Reinas

Publicado el 19 de noviembre de 2018

Núm. 1797

Quizá sea verdad que Europa es el centro del mundo sólo por la indómita y decisiva relevancia de las mujeres. O que los anglosajones son la primera sociedad del mundo porque Inglaterra se formó y creció especialmente a la sombra de dos grandes reinas, Isabel y Victoria. Sí, podríamos citar con prudencia las españolas Isabel la Católica o Isabel II; también podemos recordar a Cristina de Suecia, Catalina de Rusia o las monarcas holandesas, pero ser reina reinante parece algo muy inglés sobre todo, como nos sugieren desde la emperatriz sin corona Indira Gandhi, Thatcher o incluso Freddie Mercury. Y sin olvidar, tampoco, a Lytton Strachey (1880-1932), el gran maestro del retrato, el escritor que convirtió la biografía en un ejercicio de gran exigencia literaria y de perspicaz análisis, una experiencia útil para el lector, sobre todo desde un punto de vista íntimo. De la vida humana precisamente, de la naturaleza humana se ha de ocupar la biografía, más allá de la acumulación enciclopédica de datos. No es necesario conocer todos los detalles y chismorreos -que fascinaban a Strachey- de la vida de un personaje, sólo lo que nos puede dar sentido. Una biografía no puede ser tampoco la exaltación de una personalidad porque la hagiografía nunca resulta creíble.

Irónico, irreverente, ácido, malicioso, descarado, curioso, mordaz, implacable, y sobre todo partidario acérrimo del ‘common sense’, Strachey parece siempre convincente cuando hace elogios ya que tampoco ahorra críticas contundentes. Atormentado por el sexo masculino, escéptico ante la buena sociedad que se había cebado ni más ni menos que con Wilde, Strachey continúa el virtuosismo literario de Sainte-Beuve y vindica nuevas investigaciones de Freud -su hermano, el psicoanalista James Strachey fue su traductor y principal introductor en la Gran Bretaña-. Después de la fama y el éxito conseguidos con ‘Eminent Victorians (1918) aparecieron ‘Queen Victoria’ (1921) y ‘Elizabeth and Essex: A Tragic History’ (1928) dos biografías donde trata de comprender y comprenderse, de buscarse a sí mismo, a partir sobre todo de los hombres y de las circunstancias históricas que rodearon a las dos grandes reinas, mujeres atrapadas por un destino reservado sólo a los hombres. Probablemente, Strachey es, junto con Stefan Zweig, uno de los grandes biógrafos de la historia porque tiene la curiosidad de un hombre ahogado por un destino, por el miedo que significa vivirlo.

Victoria se llamaba Alejandrina y no estaba previsto que llegara a ser reina de Inglaterra. Strachey, hijo de la activa sufragista Jane M. Grant, encuentra curioso que la que llegó a ser la mujer más poderosa de todos los tiempos, contemplara, al final de su reinado, los primeros avances del feminismo de una manera tan negativa. Victoria es una reina inesperada, la chica romántica que tiene poco de victoriana -una idea que desarrolló más tarde Simon Schama- y que galantea con los primeros ministros a su servicio, hasta el punto de que llegaron a llamarla ‘señora Melbourne’ cuando Melbourne fue jefe de Gobierno, pero que se enamora, y de verdad, hasta la veneración, de su primo Albert, del que no quiere enamorarse. Al quedar viuda en 1861 comprende que está sola y que tal vez la soledad es el destino de cualquier ser humano, incluso de la reina de Inglaterra. Y se evade, acumulando enfermizamente objetos de todo tipo y reduciendo al mínimo su actividad política. Este es su gran acierto histórico. No haber cometido ningún error y ser muy consciente de sus limitaciones.

Algo parecido puede decirse de la reina Isabel, que no tiene ninguna calidad heroica y la historia de su reinado “perdura como grandiosa lección para melodramaturgos de la gobernanza” según Strachey. Tiene las cualidades propias precisamente del héroe: “disimulo, flexibilidad acomodaticia, indecisión, morosidad dilatoria, parsimonia”. Elisabet poco se parece a Victoria pero hay dos elementos que comparten: la profunda soledad y el vínculo entre el poder y el sexo. A Elisabet, a quien gustan mucho los hombres, parece asustada por el coito y lo elude durante toda la vida, aunque esto signifique quedarse sin heredero, debilitarse como monarca y la extinción de su dinastía. Sí, a Isabel le gusta mucho el conde de Essex, y a él le gusta mucho el poder, la erótica del poder. Essex se arrodilla a los pies de la reina pero conspira para derribarla. ¿No son los problemas de la libertad, del poder, en definitiva, los grandes obstáculos para el amor y el sexo?

EL TEMPS