Tom Wolfe y el ‘radical chic’

Su artículo ‘Radical chic’ en el que satirizaba la portentosa fiesta en el penthouse de Park Avenue del director de orquesta Leonard Bernstein, era sencillamente genial.

El relato del party servía como pretexto para destapar la fascinación de los liberales ricos por los revolucionarios. En esta ocasión, se trataba de recaudar dinero para que los Black Panthers recibiesen un juicio justo. Los radical chic, celebrities de la alta sociedad, se embarcaban en causas políticas que les servían para mantener su standing social. Todo ello no dejaba de ser una oda al miedo a la gente de color.

Conocí a Tom Wolfe a finales de los ochenta en París, en el Hotel St Regis, una antigua mansión transformada en hotel-boutique, situado entre los Campos Elíseos y la Avenue Montaigne, la meca de la “haute couture”.

Con su traje blanco de lino, la corbata amarilla de seda y el sombrero a juego, el escritor americano no pasaba inadvertido. Y en el apogeo de su cenit como escritor, el mérito consistía en hacer la crónica sutil de la forma perversa en que vivimos. En particular, la de esos privilegiados que viven desconectados de la sociedad donde anidan, pero aletean de forma sorprendente, palpitante, dinámica, genial, aburrida, amorosa o repugnante.

Agudo observador de los comportamientos humanos y la búsqueda del estatus social, Wolfe hizo lo que sólo los grandes escritores consiguen: hacer de cada tema una lectura fascinante. Y en su caso, esa supremacía era posible porque tenía pasión por la palabra escrita y no se le escapaba que los lectores necesitan alegrías y evasiones.

Se ha ido, con 88 años, cuando más necesitábamos de su ojo crítico, su talento ingenioso y esa perspicacia tan suya. Me temo que nadie sería ahora capaz de retratar, mejor que él, el fárrago político que nos envuelve, incluida la apoteosis de Trump. Mientras el resto de los mortales comenzaba a sufrir los rigores de la temprana calorina del estío, el escritor galanteaba, muy de mañana, con una presencia estudiada en el ritual del desayuno en el St Regis, llenando de glamour el pequeño comedor.

Y lo hacía, desplegando, con cortesía, sus reservas, al tiempo que centraba su atención en los acaudalados, delicadamente necesitados de atención.

No compartí su vehemente filistinismo (desprecio) por el arte contemporáneo y la arquitectura. Pero lejos de ser un misántropo, Wolfe se interesaba por los seres humanos y sus rayos X sociales son testimonio de ello. Con estos, mostraba lo que está pasando bajo la superficie de una sociedad que no es tan simple y predecible como a veces puede parecer.

En los obituarios de los cíclopes de Wall Street, llamaba la atención el que parecía haber sido libro favorito de muchos de ellos: La hoguera de las vanidades. La mejor novela del siglo XX, para algunos, fue –sobre todo– una crítica social, honesta, cruel, necesaria, envuelta en una prosa brillante. Obra que le sirvió para franquear el reducido club en que cada uno de ellos tiene un libro que define su carrera: Mark Twain ( Las aventuras de Tom Sawyer), Truman Capote ( A sangre fría), Scott Fitzgerald ( El gran Gatsby) y John Steinbeck ( Las uvas de la ira).

Precisamente, fue en esa obra, determinante, donde Wolfe no pudo evitar un profundo desprecio por la sociedad de la que también se burlaba Oscar Wilde, esa que “conoce el precio de todo y el valor de nada”.

Aunque lo había escrito en los 80, Wolfe anticipó un aguafuerte de la administración Trump ya que supo recrear el mundo de la avaricia que todo lo impregna, “jóvenes blancos aullando por el dinero en el mercado de bonos”.

Nos ha dejado un deflactor de embustes y patrañas, un observador grácil, como demostró en su forma de plasmar, de manera poco obsequiosa, a la refinada sociedad neoyorkina.

Siempre me pareció un gentleman, muy generoso con su tiempo. Tenía un imponente sentido del humor y la opulencia satírica de sus artículos nunca dejaba indiferente. Astuto observador, convivió con la aristocracia de la izquierda americana, esa élite cultural y mediática dominada por quienes atacan –sin piedad– todo lo que está fuera de su pequeño mundo, al tiempo que conforman un paisaje de gente, excesiva e hipócrita, que no merece la pena, por su falta de refinamiento y sus maneras ordinarias. Los mismos de Radical chic.

En tiempos de denigración del periodismo, sus aportaciones al New Journalism (cada uno construye sus propios hechos) cambiaron ese mundo. Tom Wolfe escribió no solo como el ladino observador que era, sino como un partícipe activo, lo que le sirvió para apresar el Zeitgeist (espíritu) de su tiempo.

Resulta difícil pensar en un antídoto mejor para la depresión que leer a Tom Wolfe y su brutal observación de la sociedad. Y de paso, aprender de él que un buen escritor tiene que ser fino reportero y observador, con un estilo propio y único.

Siempre le asocié con los Beatles, con quienes existía un hilo conductor, aunque un concierto al que asistió le perturbó: “El mes pasado fui a ver a los Beatles…y oí a 20.000 chicas gritando a la vez…pero no conseguí oír lo que gritaban… sólo entendí: ‘Me, me me’. El grito del ego… Así se desencadenan las guerras, mucha gente grita ‘préstame atención’… y terminas haciendo su juego…”. En este caso, se refería a la generación “Me”.

En el adiós triste a un seductor listo y divertido, que captaba el estado de ánimo de la gente y del país, me viene el recuerdo de alguien que le contó que a raíz de entrar A Man in full en su casa, arruinó su vida sexual, pues cada noche su mujer devoraba la novela en la cama. La respuesta inmediata de Wolfe, con sus ojos azules chispeantes, fue: “¡Me quito el sombrero por tu mujer!”.

Espero que el día de su funeral, cuando la comitiva atraviese el Bronx, negros y latinos saludaran quitándose los cascos, gritando “Goodbye, Tom”, como hicieron los obreros de la construcción cuando el funeral de Bersntein.

LA VANGUARDIA