¿Por qué se conmemora una tragedia?

Más allá de las retóricas que acompañan las conmemoraciones de las tragedias sociales -o si se quiere, más abajo-, hay unas lógicas sociales que explican su funcionalidad, el para qué sirven. Insisto en que es un tipo de análisis que se sitúa al margen de las buenas intenciones y de las buenas palabras habituales en estos casos. Y también al margen de los intentos de manipulación malévola de la emoción que provocan.

En una concentración de estas características se suele decir que se participa para mostrar solidaridad con las víctimas, o para que nunca más vuelva a pasar, o para defender la paz y la buena convivencia entre todos los pueblos del mundo, también para demostrar que somos un país acogedor o para homenajear a los héroes que intervinieron en las operaciones de socorro. Y, por supuesto, que no es el día de ‘politizar’ un acto lleno de buenos sentimientos colectivos. Nada que decir: no pretendo discutir qué sienten, piensan o dicen las personas. Mi intención es mostrar que hay otro plano de realidad, más allá de la conciencia social e individual, que permite interpretar determinados comportamientos grupales como este de los rituales sociales que se hacen cuando ha habido un drama social, sea la muerte violenta de una persona -especialmente si cae dentro de los crímenes llamados de género-, o una catástrofe natural, o un accidente con muchas víctimas o, como ahora con el 17-A, un atentado de naturaleza político-religiosa.

Sin voluntad de ser exhaustivo, se pueden considerar tres grandes funcionalidades de las conmemoraciones de las tragedias, y les añadiré dos más que, oportunistamente, les suelen ir asociadas. En primer lugar, los rituales sociales en contra de las tragedias sirven para exorcizar la conciencia que tomamos, momentáneamente, de la vulnerabilidad del mundo en que vivimos, y particularmente de nuestras vidas. Nos negamos a aceptar hasta qué punto la vida que tenemos es precaria y que somos víctimas potenciales de enfermedades graves, accidentes fortuitos, altibajos familiares, comportamientos agresivos de personas desequilibradas… Queremos pensar que todo es controlable, y sobre todo, que el Estado lo puede controlar todo. Que si alguien es captado para cometer un atentado criminal, el Estado ha fallado porque debería haberlo evitado, anticipándolo, bien sea con la escuela, los servicios sociales, la policía, la delación ciudadana… Los rituales sociales de exorcismo del mal, pues, están al servicio de la expulsión de la inseguridad y la incertidumbre de nuestras vidas.

En segundo lugar, y para completar esta primera lógica restauradora, las conmemoraciones sirven al Estado para exhibir su capacidad de recuperación y restablecimiento del control de la situación. Sólo hay que estar atento a los temas principales de los informativos especiales y las declaraciones de estos días para ver cómo lo más relevante es demostrar que todo vuelve a estar bajo control, y si es que todavía hay algún hilo suelto, algún fleco no resuelto, algún aspecto oculto a la opinión pública. De hecho, un acto de conmemoración como el del 17-A es un acto político por excelencia, una ‘cuestión de Estado’, y por eso estaban desde el rey al último presidente de comunidad autónoma y de partido español. Y si ha habido algún conflicto, ha sido para saber quién era el propietario legítimo del espacio que ocupaba y cuál era la institución que, en última instancia, tenía realmente el control de la situación. El enfado de las instituciones estatales en la primera reunión al día siguiente del 17-A cuando el consejero Joaquim Forn ya percibió que tendría graves consecuencias, tiene que ver con este hecho: el año pasado, el gobierno de Cataluña y los Mossos fueron quienes fueron los dueños de la situación. Y esto todavía tiene encabritados a los representantes estatales, y ahora se trataba de recuperar el terreno.

En tercer lugar, como resulta que la experiencia de desorden, de descontrol y de vulnerabilidad tienen efectos sociales disgregadores, los rituales intentan reforzar los sentimientos a favor de la cohesión social y la confianza en los otros anónimos. La exacerbación emocional a base de hacer hablar a las víctimas directas e indirectas y hacerles revivir los hechos y las muestras de solidaridad recibidas; el mostrar las heridas aún abiertas pero que se van curando con el tiempo; la exhibición de las expresiones afectivas entre hipotéticos adversarios o las declaraciones de quienes han vuelto a la normalidad, todo a favor de suturar posibles fracturas causadas por aquella ruptura.

Hay también dos funcionalidades, si no espurias, como mínimo oportunistas -dicho sea sin connotaciones morales a lo que es la lógica social central de la conmemoración. Una, es el aprovechamiento mediático de la rememoración de los hechos que, mientras ayuda -a menudo con una docilidad incluso empalagosa- a difundir los mensajes institucionales y políticamente correctos, también da la oportunidad a todo un grupo de profesionales para reivindicar su espacio como reconstructores legítimos del orden agrietado. Los de mi gremio estamos particularmente presentes, valga la autocrítica. Las demandas de más políticas sociales y de más profesionales, con el correspondiente incremento del presupuesto social, no puede faltar. ¿Seguro que estos atentados fueron consecuencia de fracasos en las políticas sociales? Yo creo que no, pero esta es otra cuestión que ahora no puedo tratar con brevedad.

Finalmente, la segunda utilidad espuria de estas conmemoraciones es la de la propaganda ideológica. Los discursos ingenuamente multiculturales -Manuel Delgado nos podría ilustrar con detalle sobre su papel político-, o el pseudocosmopolitismo fundamentado en la diversidad de orígenes forasteros de las víctimas -aquí, el turismo es útil-, se convierten en el núcleo duro de esta propaganda. Una propaganda envuelta con la candidez de canciones tan edulcoradas -por no decir pueriles- como el ‘Imagine’ de John Lennon, o aquello tan inocente de ‘mi casa es su casa si es que hay casas de alguien’, de Sisa.

Acabaré con una última observación: poner en evidencia estas lógicas sociales no significa menospreciarlas, aunque generalmente se apoyan en el autoengaño. Son necesarias para mantener un determinado orden social e incluso psíquico. Alguien puede decir que hacer el duelo por la muerte de un ser querido ni te lo devuelve, ni evita que todos tengamos que acabar muriendo. Pero necesitamos mecanismos sociales y psíquicos para restaurar el orden de cada día cuando éste se rompe. Y recurrimos a religiones, filosofías o ideologías diversas -y a sus ceremonias correspondientes- para conseguir serenarnos, bien sea para desahogarnos, bien para resignarnos a ellas, y en definitiva, para pensar que todo vuelve a estar en orden y que podemos volver a nuestra vida de cada día.

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