Políticamente maduros

Me atrevo a creer que sí, que tenemos la fortuna de ser un país políticamente maduro. De una madurez, es cierto, todavía desigualmente distribuida. Y de una madurez ganada, últimamente, a golpes de porra, cárcel y exilio. De hecho, lo hemos logrado superando dificultades, como la mayor parte de las maduraciones personales. Ya lo decía la pedagoga María Montessori: “Cuando ahorras a un niño un esfuerzo que él podría hacer, estás impidiendo que crezca”. Y a fe de Dios que, desvelados de la infantil pesadilla autonomista, hace años que estamos creciendo a base de enfrentarnos al desafío más grande imaginable de toda nación: su emancipación política.

Precisamente, en 2008 el gobierno del tripartito presentó el informe ‘Actitudes políticas y comportamiento electorales’, dirigido por el entonces ya exconseller Josep Maria Vallès. Había preocupación, decían, por una supuesta desafección política creciente, constatada por un incremento de la abstención y el voto en blanco, o por la tendencia a la creación de plataformas reivindicativas al margen de los partidos, entre otros factores. Discrepé del mismo: el problema no era la desafección de los ciudadanos respecto a la política, sino la de la política institucional hacia los ciudadanos. Y opino que lo ocurrido desde finales de 2006 lo ha corroborado. En Cataluña cada vez más gente se ha tomado la política por su cuenta. Y eso hasta el punto de forzar, de abajo hacia arriba, un cambio político que, no hace falta decirlo, a las fuerzas conservadoras tanto de derecha como de izquierda se les hace tan insoportable que les ha hecho sacar el autoritarismo más agresivo que llevaban dentro escondido.

¿De qué hablo, pues, cuando digo “madurez política”? Primero, pienso en un ciudadano cada vez mejor informado y más crítico. Segundo, tengo presente el incremento exponencial de la conversación política en la calle: las tres ancianas que salen de la primera misa hablando de los exiliados; la enfermera del CAP que te confiesa en voz baja su inquietud por los resultados -“Que no me escuche la de C’s, que está muy agresiva”-, o la dependienta de la pastelería enfadada por la última provocación autoritaria del Estado. Tercero, hablo de unos niveles de participación tan elevados que hacen sonrojar a las precarias y voluntariosas políticas participativas institucionales. Cuarto, hago referencia a este nivel de conciencia democrática que explica tanta indignación en la calle frente a la vulneración de los derechos básicos. Y quinto, pienso en la pasión con que se vive la política, una pasión hipócritamente escarnecida por los que añoran el regreso controlado a la mera negociación racional y opaca de intereses, tapada con un poco de comedia sólo útil para un pueblo políticamente indiferente. Que digan lo que quieran: no hay compromiso político si no hay implicación emocional.

Lamentablemente, todavía hay muchos análisis periodísticos rutinarios que, por ignorancia o mala fe, se limitan a observar los movimientos de los partidos convencionales y los líderes hechos a la antigua. Siempre ha sido más sencillo -y más previsible- especular sobre las intenciones de este tipo de política a partir de los intereses “objetivos” que debían gestionar. En cambio, prever la reacción de una ciudadanía democráticamente madura es más complicado, más imprevisible, más oculto en las encuestas, más condicionado al conocimiento de dinámicas sociales que no salen en los medios de comunicación. ¿Cuántas veces no se ha confundido una emergente y férrea voluntad con un soufflé? ¿Cuántas veces no se ha decretado la muerte de lo que brotaba con fuerza? ¿Cuántas veces no se ha anunciado la inminencia de una gran frustración allí donde se incubaba la más virtuosa de las fortalezas?

Un pueblo maduro es el que entiende aquella gran paradoja de G.K. Chesterton: “¿De qué sirve decir a una comunidad que tiene todas las libertades excepto la libertad de hacer leyes? Es la libertad de hacer leyes lo que constituye un pueblo libre”. Pues bien: es este deseo maduro de libertad, es decir, de autogobernarse y de hacer las propias leyes, lo que nos debe permitir recuperar toda la confianza y toda la esperanza en nosotros mismos.

Y sí: pasado mañana sabremos si esta madurez es poca o mucha.

ARA