Patria. La gran novela fallida

Patria, de Fernando Aramburu, ha sido la novela más vendida en castellano por Sant Jordi y, desde entonces, me parece que ha cosechado todavía otro premio. En todo caso, acumula ediciones, lectores y elogios. Comentando esto con un amigo, favorable por completo al libro, le decía que me parecía una novela tramposa. Y él me replicó: si no te gusta, ¿por qué no lo argumentas? Pues hagámoslo.

Patria (Tusquets) quiere ser una descripción desgarradora, alargada en el tiempo, del efecto de la violencia sobre la sociedad vasca. Del efecto moral de la violencia. Y sobre todo pretende enseñar las dos partes del conflicto, a través de un grupo de personajes organizados en dos núcleos familiares, el uno abertzale, el otro digamos víctima. El pilar de cada núcleo es la madre, la mujer. Dos mujeres, pues, separadas por la opción política –que va incluso más allá-, que habían sido amigas de pequeñas. Una metáfora, que es fácil adivinar que se ha traducido en la realidad más de una vez.

Pero se trata de una novela y, por tanto, los personajes deben tener vida y carne y avatares. Son dos familias complejas, con experiencias humanas -vocación, amor, relaciones complejas-, entre las que se cuela, como no podía ser de otro modo, el estigma de la separación, en la forma de conflicto de identidades, de lengua, de respuestas . Todo parece contaminado. Es lo que pretende el autor. Está bien descrito el ambiente de vigilancia y suspicacia, de presión sobre una parte de la sociedad a la que se hace sentir intrusa, de peligro constante, de ofensa: seguramente eso era el típico territorio “enemigo”. La novela, que tiene una estructura densa, construida a partir de escenas, salta de una cosa a la otra, va adelante y atrás, despliega una cierta filigrana literaria (no del todo agradable, pero esto va a gusto del lector). Ahora bien, si todo esto es lícito y es aceptable, vamos por la trampa.

Que consiste en degradar moralmente el mundo abertzale. La familia que tiene un miembro de ETA es primitiva y mezquina, amarga; no tiene convicción sino mimetismo con el ambiente cerrado de una población cercana a San Sebastián. No hay razones sino fanatismo. Hay un trato áspero entre parientes y amigos, hay abuso de autoridad, hay falta de amor. La familia “víctima” -el hijo etarra mata o participa en el asesinato del marido de la mujer protagonista-, por el contrario, es mucho más humana y consistente: la podemos entender, podemos hacernos una idea de qué siente, qué busca , qué necesita. Se puede empatizar con ella. La madre del etarra es una mujer sin horizonte ni lucha, que va como un autómata de la “mani” por los presos a la visita de la prisión lejana, al gruñido del marido y la crueldad para con la hija incapacitada. Es un monstruo sin sensibilidad. Peor aún: este es un mundo sin solidaridad, que es una palabra clave y vertebradora del universo abertzale.

Y el mundo abertzale es un mundo de fanatismo sin ideología ni razones. Es cierto que el autor concede un espacio a las torturas de las sórdidas cuarteles legendarias, pero el mundo de la cárcel es un mundo sin norte y, sobre todo, sin razones. Afortunadamente, el universo etarra ha evolucionado, alejándose de la violencia y tratando de construir vías democráticas, pero difícilmente un militante, sea cual sea su trayectoria interior, reniegue del pasado. Lo puede aparcar, cuestionar, rebatir internamente, pero siempre queda el poso de “es lo que tenía que hacer”, un cierto heroísmo, un compromiso. No estoy justificando la violencia, esto queda lejos de mi intención: estoy diciendo que un autor que se plantea la ambición de Aramburu tiene la obligación de entender lo que describe. La estúpida frivolidad que el autor atribuye a los etarras que, en un momento, de repente, dicen ¡puf! ha terminado, he tirado mi vida, no es coherente. Y si no sabe transmitir la verdad de esta terrible experiencia, es que no ha entendido nada. Y esto es particularmente grave en una novela dual, que quiere poner de lado los dos mundos enfrentados. Pues resulta que uno de los dos es falso.

Y eso pasa también con el contexto. Estamos a años luz de las sutiles descripciones de un Bernardo Atxaga, que te permite entender la calidad de una respuesta (armada) que, quizá sí que era inútil -la lucha armada siempre acaba siéndolo-, pero tenía un arraigo en la conciencia vasca, al menos en el origen. Para entendernos, cuando lees la novela no tienes ninguna duda de que el autor ha tomado partido por un lado de esta sociedad escindida y que los “suyos” son las víctimas. Noble opción, y legítima, pero que lastra la novela en su capacidad de entender la sociedad vasca y, por tanto, establecer los puentes que deberán reconstruir una convivencia que aún tardará. Sin el necesario equilibrio entre los dos mundos, que no está por ningún lado, el gesto final de buscar y pedir el perdón es banal y de más. No se trata de perdón, sino de entender lo que ha pasado, lo que es herencia y lo que es sentencia. Y, por cierto, la política no asoma por ninguna parte, y la política ha jugado un papel fundamental en el conflicto vasco. Faltan, así, elementos.

Esta es una novela “constitucionalista” que no se sitúa en la órbita de ningún partido concreto -pero sí de un bloque concreto- y que defiende la superioridad moral de las víctimas, lo que el autor ha remachado en alguna entrevista . Por tanto, no es una indagación, sino un juicio de parte, que puede resultar atractivo u opresivo, según se mire, pero que no va al fondo de la verdad. Que vende lo que no es. Que tengo la sospecha de que el autor no ha querido que fuera.

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