Roma, el atlas deshabitado

El poeta Joan Perelló, nacido en Campos (isla de Mallorca), nos ha regalado un poemario con uno de los títulos más nostálgicos que conozco: L’atles deshabitat. No hay nada más triste que un mapa sin vida. Un atlas deshabitado es una contradicción en sí mismo. El exiliado republicano y gran psiquiatra catalán en Venezuela Josep Solanes ya escribió que si la palabra geografía quería decir dibujo de la tierra, en una tierra sin dibujo ¿qué será aquello que se accidente y, por tanto, se señale? ¿Qué líneas representaremos sobre una tierra sin mojones, hitos ni caminos? ¿Qué destacaremos de un “desert d’amics, de béns e de senyor / en estrany lloc i en estranya contrada” como escribió Jordi de Sant Jordi? Deberíamos inventarnos un nombre para la tierra sin huella ni memoria hacia la que vamos. Parece que sólo importe el presente y, a lo sumo, el futuro. El pa­sado es quimera, olvido y desolación. Pero no siempre ha sido así. Con mucha más fidelidad que la de los seres humanos, los paisajes urbanos suelen ser fieles vínculos materiales con la historia y nos recuerdan nuestras propias cualidades. Esto pasa en Roma, donde es posible el feliz hallazgo arqueológico de una parte de nuestra identidad como miembros de los antiguos estados de la Corona de Aragón.

Primer escenario: Santa María del Popolo. Miles de turistas invaden cada día esta iglesia romana. Atraídos por los ­Caravaggio, a menudo pasa desa­percibida la tumba de Joan de Castro, uno de los cardenales con mayor poder en la Roma de la transición del ­siglo XV al XVI. Hay quien dice que­ ­podía haber sido elegido el 261 Papa de la Iglesia de Roma en el cónclave en el que fue nombrado Julio II, de la ­poderosa ­familia Della Rovere. ­Hubiera sido el tercer papa valen­ciano. De los 38 cardenales electores, 12 votaron por Joan de Castro, quien disponía del apoyo activo del rey de ­Aragón y regente de Castilla, Fernando el Católico. En aquella tumba romana todavía hoy se puede leer la procedencia del cardenal: Citerioris Hispaniae, que en aquellos tiempos equivalía a hablar de los estados de Aragón. Castro había sido nombrado cardenal en 1496 y murió en Roma el 29 de junio de 1506 a los 75 años. Obispo de Agrigento gracias al papa ­Sixto IV, su fidelidad a Alejandro VI le valió el título de gobernador militar de Castel Sant’Angelo: un valenciano al frente del magnífico y último baluarte defensivo de los estados pontificios. No siempre Castro había tenido tan alto honor. Durante muchos años fue clérigo en la pequeña ­villa de Elna, en la planicie del Rosselló, a pocos kilómetros de Perpinyà. La geografía vital de este hombre muestra el escenario de una historia olvidada.

Segundo escenario: Santa-Maria-in-Vallicella, más conocida como la Chiesa Nuova. Templo barroco del Oratorio de San Felipe Neri, acoge en el suelo, medio oculta por los bancos dispuestos sin demasiadas contemplaciones, la tumba de otro cardenal. Luis Antonio de Belluga y Moncada, nacido en Motril el 1662 y muerto en Roma el 1743. Obispo de Cartagena y de Murcia el 1705 y cardenal el 1719, Belluga reunió en su figura la condición de fundador y creador de villas en la Huerta de Orihuela, al sur del País Valenciano, y de reformador ­social imbuido de las ideas de una ­actividad agraria justa y decente. Pero Belluga fue también un feroz y te­mible borbónico. No solamente puso en pie un ejército de 2.000 soldados a las órdenes de Felipe V, sino que él ­mismo combatió en la batalla de Almansa, un 25 de abril de 1707. Virrey y capitán general del Reino de València, tuvo que exiliarse a Roma cuando las armas de Carlos de Austria triun­faron, temporalmente, en tierras valencianas.

Joan de Castro y Luis Antonio de Belluga nos muestran que en Roma, bajo las piedras o sobre sus muros, hay una historia oculta, la historia de la Corona de Aragón y de sus estados. Ilustrar el atlas deshabitado de recuerdos de la vieja capital romana debería ser cosa nuestra.

Deberíamos recuperar, como pacientes arqueólogos, las muestras de un pasado esplendoroso ligado de manera directa a nuestro pasado. El triunfo del nacionalismo de matriz ­liberal española del siglo XIX arrin­conó, como viejos bultos en la pol­vorienta habitación de la historia ­plural de las Españas, episodios como estos que, de haber sido protagonizados por súbditos de la Corona de Castilla, dispondrían incluso de alguna serie de televisión.

Coja el lector cualquier libro sobre la presencia española en Roma y encontrará nombres como Velázquez, Juan de Pareja, Juan de Córdoba, Miguel de Cervantes, Alfonso de Paradinas y familias como los Ruiz, Núñez, Ávila, Aranda, Valdés… Encontrará también referencias a “conchas de Santiago” y “leones y castillos”, pero difícilmente encontrará las estirpes y los emblemas de la Corona de Aragón. No culpemos de esto sino a nosotros mismos. La polémica sobre denominaciones (Catalano-aragonesa o de Aragón) o la gestión del asunto de Sijena, sin entrar en el fondo, han sido los últimos episodios no sólo del olvido del austracismo como teoría política posible, sino incluso de la historia compartida como ­seña de identidad. “Nunca intentes empezar por el principio. La investigación histórica avanza de forma retrospectiva, no prospectiva (…) deja que los problemas te conduzcan hacia atrás”, recomendaba un perspicaz historiador. Si esto es así, entonces nos hace falta explorar esta terra incognita de nuestro pasado para ayudar a resolver nuestro presente.

El mejor disco de este año 2018 de los premios Internacionales de Mú­sica Clásica, en su modalidad de ­música antigua, ha sido conce­dido recientemente a Quattrocento, con composiciones de la corte de la Corona de Aragón pacientemente recopi­ladas por el grupo valenciano Capella dels Mi­nistrers. En el próximo viaje que el lector haga a Roma, dedique unos minutos a visitar el alfa y omega de la Corona de Aragón: las tumbas de aquellos dos cardenales mientras ­suena de fondo la música que un día, en el siglo XV, tuvo que bailar cual­quiera que osara navegar de las costas de ­València, Barcelona o Mallorca a las tierras de Italia.

LA VANGUARDIA