Presidente Llarena

Los antiguos romanos, cuando un general regresaba victorioso y desfilaba ante el pueblo de Roma, montado en su carro de guerra, le ponían un esclavo que le murmuraba al oído: «Recuerda que sólo eres un hombre». Una sabia tradición con un mensaje clarísimo: que no se te suban los humos a la cabeza.

Los actuales dueños del poder madrileño, y toda la orquesta pagada que canta sus alabanzas, le vierten al oído de su magistrado preferido un veneno mucho más agradable: «No olvides que tú eres el salvador de España».

En ti tenemos puestas todas nuestras esperanzas. Confiamos ciegamente en tu capacidad de dirigir a los policías, fiscales, periodistas, carceleros, diplomáticos y espías: tú nos llevarás a la victoria. Tú, con tu puro y tu gin tonic, con tu perfil de senador romano y tu excelsa ciencia jurídica, tu eres el «rompeolas de Todas las Españas». Tú eres el hombre providencial que necesita Su Majestad el Rey de los Madrileños, el hombre que tiene tanto miedo de acabar en el paro que es incapaz de hacer de rey de todos los españoles, el hombre al que, en las largas noches de la Zarzuela, se le aparece el fantasma de Cuba, de 1898 y de su bisabuelo Alfonso XIII huyendo por piernas.

Tú, Llarena, eres el auténtico presidente.

Esto es lo que le repiten. Y le gusta escucharlo, porque él, por mucho que tenga antepasados sediciosos, está tocando la gloria con la punta de los dedos. Él, el hombre que juró defender la Constitución, estaba llamado a defenderla a cualquier precio, incluso pervirtiéndola y destrozándola. No imaginaba que un día España le llamaría, pero estaba preparado, como diría Rubalcaba, porque el Estado español paga el precio. Sobre todo, claro, si lo paga alguien, el pueblo de siempre, el pobre pueblo español, el que paga todas las facturas y encima aplaude con entusiasmo.

En Madrid le ríen todas las gracias. Es su «martillo de herejes», el gran inquisidor. Tiene todo el Estado a su disposición. Puede hacer lo que quiera con las leyes, puede meter en la cárcel a quien quiera. Incluso puede jugar a presentarse como víctima, pobrecito.

De Llarena y de Felipe VI depende, hoy por hoy, la sagrada unidad de España y el castigo purificador, ejemplar, que tiene que acojonar a los catalanes por los próximos cincuenta años. Como los bombardeos de Espartero o de Franco. Ya saben: no liquidarán el problema, pero será para ir tirando. Este es su objetivo.

Pero los mismos que ahora lo tienen en un altar, convertido en un padre de la patria, un día lo dejarán en la estacada. El primero será Rajoy. Mariano, como ya ha hecho Montoro, lo dejará con el culo al aire el día que más le convenga a él y a la casta que se ha apoderado descaradamente de España.

Llarena no lo sabe, y Felipe VI tampoco, pero no son más que fusibles. No hay «presidente Llarena» como no hay «rey Felipe». Todos son eméritos, personajes prescindibles en manos de una casta decidida a exprimir al máximo a España y retener Cataluña a cualquier precio. Hasta que explote. Saben que estallará, por eso sólo están ganando tiempo. Y cuando llegue el momento, dejarán caer los peones.

A Llarena se lo llevará la riada, la misma que él ha puesto en marcha: será devorado y sacrificado sin contemplaciones. Lo mismo le pasará al rey: la casta madrileña, el núcleo duro financiero, político y mediático, sólo lo mantendrá mientras sea un muñeco útil para sus intereses, una pantalla. Pero si no sabe conseguir el amor y la admiración de su pueblo, si no tiene la más mínima empatía ni simpatía, imprescindibles para que funcione el gran engaño, si no es capaz de convertirse en un rey de verdad y no pasa nunca de ser un alto funcionario, los republicanos de derechas siempre preferirán, sin duda, un Aznar presidente de la República española que una familia de borbones ineptos.

Este es el juego de fondo, la gran apuesta que hay detrás de la crisis catalana. Un juez que hace de presidente mientras otros mueven los hilos, un rey que no tiene proyecto ni madera de rey, una casta que sabe que tarde o temprano perderá Cataluña pero no está dispuesta a perder España. En este triángulo se jugará la partida en los próximos años, con una Europa ausente, preocupada por la deriva de su frontera sur. Pero mientras tanto, seguirán llamándole presidente a Llarena y rey a Felipe, hasta que un día, cuando ya no sirvan, los dejarán caer y pasarán página.

EL MÓN