Trump y el auge mundial del fascismo

Hace tiempo que los comentaristas vinculan el auge de los mal llamados populismos con la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca. Sería interesante examinar quién fue el primero de invocar el término ‘populismo’ para referirse a la extrema derecha y el porqué de esta elección semántica. Pero esto requiere un artículo aparte. No hay ninguna duda de que Trump tiene un concepto extremadamente narcisista del gobierno y lleva el autoritarismo hasta los límites del sistema. Pero aquí está justamente el toque de atención: que el sistema americano es garantista y mucho más fuerte que cualquier aspirante a dictador. Cuando ha surgido, el intento siempre se le ha acabado volviéndose en su contra.

Trump es la excusa idónea para reciclar el antiamericanismo de toda la vida. Como esta pasión está tan arraigada en los herederos de la mitología de la guerra fría, la comparación resulta inevitable. Pero atribuir a Trump el resurgimiento del fascismo es como identificar la revolución con la ropa de trabajo militar y las boinas, sólo porque las llevaba el Che. Aunque sea banal, a algunos hay que recordarles que lo que llaman trumpismo prácticamente no tiene representación en el congreso, y que en la Casa Blanca el presidente está solo. Pese al ‘ismo’ que algún listo le ha endosado, el trumpismo no es ninguna doctrina ni ningún movimiento, y ni siquiera ningún estado de opinión. Como mucho, un espectáculo no siempre gracioso. Uno por uno, casi todos los cargos que han desfilado por la Casa Blanca han acabado denunciando su espíritu catatónico y el ambiente irrespirable. El GOP (Partido Republicano) no ve la hora de deshacerse del presidente y, a pesar del apoyo que aún recibe de una parte de la población, ni es popular ni tiene ninguna perspectiva de convertirse. Hablando rigurosamente, Trump no es ni siquiera populista, pero sobre todo no es ningún reflejo de un fascismo al alza, por la sencilla razón de que los fenómenos más o menos asociados con esta doctrina, el Alto-right, el Ku-Klux-Klan y más corrientes racistas son muy marginales. Lo son y lo seguirán siendo, porque, a diferencia de lo que ocurre en España y en otros lugares de Europa, no disponen de referentes históricos de gobierno nacional ni posibilidades reales de fusionarse con la derecha clásica.

El ascenso de Trump es más un reflejo de la decadencia de la política tradicional que la aparición de una ideología capaz de arrastrar a las masas, como lo fueron el fascismo y el bolchevismo, y como lo es el neofranquismo ahora mismo. El fascismo fue una revolución de derechas, que también las hay, pero el trumpisme no ha revolucionado nada, al menos de momento. No cumple las condiciones mínimas de cualquier revolución: cambiar de manera rápida y radical las estructuras sociales y las instituciones, o el modelo de producción, o incluso el sistema de valores de una sociedad. Si Trump pretendía eso, y lo dudo, es evidente que no lo ha conseguido. Como tampoco hubo ninguna revolución Reagan, a pesar de que aquel reaccionario se jactara de ello.

Una nación es, más que un territorio y una población, una idea rectora. Hoy, en una Europa que trata de reconstituirse como imperio, hay una consigna general de hablar mal de la identidad, precisamente porque una nación es una identidad ideal y hay que atacar su idea. Pero así como la identidad es el reverso de la diferencia, no todas las naciones han nacido iguales ni evolucionan para realizar la misma idea. Puesta a prueba en el Renacimiento, la idea catalana se estancó y retrocedió hasta casi desaparecer. La fragmentación territorial hizo metástasis y destruyó las posibilidades de reunificación hasta ahora mismo, con una desunión que corroe no sólo la unidad lingüística (¡básica!), sino la acción política en el Principado mismo.

España nunca ha llegado a convertirse en una nación ni va camino de serlo, porque la idea formativa de su Estado milita en su contra. Su nacionalismo es agresivo en la medida en que es estéril. Separada de Europa por la barrera de los Pirineos, la península Ibérica fue durante siglos el territorio más diverso de Europa, con diversidad de reinos, de etnias, de lenguas, de costumbres, de monedas y de religiones. Desde el siglo XV, el de la reunión de todos los reinos peninsulares bajo un mismo patrimonio, la idea que atraviesa la historia de España es la unidad como finalidad única. Según el filósofo mesetario José Ortega y Gasset, sólo los jefes castellanos están dotadas de los órganos necesarios para comprender el gran problema de la integridad territorial española. Efectivamente, gran problema, a la postre ‘el problema’ de los castellanos. Con el paso de los siglos, se ha demostrado que este tipo de unidad era la única idea política que estas cabezas son capaces de abarcar, y tenemos sus consecuencias a la vista. Ni democracia, ni justicia, ni verdad, y ni siquiera europeísmo; la integridad territorial entendida como unidad impuesta por Castilla y en beneficio de Castilla pasa por encima de todo y, como al Minotauro en el centro del laberinto, se le sacrifica el futuro. Decencia, solidaridad, bienestar, libertad y, si es necesario, la constitución, que blanden como un crucifijo de la época de los autos de fe, a pesar de que acabará como todas las precedentes, porque en España no cabe una constitución en el sentido original del término, es decir, un ‘Bill of Rights’, sino el absolutismo que siempre renace de las cenizas y se lleva las constituciones historia abajo.

No es ningún fenómeno nuevo. Culpar al independentismo del rebrote de intolerancia es desconocer el mecanismo interno de la sociedad hispana. En su breve periodo de hegemonía, en el siglo XVI, no produjo una conciencia nacional moderna. Al contrario, el espíritu medieval de cruzada, exportado al Nuevo Mundo, generalizó la aspiración nobiliaria, multiplicando los ‘hidalgos’ (Una forma como cualquier otra de evasión fiscal) y los miembros de comunidades religiosas, que llegaron a sumar la cuarta parte de la población peninsular en el siglo XVII, en versión pre-moderna de la España subvencionada. Asimismo, la expulsión de las minorías intelectual y manualmente cualificadas (judíos, moriscos), la introducción de los estatutos de pureza de sangre como medida de monopolio de los cargos por la casta dominante y la persecución de erasmistas, humanistas y protestantes, originó en la época gloriosa del imperio una pobreza extrema, el servilismo más indigno y una corrupción generalizada, que Cervantes saludó con el consejo que la Gitanilla da a un oficial: ‘Coheche vuessa merced, señor tiniente, coheche, y tendrá dineros, y no haga usos nuevos, que morirá de hambre’.

‘No haga usos nuevos’. España no los hace y por eso no ha sido capaz de fundir el Estado y la población en una sola entidad nacional, como sí lo hicieron los Estados Unidos, a pesar de diferencias enormes y rivalidades extremas entre las trece colonias. Y así como España, a diferencia de su principal competidor, el Reino Unido, daba la espalda a las revoluciones religiosa, científica e industrial, también se ausentó de la revolución democrática que en toda Europa sacudió las estructuras feudales con una ola de republicanismo. Por eso en España, a pesar del pseudo-nacionalismo gritón, no hay patriotas sino Guardia Civil e Inquisición, hoy llamada Tribunal Supremo.

Nada de eso tiene ninguna raíz en Estados Unidos, que para poder crear la nación llevó a cabo la primera revolución moderna. Al margen de la deformación e incluso, si lo desean, de la desrealización de la idea fundacional, el hecho es que a partir de la constitución, que no es ningún documento continuista sino originador de una realidad nueva, se amolda una sociedad en la idea radical de libertad y derechos humanos. Así se fundó la primera democracia, concepto que no es de derechas ni de izquierdas, sino la condición de posibilidad de las derechas y las izquierdas. Trump es una aberración de la conciencia nacional estadounidense, y como toda aberración da testimonio de lo que desvirtúa. Su desprecio a las reglas y las formas es un destello del individualismo posible dentro de un sistema de libertades, y su vulgaridad, incluso cultivada, una deformación en pendiente regresiva del igualitarismo americano. A la democracia se le pueden exigir muchas cosas, pero no que tenga buen gusto. Donde Trump realmente presenta figura de decadencia es en el contraste entre su ignorancia y la ilustración de los padres de la constitución, entre la apelación a los bajos instintos y la amplitud de miras de este documento, que no sólo es la constitución más antigua sino también la que ha resistido mejor el paso de los siglos. Nada indica que un ocasional como Trump la pueda destripar, porque, a diferencia de otras constituciones que se imponen a la fuerza, ésta es popular e incluso populista, y sobre todo resulta aceptable a cualquiera que llega al país. Por la sencilla razón de que fundamenta la nación en valores verdaderamente universales.

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