Túnez: ocho años de una revolución a medias

Visto desde fuera, Túnez es una excepción estimulante: el único país de la región donde triunfó la revolución de 2011, el único estable, el único en el que la democracia, más o menos oscilante, parece camino de asentarse: como prueba, la Constitución de 2014, su ley de violencia de género, su ley contra la discriminación racial, sus alcaldesas y sus ministras. Es una visión real.

Ahora bien, visto desde dentro, Túnez es un país al borde de la quiebra, económicamente en ruinas, socialmente fracturado, que incuba desde hace ocho años una nueva revuelta. El 24 de diciembre un joven periodista de Kasserine, una ciudad abandonada y dolida, imitó el gesto del vendedor Mohamed Bouazizi en 2010 y se prendió fuego en una plaza céntrica después de dejar un mensaje de protesta contra el paro juvenil y llamando a un nuevo levantamiento. Antes de empezar el año siete jóvenes hicieron lo mismo con el propósito de destruir su único anclaje a la existencia -un cuerpo superfluo- y con la esperanza mágica de provocar con la mismo cerilla el mismo incendio colectivo. También es una visión real.

Cuando se cumplen ocho años de la revolución del 14 de enero que derrocó al dictador Ben Ali y sacudió de arriba abajo el mundo árabe, el pequeño país del norte de África donde vivo tiene pocas ganas de celebración. De las dos revoluciones que convergieron en la casba a principios de 2011 e hicieron posible el cambio de régimen -una política y otra social-, una se ha quedado a medias y la otra aún espera su encarnación material.

Esta media revolución política -recordémoslo- alcanzó su máxima expresión bajo el gobierno del partido islamista Ennahda (2011-2014) con la aprobación parlamentaria de la primera y única Constitución laica e igualitaria del mundo árabe y con el establecimiento de la Comisión de la Verdad y la Dignidad, encargada de abordar la justicia transacional y llevar ante los tribunales los crímenes del antiguo régimen. Cinco años después, la Constitución no ha generado el aparato legal ajustado a su contenido y las leyes más polémicas aprobadas por el Parlamento no pueden ser cuestionadas porque, violando el propio texto magno, aún no se ha creado un Tribunal Constitucional. Por otra parte, la Comisión de la Verdad y la Dignidad, que logró reunir más de 60.000 dossieres de víctimas de la dictadura, del ‘ancien régime’, reunidas en el partido del actual presidente de la república, el anciano Caïd Essebsi, ex ministro del Interior de Bourguiba.

La media revolución política vigente recuerda -en un contexto regional mucho más difícil- la muy sobrevalorada “transición democrática española”. Entre amenazas de golpe de estado, soportes de doble filo de la Unión Europea, presiones del FMI y movimientos de cintura del líder islamista Rached Ghannouchi, el nuevo marco institucional es el resultado de un consenso belicoso entre la vieja élite de Ben Ali y las nuevas élites asociadas al sindicato UGTT y al partido Ennahda. Lo que ha habido al final es una simple “redistribución de las cartas”, por citar a Mohsen Toumi, que ha dejado sin representación a la juventud que sacó de las cárceles los presos políticos y que vuelve a embarcarse en frágiles pateras para intentar llegar a Lampedusa. Sea como sea -digámoslo claramente-, un consenso bélico entre élites siempre es mejor que el gobierno patrimonial de una sola familia porque esta confrontación elitista abre un espacio propiamente político donde, además de algunos derechos civiles, se podría disputar desde abajo la clave de las instituciones. A la espera de algo mejor, temiendo algo peor, eso es lo que en Occidente, es decir, en todas partes- llamamos ‘democracia’.

Media revolución política no está mal para un país que pasó de la colonización a la dictadura sin solución de continuidad -y los éxitos de esta media revolución se deberán proteger, sin duda-, pero es poco para esta población socialmente excluida que no se jugó -y a veces la entregó- la vida sólo para satisfacer los derechos civiles de una clase media que, en plena crisis, mira ahora con nostalgia el pasado. Con la comida en caída libre, una inflación galopante, un paro juvenil aún mayor que en tiempos de Ben Ali, sin servicios públicos elementales en las regiones del interior, el “consenso de élites” es consenso porque prolonga la misma política económica que determinó el derrumbe del régimen anterior: abandono del campo, la deuda externa, acuerdos de libre comercio con la UE (como Alec, actualmente en negociación) y, para contener las protestas sociales, represión policial indiscriminada.

Cuando se cumplen ocho años de la revolución del 14 de enero, en Túnez todo va bien y todo va mal. Sigue siendo un referente y un ejemplo; y sigue siendo un hervidero y un harapo. De momento la UE muestra mucho interés en proteger este referente y este ejemplo, pero hace muy poco -o todo lo contrario- para calmar el hormiguero y arreglar el harapo. En último término lo sabemos, si cambian las cosas se olvidará de la democracia, incluso en su versión elitista, como ya se está haciendo en la misma Europa, y apoyará cualquier gobierno que asegure los ejes centrales del “consenso” colonial: economía neoliberal y política migratoria.

ARA