Sin cobertura

El autor desgrana la notable Historia, dentro del Reyno de Navarra, de pueblos y valles que hoy luchan por no desaparecer

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Vista general de Aristu | Foto: Enciclopedia Auñamendi

Descubro en el muy recomendable libro Los últimos, de Paco Cerdá (Pepitas de Calabaza, 2017) el desasosegante concepto de “Demotanasia”, entendido como la desaparición paulatina y silenciosa de la población de un territorio, y con ella también de su cultura, tradiciones y modos de vida. En este caso concreto trata sobre la conocida como “Laponia del Sur”, un área conformada por las zonas montañosas de Valencia, Aragón o La Rioja, pero también por provincias enteras como Cuenca, Guadalajara y Soria, cuyos bajísimos índices demográficos coinciden con los de aquella región ártica.

También en Navarra podríamos considerar ciertamente escandinavas las estadísticas de muchos valles que luchan por sobrevivir enfrentándose al brutal proceso de despoblación que se acentuó vertiginosamente a partir de mediados del siglo XX.

A lugares como Aezkoa, Arce, Goñi, Guesálaz, Guirguillano, Ibargoiti, Izagaondoa, Lónguida, Lizoain-Arriasgoiti,Odieta, Romanzado, Unciti, los Urraules y muchos otros más me estoy refiriendo. Un cinturón de pueblos pequeños y dispersos aquejados de un envejecimiento galopante y de una escasez de servicios que hacen imposible que la situación pueda revertirse o siquiera frenarse.

 

Un habitante por kilómetro cuadrado
Baste un demoledor dato: en los 25 kilómetros cuadrados que ocupa el término municipal de Pamplona viven 201.311 habitantes. En los 137 kilómetros cuadrados de Urraúl Alto habitan solamente 156. Una densidad de 7.816 habitantes por kilómetro cuadrado en la capital, frente a otra de sólo 1’1 habitantes por kilómetro cuadrado en el valle prepirenáico. Convendrá recordar que la zona más septentrional de la Laponia finlandesa tiene una densidad de 1’9 habitantes por kilómetro cuadrado, y que en Siberia la densidad es de tres habitantes por kilómetro cuadrado.

 

Pero no siempre fue así. Hubo una época en la que hasta los reyes salían de los montes y los bosques más recónditos, y no lo hacían por haber extraído una espada de su cárcel de piedra, sino por haber sido elegidos entre iguales para defender a su tierra y a sus gentes. No, no se llamaba Arturo, sino Eneko o Iñigo, y el mayor póker de ases de la historiografía navarra nos dice que nació en Viguria (valle de Guesálaz).

Efectivamente, Garci López de Roncesvalles, el príncipe de Viana, García de Eugui y el padre Moret, los cuatro mejores cronistas del reino, afirman sin lugar a dudas que «…don Yñigo Garcia, fijo de don Simen Iñiguez sennor de Abarçuça e de Vigoria (…), e pensando a quien esleyerian por sennor suyo, no hallaron mas valiente ni mas aventurado caballero que al noble varon don Iñigo Garcia, el quoal avia vencido e desbaratado muchas veces los moros (…), esleyeron al dicho Yñigo Garcia por rey de Nabarra al quoal ficieron jurar los fueros por ellos establecidos (…), e le pusieron sobrenombre Ariesta (…), y en adelante (…) fue llamado por todos Yñigo Ariesta…»

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Panorámica de Viguria | Foto: estella.com.es

Por cierto, que en el pueblo de Viguria viven en la actualidad seis personas alrededor del imponente y arruinado palacio, supuesto solar originario del primer rey de Navarra. Y digo supuesto porque voy a atreverme a llevar la contraria a tan insignes historiadores dando crédito a otra corriente que afirma que Iñigo no nació donde dicen ellos, sino en Aristu, en lo más profundo de Urraul Alto. Un lugar alejado de todo y de todos, donde en 2014 sólo aparecían empadronados dos habitantes, pero en el que no cuesta imaginar que se alzase un rey hace más de ochocientos años, y que a su paso fuese sumando el homenaje y el apoyo no ya sólo de esos 156 moradores actuales del valle, sino de los centenares y miles que debieron ver en él encarnada la esperanza de un mundo mejor.

Si lo intentase hoy en día, sólo le seguirían el silencio y los remolinos de hojas de roble secas. Pero pocos o no, los habitantes de esos valles siempre relegados (excepto cuando hasta los propios reyes nacían allí), tienen los mismos derechos y pagan los mismos impuestos que los que vivimos en nuestras urbanizadas colmenas de hormigón. E Iñigo Aristu -nombre que a todas luces prueba el verdadero origen de nuestro protagonista- lo vería así sin duda alguna.

 

Un nombre que dota de personalidad
Confesaré, no obstante, que la razón de que me incline yo por Aristu en vez de por Viguria como cuna del primer rey, es de índole estrictamente personal, pues compartí unos cuantos años de infancia con otro Iñigo Aristu, que, si no alcanzó tanta fama como su homónimo, no fue desde luego porque no lo intentase. Y es que llevar un nombre así, evidentemente marca tu destino.

 

Y en el caso de mi compañero lo hizo, sobre todo a través de unos padres que primero escogieron semejante apelativo para su hijo, y que luego debieron dedicarse a hacerle creer que había nacido para reinar. Lo cierto es que un año llegó a nuestro colegio la comitiva del rey de la Faba, y que Iñigo, al que hasta entonces recuerdo como un alumno modelo, se obsesionó de tal forma con alcanzar la corona que, no se sabe bien cómo, consiguió estar entre los doce candidatos entre los que se reparte el rosco. Ya sólo le quedaba dar con la faba para alcanzar su propósito…

Pero el sabio Frestón o la encantadora Hurganda (otros dijeron que había sido Felipe, el bedel, a la sazón tío del finalmente agraciado) hicieron con sus malas artes que la emblemática legumbre apareciese en la boca de Francisco Legorburu, que estaba sentado justo al lado de Iñigo. Cuantos contemplamos en el rostro de Aristu la perplejidad primero, y la terrible ira después, nunca podremos olvidar lo que sucedió a continuación, pues el aspirante postergado se abalanzó violentamente sobre el recién proclamado al grito de: “¡Ladrón, ladrón! ¡Era mía, era mía! ¡Me la has robado!” y hubo que separarlos no sin gran dificultad, y gracias sobre todo a que el profesor de pretecnología era cinturón verde de karate…

Y todo esto ocurrió décadas antes de que George R. R. Martin escribiera la primera letra de su Juego de Tronos, así que yo ya no me sorprendo por nada, y hasta comprendo perfectamente que los reyes antiguos saliesen de territorios que hoy en día la ciencia considera como desiertos demográficos, pero en los cuales sigue viviendo gente con la ilusión y el deseo de permanecer en la casa de sus antepasados.

Y si no se atienden tan justas demandas, quién sabe, puede que no tarde en surgir un nuevo Iñigo Aristu, o Arista, o Haritza a quien la densidad de habitantes por kilómetro cuadrado y las estadísticas laponas no le importen en absoluto, igual que en el siglo IX.

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