Tapar el sol con una vara

Son días de impresionante novedad para el Estado español. Una comunidad rica, con más de siete millones de habitantes, decide de forma pacífica, tras una larga serie de errores jurídicos, policiales y burocráticos por parte del Estado, recurrir al referéndum como medida de consulta ciudadana con un fin último, la independencia.

Sus dirigentes y la entusiasmada población desplegada en Barcelona han exhibido la estelada, bandera independentista que en septiembre de 1917 se envió, iluminando un escrito, a la Triple Entente y al presidente Wilson -sin acabar la 1ª Guerra Mundial pero cuando ya se trataba de reorganizar la exhausta Europa y estructurar una sociedad de naciones-, reclamando el derecho y la libertad de los pueblos y la revisión del Tratado de Utrecht que afectó negativamente a Catalunya. Estaban, siguen estando, en la vía legítima de la autodeterminación.

La causa no es nueva, sino antigua. Catalunya fue comunidad próspera en la Edad Media, con rica literatura y comercio vitalista. En tiempos de Juan y Fernando de Aragón, quienes arrasaron libertades y fulminaron pueblos a cañonazo y mandoble, Catalunya tuvo confrontaciones con ambos y optó por nuestro sapiente y moderado Carlos, príncipe de Viana, proclamándolo, en medio del delirio popular, heredero de los estados de la Corona aragonesa y lugarteniente de Catalunya. Acabó esto a la muerte temprana de Carlos, quizá envenenado por su madrastra, o su padre Juan, o su hermanastro Fernando. Que los pueblos estaban sometidos a las urgencias veleidosas de príncipes y reyes. Éramos súbditos.

Catalunya, como los otros pueblos periféricos, ha mantenido un sentimiento poco vinculante al espíritu unitario de España estampado por los Reyes Católicos. El president Lluys Companys proclamó la República catalana en 1934, sufrió condena y eran tiempos republicanos. En 1940, capturado por la Gestapo en su exilio de Francia, fue entregado a Franco y fusilado en Montjuic.

Un pueblo es el resultado de su historia. Y no hay historias felices. Venimos de atropellos apocalípticos: la imposición de la Inquisición en una parte de la cristiandad y en el Estado de los Reyes Católicos para hacerlo sostenible con la idea de un rey, una religión y una lengua, y en ese orden; la formación de los estados de Europa a sangre y fuego; la esclavitud, en variadas formas, que procuró vergonzantes ingresos económicos a estados y comerciantes de seres humanos… y otros pecados, santificados por la Iglesia y confirmados por la Historia. La guerra como ennoblecimiento, la paz como utopía. Avanzó la humanidad europea a estadios más civilizados con la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano que convirtió, en intención, a los súbditos en ciudadanos. Pero arrastra el peso de los grilletes de semejante legado y dos grandes imperios económicos de nuestro tiempo son la prostitución, esclavitud y la venta de armas, guerra.

Evolucionamos vertiginosamente: la recreación de Europa, sueño alentado por pensadores, en una federación que primero se soñó de pueblos y es de estados, logró aparcar el espectro de conflagración en este continente belicoso que inició dos guerras mundiales; la caída del vergonzante muro de Berlín, la fragmentación de Yugoeslavia en repúblicas, accediendo por referéndum a la independencia, como Montenegro, Eslovenia, Croacia…; el referéndum de Escocia y el brexit con que se retira Inglaterra de la Unión, siendo miembro fundador. Abreviando, se han creado multinacionales de los productos básicos y los bancos en sus maniobras han procurado una grave crisis económica que tiene que ver con el impetuoso avance de las nuevas tecnologías y del amplio desarrollo de información de las redes sociales. De Gutenberg al e-book. De Ícaro a Saturno. En menos de dos décadas.

Imposible encorsetarnos ya en constituciones ni capítulos legales, ni emplear la ley como vara de castigo, según el sistema de la letra A con sangre entra. Si no fuera trágico, la declaración de más de 700 alcaldes catalanes ante tribunales podría provocar sarcasmo por significación de fracaso político. Desolación causa que el president Puigdemont admita que con las últimas medidas adoptadas por el Gobierno central se ha suspendido el gobierno de Catalunya. Y hablamos tan solo de un referéndum a venir del que ignoramos su resolución.

Creemos en la democracia. Mi generación la trabajó para bien de todos, que permite a la humanidad forjar su pensar, deliberar su razón, exponer su argumento al contrario, llegar a acuerdos desde la diversidad. Los Reyes Católicos impusieron la Inquisición en sus reinos sometidos, levantando castillos fronterizos en los Pirineos. Franco declaró que Europa terminaba en el Pirineo. Quinientos años después, y tras grandes sufrimientos soportados, Europa abre la puerta de las aduanas y fronteras tal como las tenía nuestro Reino de Nabarra.

No se puede tapar el sol con la vara de la justicia. Hoy somos ciudadanos dispuestos a la opinión, al consenso, a la evolución política, al diálogo positivo, a la empatía por la naturaleza del otro, así sea disidente. Catalunya no se va de su sitio geográfico, solo quiere, si el referéndum lo dispone, establecer nuevas formas de comunicación y convivencia política, social, económica y cultural. En una Europa sin fronteras, debería ser posible.

Que haya referéndum. Que se respete el derecho a votar por una fórmula política oportuna a la conveniencia popular. Quizá al discurso para este 1º de octubre le falten palabras de reconciliación y le sobren verbos de acción legal, pero que no haya párrafos de desentendimiento en la búsqueda de la paz y tranquilidad social. Que quienes gobernando en la mesetaria Madrid olvidan los fluidos aires mediterráneos que soplan sobre Catalunya.

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