¿Queremos acabar los independentistas como el 15-M?

Pablo Iglesias hizo famosa la frase. En aquel congreso de Podemos, cuando parecía que todo era posible, dijo: ‘El cielo no se toma por consenso, sino por asalto’. Y con esa frase ilusionó a cientos de miles de personas, haciéndoles creer que tenían la revolución al alcance de la mano si les votaban.

La frase en realidad era un eco mal leído de una frase de Marx, que, como tantas cosas en nuestra vida, se puede trazar hacia atrás hasta llegar a la mitología griega y que es más que probable que Marx copiase de un conocido texto de Friedrich Hölderlin.

En una muestra más de la indigencia intelectual de la política de hoy en día, Iglesias convirtió en un eslogan para el triunfo lo que de hecho es una metáfora del fracaso. Basta leer el ‘Hiperión’ para entender que Hölderlin en realidad nos dice que asaltar el cielo es un absurdo porque allá arriba sólo hay el vacío. Pero también porque la violencia que implica asaltar el cielo de una manera rápida puede pervertir los ideales en los que él creía: la libertad y la justicia. Iglesias también se descuidó, dejémoslo así, de explicar que en el libro de Hölderlin el asalto al cielo acaba con sus protagonistas matándose unos a otros. Y no puedo negar que la escena no sea premonitoria de la situación de la izquierda caviar española.

El asalto al cielo de Pablo Iglesias, hoy ya lo sabemos, no fue un ataque final, estructurador del 15-M, para cambiar la vida política de España, el régimen. Hoy esta lectura no se sostiene y ya no se la tragan ni siquiera los militantes más fanáticos de Podemos. El partido de Pablo Iglesias es hoy un partido normal, profesional, el más interesante de todos, pero normal, al fin y al cabo. Y el 15-M, como proyecto de revolución de las plazas contra el régimen, ha desaparecido totalmente. Lamentable y tristemente.

Sin embargo, la lección no es banal para el independentismo. En absoluto. El independentismo ha sido, como lo fue el 15-M, un movimiento basado en la calle. En la movilización popular. Los partidos no estaban detrás del referéndum de Arenys de Munt ni de la sorprendente manifestación del 11 de septiembre de 2012. Ni la Convergencia entonces ni siquiera ERC vieron venir aquella ola de indignación. La CUP, refugiada en las candidaturas locales, sabía mejor lo que pasaba y, si acaso, lo que acabó siendo ‘Solidaritat’ era quien entendía mejor la dimensión del proceso -que el ego de López Tena acabara destruyéndolo todo, aun a él mismo, es otra historia que hoy no viene al caso-.

Toda la gran batalla de esta década ha sido entre el partidismo y la calle. Lo hemos contado un millón de veces. En la calle, cuando nos hemos cogido la mano, cuando hemos alzado una pancarta, nunca hemos preguntado qué vota el que tenemos al lado. Y la fuerza de la calle, y sobre todo de la ANC, ha sido tan firme que no sólo ha evitado la batalla partidista sino que ha sido capaz de crear ese milagro que fue Juntos por el Sí, la coalición, evidentemente irrepetible, que nos llevó a declarar la independencia.

La tensión entre el mundo convergente o postconvergente y ERC no se aplacó por eso. La gestión del gobierno Puigdemont-Junqueras fue casi imposible, pero la presión de la calle, el trabajo excelente -y que no agradeceremos nunca suficiente- de los independientes de Juntos por el Sí y la dignidad de unos cuantos dirigentes clave de ambos partidos nos llevó a la cumbre, a aquella jornada fundacional del primero de octubre y a la proclamación de la República. Con una situación que sería cómica si no fuera tan dramática, en el último momento. Porque supongo que todos somos conscientes de que la República se proclamó, también, porque los unos por los otros nadie quería asumir el papel del cobarde que le impidiera ganar las siguientes elecciones… ¡de la autonomía española!

Así fue y así de desastroso es todo lo que hemos vivido después, salvo lo que estaba en las manos de la gente: las extraordinarias manifestaciones de la calle de la Marina y de Bruselas, el resultado monumental del 21-D, las manifestaciones ante las prisiones, la respuesta a las provocaciones de Ciudadanos, el Once de Septiembre reciente. En contraste con ello, los dos grandes partidos han optado por la politiquilla. No en todo, es cierto y sería injusto meter en el mismo saco a todos y alimentar el antipartidismo. No podemos eludir, por ejemplo, que las bases de Esquerra recuperaron la unilateralidad, en un gesto que implicaba tumbar la ponencia oficial, en aquella conferencia nacional del junio que la cúpula del partido ya ha hecho todo lo que ha podido para olvidar. Y eso era dificilísimo. Y las bases convergentes se insubordinaron contra el pacto de despachos que había convertido su congreso en un espectáculo lamentable. Son gestos muy notables y muy de agradecer y que nos hacen pensar que un relevo claro en los dos grandes partidos sería muy positivo. Y junto a ello es evidente que el hecho de que los exiliados y sus abogados hayan luchado ferozmente para abrir un camino complicadísimo, el único que puede frenar la locura represiva española, es determinante. Y está la firmeza de la CUP, que no quiere sacar provecho partidista del momento. Y las gestiones subterráneas e imprescindibles de algunos consejeros de ERC y Juntos por Cataluña, de determinados miembros de sus grupos parlamentarios, que siempre se esfuerzan por construir puentes, contra sus ‘pabloiglesias’. Y está el papel del presidente Torra, que yo creo que hace todo lo que humanamente puede y sabe para mantener abierta la vía del respeto al mandato democrático del referéndum de autodeterminación.

Con los matices que hay que resaltar, pues, el contraste es evidente. Victorias en la calle y derrotas encadenadas en el parlamento y en la vida política en general. Cuando el 30 de enero el president Torrent decidió que Carles Puigdemont no sería elegido presidente, a pesar de lo que la población había votado y el pacto que la había llevado a la presidencia del parlamento, ya se debía haber terminado la legislatura de repente. Pero Juntos por Cataluña y el president Puigdemont mismo, que había prometido volver y no lo hizo nunca, lo aceptaron de una manera incomprensible y se añadieron así a este juego desconcertante que ahora podría acabar con Llarena decidiendo quién es diputado y quien no; moviendo los hilos del Parlamento de Cataluña como si fuera un títere suyo y no el santuario de la soberanía nacional.

Y mientras pasa esto ya se ve que Juntos por Cataluña o como se llamen ahora y ERC tienen en mente no hacer la república enseguida sino ganar las elecciones municipales y europeas, formando parte de España. Alerta: ganarse entre ellos. Sobre todo esto. Ver quién obtiene la hegemonía dentro del independentismo.

El último episodio -y que me parece muy esclarecedor- lo hemos presenciado estas últimas horas, a raíz del cambio de Alfred Bosch por Ernest Maragall en Barcelona. Supongo que no habría que explicarlo, pero como ya oigo a los fanáticos antes de que empiezan a hablar lo diré todo, un ‘disclaimer’. Conozco a Alfred Bosch desde los años ochenta hasta ahora y siempre lo he visto trabajar con un esfuerzo y con una honestidad admirables. Y tengo en una altísima estima a Ernest Maragall, con quien he compartido muchas ideas y proyectos hace años. No sólo eso. Dije, dejé por escrito, el 20 de junio en este mismo espacio editorial, que pensaba que la jugada más inteligente del independentismo sería regalar la alcaldía de Barcelona a ERC. Porque este partido está en mejores condiciones que nadie y porque creo que está herido por el resultado del 21-D y necesita un gesto de los postconvergentes en el sentido de que un pacto no es una manera de aprovecharse de ellos para salvar la piel. Lo dije y lo mantengo.

Dicho y aclarado todo esto, y en espera de los insultos de los que siempre leen lo que quieren y no lo que tú escribes, las cosas que he visto desde que se empezó a saber que pasaría esto que ha pasado me preocupan mucho. Porque es obvio que esto es un pacto de despachos que fulmina, en la forma más antigua, la decisión de las bases. Algo terrible, aunque previsible. Ni ERC ni Juntos por Cataluña han entendido que los movimientos políticos ya no son ejércitos con generales que dan órdenes y soldados que obedecen. Qué le vamos a hacer.

Luego resultó que el sábado Ernest Maragall hizo unas declaraciones ambiguas, que se podían interpretar de más de una manera. Se podía leer entre líneas que estaba dispuesto a hablar, al menos a hablar, con los otros partidos independentistas. Varios medios, muy diferentes entre nosotros, titulamos así la noticia. Pero enseguida el aparato del partido se movilizó para dejar claro a los periódicos, llamándonos, de que no hay nada que hablar, salvo unirse a ERC. ERC debe ganar sea como sea. Y Maragall lo afirmó, ya en unas declaraciones disciplinadas, ayer.

No voy a entrar en la polémica absurda sobre si ERC tiene el derecho de ganar las elecciones o no, de ganarles a los postconvergentes. Está claro que lo tiene. ¿Quién lo puede dudar? Ni siquiera discutiré ahora si el entorno del PDECat cada vez que habla de lista unitaria hace trampa a su favor. Creo que hay una generalización abusiva, pero en el caso concreto de la alcaldía de Barcelona, ​​y en más casos, tiene sentido. Ni siquiera describiré la desolación que causa ver los dos partidos preparándose para ganar unas elecciones españolas en mayo, en vez de volcarse al cien por cien a hacer efectiva la República. De todo ello, podemos hablar otro día y largamente. Hoy sólo quería llamar la atención del lector sobre el asalto al cielo que parece haberse convertido en la única obsesión de algunos tras el resultado del 21-D. Y quería recordar que este asalto al cielo puede significar, en beneficio de unos cuantos, matar las plazas y las calles como lo hizo Pablo Iglesias. Abandonarlas, dejarnos inertes.

Dos aclaraciones finales. Si esto lo quiere la mayor parte de la gente hay que respetarlo y punto. No se puede hacer ninguna revolución si la gente no lo quiere, el mesianismo es demasiado peligroso ni siquiera para intentarlo. Pero la segunda: depende de todos que consigan dejarnos inertes o no, no se ha escrito que lo consigan aunque lo deseen. Pero tampoco es tan fácil como anunciar unas primarias cualesquiera. Como nos enseñó Arenys de Munt o la Vía Catalana, hay que ser muy buenos, mucho, y hacerlo muy bien y con mucho riesgo para acorralar la política profesional. Y, en este caso, creo que la ANC tiene hoy las credenciales y las garantías para poder controlar y revertir, incluso en Barcelona, ​​el asalto de la política profesional al proceso. Pero es necesario que lo haga de maravilla. Esto que tantas veces -la última, el Once de Septiembre pasado- ha hecho.

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