Sólo era un marino español

El 25 de febrero del 2017 publiqué en este periódico un artículo titulado “Memoria de Cuba” en el que atribuí la responsabilidad por el desenlace traumático de la presencia española en Cuba a la oligarquía que, mediante el comodín del turno, se había asegurado en Madrid la dirección del Estado, unas veces bajo la etiqueta conservadora con Cánovas, y otras bajo la etiqueta liberal con Sagasta. Esta oligarquía agotó todos los recursos para dar largas a la cuestión cubana alternando etapas de rigor y etapas de blandura, que se extendieron a lo largo de años y que desembocaron en la radicalización de las posturas. Además, en el Parlamento dominaba la visión centralizadora, que era esencial para preservar los privilegios de los industriales de la metrópoli (también catalanes) y de los comerciantes y funcionarios afincados en Cuba.

Así las cosas, Antonio Maura elaboró en 1893 un inteligente proyecto de reforma. En el Congreso se libró una batalla. Los argumentos contrarios consistían en “alarmas patrióticas”. En esta línea, Cánovas y Fernández Villaverde negaron que los separatistas pudieran tener la misma libertad de expresión que los españolistas. Maura, por su parte, denunció que sus adversarios cometían el error de pensar que en Cuba tan sólo era posible una fuerza política defensora de la unidad –y uniformidad– con España, cuando lo que defendía en realidad eran intereses económicos envueltos con la bandera del patriotismo más ajado. Y pasó lo que tenía que pasar. El presidente del Gobierno paralizó el proyecto. Maura no era hombre que reculase y dimitió a comienzos de 1894. Cuatro años después, la suerte estaba echada.

La primera decisión que tuvo que tomar el Gobierno, en 1898, fue si enviaba o no la escuadra a las Antillas. El comandante general de la flota –almirante Pascual Cervera– sostuvo, en contra de la opinión del ministro de Marina, que dado “el deplorable estado material de nuestra Marina, España afrontaría en catastróficas condiciones una guerra con Estados Unidos”; y añadió, en carta a su primo Juan Spottorno, que habida cuenta de que “decir esto públicamente sería hoy un crimen, me callo y voy resignado a afrontar las pruebas a que Dios sea servido someterme”. El 7 de abril Cervera recibió la orden de salir al día siguiente, lo que así hizo. El 21, desde Cabo Verde, remitió al ministro este telegrama: “Mientras más medito, más es mi convicción que continuar viaje sería desastroso. Los comandantes de los buques tienen igual opinión y algunos más enérgica que yo”. De nada sirvió. Y, al amanecer del 19 de mayo, tras superar las innumerables dificultades que surgieron durante el viaje y realizar –según Pablo de Azcárate– “la verdadera proeza de burlar la vigilancia de las poderosas fuerzas navales de Estados Unidos”, la escuadra española entró en la bahía de Santiago. El almirante Cervera se ratificó allí en su actitud contraria a la salida de la escuadra. Por el contrario, el general Blanco –al mando supremo de todas las fuerzas de mar y tierra en Cuba– era decidido partidario de que la escuadra saliese, a fin de evitar que se encontrara en el puerto cuando se produjera la ya inminente rendición de la plaza de Santiago a los norteamericanos, y que fuera necesario hundir los barcos para evitar su caída en manos enemigas. En franco contraste con la decisión del general Blanco, el almirante Cervera escribió al general Linares, en carta del 25 de junio: “Hoy, como antes, considero la escuadra perdida, y el dilema es: perderla destruyéndola, si Santiago no resiste, o perderla sacrificando a la vanidad la mayor parte de mi gente. (…) Al general Blanco incumbe decidir si debo ir al suicidio arrastrando conmigo estos dos mil hijos de España”.

El 30 de junio, la situación se hizo insostenible y en un telegrama remitido el 1 de julio, el general Blanco ordenó la salida “inmediata” de la escuadra, tras haber esta reembarcado a sus dotaciones que estaban en tierra participando en la defensa de Santiago. El almirante Cervera reunió a sus comandantes y les dijo: “El momento de la discusión ha pasado; sólo nos queda obedecer”. A las nueve de la mañana del día 3 de julio, la escuadra, siguiendo al crucero Infanta María Teresa, que enarbolaba la insignia del almirante, enfilaba el estrecho canal que, entre el Morro y la Socapa, comunica la bahía de Santiago con el mar libre. Cuatro horas más tarde, todos los barcos habían sido incendiados por los cañones norteamericanos, hundidos o embarrancados por sus comandantes. Todo ­había terminado.

Ciento veinte años después, han quitado el nombre del almirante Cervera a una calle barcelonesa. Han dicho que porque era “un facha”. No es así. Lo han quitado porque era el nombre de un marino español. Sólo era un marino español. Y, como tal, no tiene sitio en la Barcelona de unos ni en la Catalunya de otros. Es lo que hay. Estos son los hechos y como hechos hay que tomarlos. Sin una mala palabra, sin un mal gesto, sin una mala actitud. Con fría percepción, con firme discernimiento, con prudente designio, con serena determinación.

La Vanguardia