Socios a la fuerza

Antes de 2011, antes de que la gran ola comenzara, medíamos los eventos con milímetros. Ahora ni los metros nos sirven, el nivel de relación con España se ha redefinido de tal manera que la escala se ha de agrandar cada día que pasa y, con ella, una distancia que hace imposible dar marcha atrás. Los motivos que impulsaron el movimiento independentista no sólo se han visto reforzados en los últimos años, de hecho, sorprende hasta qué punto la realidad los ha corroborado. Tanto es así que los más cínicos, viéndolos, no paran de decir: “Inocentes, ¿es que no sabíais cómo actuaría el Estado?” Lo dicen como argumento para el mantenimiento de esa paz artificial, pero no saben que lo que hacen es certificar la necesidad de muchísima gente de huir, de independizarse de un Estado con el que no quieren firmar un pacto con cláusulas que se utilicen en su contra. Muchos de nosotros somos, como decía la canción de La Polla Records, ‘Socios a la Fuerza’, ciudadanos por fuerza, súbditos que mientras no se pregunten muchas cosas podrán, mira, ‘conllevarse’ con el Estado.

Cuando veo las nuevas generaciones de profesores de politología en España, o cómo los intelectuales barceloneses van cambiando de parecer y cada vez se parecen más a los articulistas anteriores, me imagino que la respuesta a cualquier propuesta independentista será igual dentro de diez, veinte o treinta años. Cuando pienso que 2018 produce aún políticos como Rivera y Casado me es muy difícil imaginar ningún otro escenario. Si no hay que revisar la Constitución ahora, no veo ningún motivo para que se tenga que revisar dentro de diez o veinte años. Mientras haya un español nacido en 1977, ¿por qué? Si hoy una amplia mayoría de españoles quiere que se aplique de nuevo el 155, ¿qué 155 pedirán en dos o tres décadas?

Cualquiera de las majaderías judiciales, policiales o mediáticas han sobrepasado, de lejos, por muchos metros, lo que se puede esperar de un Estado democrático y plausible. Por eso España sólo es mi Estado por el imperativo legal que me somete. Del mismo modo que no puedo reconocer una monarquía heredera del franquismo y amparada en la inviolabilidad como autoridad, soy también súbdito ‘por fuerza’. La monarquía no es que sea un anacronismo, es que es un lastre enorme y la punta de un iceberg que tiene sumergidas partes de Estado aún más pesadas. El rey, sin embargo, me puede amenazar y puede usar la violencia, lo que no puede esperar es que sonría, ni que yo no haga todo lo que pueda para que no pueda amenazarme más.

Hay, además otro lastre, el de la mala conciencia: cualquier cosa que haga el independentismo, se ve, da alas a la parte más rancia de la política hispánica. Qué pena de país, si toda la vida tenemos que vivir así, avanzando con pies de plomo para no despertar el fascismo ni la judicatura, todo el día disculpándonos para no ser cuestionados desde esta superioridad moral que la derecha le ha concedido a la izquierda a cambio de no hacer mucho. No tengo ninguna gana, de vivir en un país así, y que no sepa cómo hacerlo para salir del mismo no significa ni que me esté quieto ni que lo acepte. No hay marcha atrás, para mí, y hablo en singular y en primera persona pero sé que es una idea compartida. Hombre, claro, si hubiera un milagro y al Estado se le volviera la cabeza y cambiara el rey por un Pablo Iglesias libre de compromisos, que visitara presos sin necesitar apoyo para los presupuestos… O, no sé, por un Íñigo Errejón que entendiera la pluralidad de culturas de España… Lo sé, yo tampoco me lo creo, pero por si acaso, lo escribo.

Entiendo que mucha gente en Cataluña se sienta cómoda en este ambiente. Entiendo también que muchos vivieran la mar de tranquilos durante los cuarenta años de seudodemocracia consolidada, de monarquía parlamentaria y de aquel ascensor que les prometía que si se portaban bien, algún día podrían participar del éxito de las élites extractivas. No digo que no fuera una forma posible de vida, incluso mejor que muchas otras. Por supuesto, entiendo también que mucha gente se sienta incómoda y le entren escalofríos cuando ve el nivel de zapastrocidad de los líderes independentistas. Comprendo que les dé pereza a los que piensan que la incomodidad del cambio sería peor. Por supuesto que lo entiendo.

Pero no me pidan que me eche atrás porque no puedo, siento demasiada distancia con los partidos españoles -si la siento con los de aquí, ¿no la sentiré con los de allá?- y demasiado lejos con las instituciones del Estado y con sus representantes. Los veo lejísimos, los elevados porcentajes de españoles que quisieran que se volviera a aplicar el 155, los que azuzan a jueces y policía contra los presos políticos y contra la parte mía que está con estos presos. Es verdad, en otros lugares se está peor, pero eso no es mucho consuelo, así que mientras me toque y no lo sepamos hacer mejor, pagaré mis impuestos porque me obligan, llevaré los documentos españoles porque no me queda otro remedio, y tendré que hacer portarme bien lo mínimo exigible… Pero que no me pidan más compromiso porque no lo aceptaré. Por fuerza, sí, claro, porque por fuerza todo vale, puedes zurrar a los súbditos -que por eso lo son- para impedirles votar, y puedes querer que sean, a toda costa, españoles. Pero tan por la fuerza que también parece una condena, porque lo que no se acepta con acuerdos se acepta de manera impuesta: como si la condena que piden para los presos políticos nos fuera encerrando también a todos los que pensamos como ellos. El Estado no quiere pacto, pide condenas contra los presos políticos y nos condena al resto a ser españoles.

El mientras tanto, por largo que sea, será muy incómodo o, quién sabe el futuro, incluso penoso: hay muchas formas de exilio interior, porque hemos aprendido que las raíces de este malestar son profundísimas y que los analgésicos o los paliativos no son curativos. Hay fracturas enormes, que quizás antes pensábamos que eran de milímetros. La única petición que se me ocurre hacer a los constructores de puentes -a los dialogantes bienintencionados y a los aprovechados cínicos, a ambos- es que no vuelvan a construir en falso, cuarenta años de ficción es un plazo insuperable, una pena demasiado grande. La mentira ha creado un distanciamiento tan grande que hace que hoy el compromiso con el Estado sea sólo consecuencia de la fuerza. Que se parezca a una condena.

ARA