¿Siempre hay que recomenzar la Guerra de Troya?

¿De qué están hechas las heridas de una ciudad? No las individuales, que cada uno se las conoce y las trata como puede, sino aquellas que desangran el cuerpo colectivo de una comunidad. ¿Hasta cuándo son visibles las heridas, si el paso de los días sólo añade incomprensión, estupefacción y parálisis? ¿De qué espesor es el silencio de las calles cuando el crimen señorea con arbitrariedad e indiscriminadamente? ¿Cómo cambia el color de las plazas, al atardecer, cuando redescubrimos que siempre nos encontramos, una y otra vez, en todas partes, en el escenario de la Guerra de Troya, soldados crueles contra la ciudad, con hombres, mujeres y niños indefensos? ¿Cómo podemos salir, por fin, de una vez por todas, del estigma de Caín, que marca nuestra especie a sangre y fuego, desde los inicios?

¿Cómo se conjura el odio que lleva a alguien a orquestar una masacre, a sangre fría y calculadora, durante meses? ¿Qué educación puede enderezar las larvas del huevo de la serpiente, cuando hacen el nido en los tejidos del cuerpo y el alma por debajo de cualquier argumento racional, privados de cualquier empatía, con la fuerza de lo inevitable? ¿Cómo se incuba el resentimiento, cómo se puede transformar en energía creativa, antes de que se convierta en veneno? ¿Cómo se bloquea el hacinamiento imparable de los recelos y recriminaciones antes de que lleven a tomar las armas contra tu comunidad? ¿Qué ciudad puede vivir con su propia sombra turbia, amenazadora, imprevisible, en cualquier esquina?

¿De qué está hecho el poder del Mal, capaz de planificar y poner en marcha una maquinaria destructiva gratuita y masiva en contra de desconocidos de los que se quiere menospreciar parientes y vida, precariedad y debilidad? ¿Qué perversa generalización lleva a condenar a la muerte sin juicio a gente de la que se ignora todo? ¿Cómo se construye la culpabilidad colectiva y universal, insoslayable, de todos los individuos que no son los que identificamos como nuestros? ¿Cómo se puede despreciar la singularidad irrenunciable de cada individuo hasta el extremo de convertir una multitud en objetivo de una destrucción indiscriminada?

¿De dónde proviene la atracción de la violencia? ¿Cómo se alimenta la voluntad de provocar muerte, cuanto más y más devastadora mejor, y cómo se puede detener, de qué manera, por qué mecanismos, con qué dispositivos? ¿Qué paraíso se puede prometer a un asesino, desde qué perversa ideología? ¿En nombre de qué principio se puede insultar a las víctimas de un crimen ontológicamente injusto?

¿Qué humanidad queda en nosotros, si eliminamos el respeto inviolable por la vida del otro? ¿Qué queda de la humanidad, cuando se viola a conciencia el principio fundador del “No matarás”?

¿Para qué sirve el Estado, si se funda en la mentira y la manipulación, si se complace en la desprotección de los que debería proteger, si se atreve a utilizar las víctimas para legitimarse y ocultar su impotencia?

¿Por qué no podemos dejar de hacernos preguntas, aunque nos cueste encontrar respuestas? Porque Judith Butler, en su libro ‘Vida precaria. El poder del duelo y la violencia’, escribió: “Si creemos que pensar radicalmente sobre la constitución de la situación actual equivale a absolver a los que cometieron actos de violencia, congelaremos nuestro pensamiento en nombre de una moral cuestionable. Pero si paralizamos nuestro pensamiento de esta manera, faltaríamos a la moral en un sentido diferente. Seríamos incapaces de asumir una responsabilidad colectiva para la comprensión acabada de la historia que nos condujo hasta esta coyuntura. De este modo, nos privaríamos de los recursos históricos y críticos que necesitamos para imaginar y poner en práctica otro futuro, más allá del actual ciclo de revancha”.

ARA