivos de empresa de los nuevos dirigentes. Un imperio pide un emperador, y observando el espectáculo y los discursos de los líderes, me viene a la memoria Puyi, el último de la lista, pobre muchacho desorientado y completamente fuera de la historia. Se murió hace cincuenta años, y todo el mundo lo conoce sólo por la película famosa: las imágenes gloriosas de niño imperial en la Ciudad Prohibida, y en las escenas finales un modestísimo jardinero “reeducado” por los mandarines del nuevo imperio.

 

Como recuerdo la imagen de aspecto entrañable del gran Deng Xiaoping. Parecía un abuelo amable y parece que sólo se ocupaba, en los últimos años, de contemplar las flores de su jardín. No sé si era un modelo de emperadores jubilados, o si era simple coincidencia de imágenes entre Deng y Puyi. Mao, sin embargo, seguía el modelo de emperador guerrero y sobrehumano, como el gran Qin unificador de los tres reinos e insigne quemador de libros, como el manchú Kangxi que envió ejércitos hasta el golfo de Bengala. Mao fue la síntesis final, final por ahora, de una historia muy larga de invasiones, revoluciones, refundaciones, cambios de dinastía, dispersión del poder y nueva concentración. La historia de China es más o menos eso, y siempre con un hijo del cielo en lo alto. Incluso, para no desmerecer de sus antecesores, Mao Zedong viajaba en trenes especiales de gran lujo, como antes las comitivas imperiales, y tenía un harén de jovencitas constantemente renovadas. Mao Zedeong era, él solo, la inmensa China entera concentrada en un solo hombre que era mucho más que un hombre.

 

Los jóvenes europeos fascinados que hace medio siglo leían el Evangelio del pequeño Libro Rojo pensaban que entendían el presente y el futuro de la historia, y no entendían nada precisamente porque no entendían que Mao era el imperio de China. Y es que China no es un país como los demás, y de eso hace más de tres mil años. Como si el imperio egipcio continuara unido y activo. Como si Roma fuera todavía la Roma de Trajano y Adriano.

 

China es el único gran imperio antiguo aún en funcionamiento, y esto tiene sus constantes de fondo, una estructura profunda inalterable a pesar de todas las alteraciones. Podemos pensar que el gran imperio de nuestro tiempo es otro, que vivimos en el imperio americano, aunque sus emperadores (incluyendo este Trump lamentable) son poco imperiales, y el ceremonial que practican es extremadamente rudimentario. Pero los Estados Unidos de América son algo moderno, difuso o cambiante, entre filmes de ‘cowboys’ y anuncios de la Coca-Cola, entre Hollywood, dólares, CIA y portaaviones: un conjunto mudable que ningún emperador podría encarnar en su persona.

 

Mientras que el imperio de China, que es un imperio serio, no sólo se considera el centro del mundo, como todos los imperios clásicos, sino que, a sus propios ojos, es ‘el mundo’. El mundo propiamente dicho, fuera del cual sólo hay gente no del todo civilizada, o pequeños bárbaros de las tierras exteriores, como dijo el emperador Qianglong a los enviados del rey Jorge de Inglaterra: “Nosotros no te necesitamos para nada, vosotros sí”. Por eso mismo, el imperio de China será la clave de este siglo. Y los miles de contenedores chinos entrando en nuestros puertos, los almacenes de sus productos en nuestras periferias urbanas, los restaurantes, las tiendas innumerables, sólo son una primera muestra. Comparado con lo que ha de venir, el siglo del imperio americano habrá sido una anécdota amable.

EL TEMPS