Redadas

Nos hacemos viejos, da igual cuánto nos esforcemos en disimularlo. El caso es que esta semana se han cumplido ocho años de una redada policial –una de tantas– contra catorce jóvenes independentistas a los que el juez Fernando Grande-Marlaska acusaba de formar parte de un entramado criminal de violencia terrorista. Todavía conservo un recuerdo nítido de aquellos días y me parece increíble que haya pasado tanto tiempo, y sobre todo, me parece increíble que hayan pasado tantas cosas. Una madrugada de octubre vimos a nuestros vecinos, a nuestros amigos, sacados a la fuerza de sus casas por un dispositivo de trescientos policías y expuestos al escarnio de los grandes medios. El ministro de Interior, Alfredo Pérez Rubalcaba, se arrogó el mérito de haber decapitado «la cantera de ETA}. Algunos titulares celebraban la captura de catorce «cachorros» de Segi. El vocabulario represivo nunca se caracterizó por su imaginación sino por su implacable eficacia.

Me contaba Tamara Carrasco, la CDR catalana acusada de terrorismo, que cuando estaban a punto de sacarla de su casa para llevársela a Madrid le dieron la opción de cubrirse el rostro. Fuera esperaba una marabunta de periodistas. Ella me dijo que eligió salir a cara descubierta porque no tenía nada que esconder y en aquel momento me di cuenta de que la posibilidad de elección era una trampa. Si el acusado sale en volandas y protegido por una capucha, los periódicos se relamen con la estampa prototípica de un criminal, con la pieza de caza cobrada por nuestras valerosas fuerzas de orden público. Pero si el acusado elige mostrar su rostro, los periódicos se relamen igualmente con la idea de ensañarse con sus rasgos, de señalarlos como se señala a un forajido del lejano oeste e incluso de ensombrecer las facciones a base de retoques digitales llegado el caso. Hay toda una semiótica en el espectáculo de las redadas y el Gobierno lo sabe. Los fotógrafos y los cámaras no llegan a la vez que la policía por una inesperada casualidad.

El 22 de octubre de 2010, cuando Grande-Marlaska mandó arrestar a aquellos catorce jóvenes vascos, ETA llevaba más de siete meses inactiva y los servicios secretos del Estado conocían la intención de sus militantes de abandonar las armas y disolver las estructuras. Tras el fracaso de las negociaciones de 2006, el Ejecutivo de Zapatero no estaba dispuesto a aceptar un fin voluntario y unilateral. El objetivo era escenificar una derrota policial y el método consistía en multiplicar las redadas, promocionar el espectáculo, convertir los arrestos en carne de telediario sin importar cuántas cabezas de turco se llevaran por delante. Decenas de personas fueron detenidas en aquellos años con acusaciones que más tarde se demostraban infundadas. Pero si los titulares incriminatorios ocupaban las primeras planas de todos los periódicos, las liberaciones y absoluciones posteriores apenas merecían un breve en la sección de fe de errores. Al fin y al cabo, la doctrina garzoniana del todo es ETA había calado hasta los huesos en la opinión pública española y el silencio o la aprobación de los votantes estaban garantizados.

Durante cuarenta años, la perspectiva de terminar con ETA por la vía policial se había demostrado infructuosa y no ha habido un solo gobierno que no haya fantaseado con escribir en los libros de historia el capítulo definitivo de un final dialogado. Lo intentó Adolfo Suárez con ETA militar y ETA político-militar en Ginebra a cambio de una liberación de presos y un retorno de refugiados. Lo intentó Felipe González una y otra vez en Argel. Lo intentó José María Aznar, que llegó a acercar a 190 presos, concedió 42 terceros grados y diseñó un plan de retorno para 304 refugiados. Lo intentó de nuevo José Luis Rodríguez Zapatero en Oslo y Ginebra. Pero a falta de paz negociada, alguien pensó que sería buena idea boicotear la paz voluntaria, mejor con una salva de redadas. Así fue como Baltasar Garzón fulminó Bateragune y envió a prisión a cinco dirigentes de la izquierda abertzale. Seis años después, el propio Garzón reconocía que Arnaldo Otegi no debía estar preso.

De aquellos tiempos de redadas juveniles queda una buena colección de episodios traumáticos, de detenciones incomunicadas, de denuncias de tortura, además de un buen puñado de años de prisión provisional y gratuita en cárceles dispersas por toda la geografía española. «Me hacían preguntas y si no contestaba lo que querían oír me daban bofetadas y patadas», dice Jon Ezeiza. «Me tocaron los pechos. Recibí golpes en la cabeza, en la espalda y puñetazos en la tripa», dice Garazi Autor. «Si no contestaba a sus preguntas me pegaban, me obligaban a hacer ejercicios físicos y me desnudaban», dice Oihana López. «En Canillas viví el infierno», dice Egoi Irisarri. «Me estrujaron tanto los testículos que parecía que me los iban a hacer papilla», dice Ibai Azkona. Cuando en 2014 la Audiencia Nacional absolvió a cuarenta jóvenes acusados de pertenecer a Segi, el fallo señalaba que las declaraciones autoinculpatorias de las comisarías fueron extraídas en el «espacio de suspensión de derechos» de la incomunicación. La sentencia también reprocha que Grande-Marlaska interrogara a los arrestados sin la presencia de su abogado.

De aquel festival de redadas queda además la evidencia de que el Estado administraba las detenciones a través de listas negras, es decir, mediante nóminas secretas de militantes políticos que podían ser detenidos y acusados a conveniencia y de acuerdo a los intereses propagandísticos del gobierno de turno. La joven navarra Garbiñe Urra, que tenía la sospecha de integrar una de aquellas listas, se ofreció a declarar ante Grande-Marlaska en dos ocasiones. El juez rehusó recibirla. El plan era arrestarla después en una vistosa y mediática macrorredada junto a otros 33 jóvenes. En su testimonio relata amenazas de muerte y tocamientos durante la incomunicación. Dice que desde su sala de interrogatorio se escuchaban los gritos de los otros detenidos. También engrosaba las listas negras Itxaso Torregrosa, que ya había anunciado en público su voluntad de testificar. El plan de Grande-Marlaska, en cambio, era hacerla pasar por el torturadero de la detención incomunicada. La joven se desmayó varias veces en pleno interrogatorio. Para rizar el rizo, la Policía Nacional arrestó de nuevo a Torregrosa en 2016 a causa de un mural en el que se podía leer la palabra «tortura». La impunidad elevada a patrimonio cultural.

El tiempo nos demuestra que la vida está llena de ironías y de giros de guión. Hace ahora ocho años, ante los indicios de que se estaban gestando nuevas redadas contra jóvenes vascos, viajé a Bruselas junto a otros compañeros con el propósito de dar repercusión internacional a la denuncia. En las oficinas del Parlamento Europeo nos recibió un político gigante y bonachón llamado Oriol Junqueras. Le explicamos en unos minutos cómo estaba funcionando la maquinaria represiva del Estado. Ahora es él quien está preso. Hace ahora ocho años, el ministro de Interior Rubalcaba aplaudía las redadas indiscriminadas del juez Grande-Marlaska e ignoraba las denuncias de tortura. Ahora es Grande-Marlaska quien ocupa la silla de ministro de Interior. Hace ahora ocho años, Patxi López gobernaba en la Comunidad Autónoma Vasca y Yolanda Barcina se preparaba para gobernar la Comunidad Foral Navarra. Ambos se han precipitado por el desagüe de la historia. Han pasado ocho años y por el camino han saltado algunos puntos de sutura del bloqueo informativo y cada vez más gente se pregunta cuántos altsasus nos han hecho tragar con el pretexto de la lucha contra ETA.

Nos hacemos viejos. Han pasado ocho años y han cambiado muchas cosas desde entonces. Otras, sin embargo, permanecen enrocadas en la insensatez y en la razón de la fuerza. Y es que el tiempo es el mismo pero no pasa igual para todos.

Naiz