¿Para qué se quiere el poder?

El conflicto España-Cataluña es sobre el poder, su adquisición y su uso. Como siempre en política. Al margen de otras consideraciones, las relaciones entre las dos entidades son jerárquicas. El Estado español tiene todo el poder con las limitaciones propias de los usos del Estado democrático de derecho y el contexto internacional.

La aspiración del independentismo gobernando en Cataluña, o semigobernando, porque la pérdida de la mayoría parlamentaria le hace peligrar en el mando, es reforzar su poder a fin de gestionar sus recursos y gobernarse con sus leyes. Quiere el poder necesario para ser independiente. No lo tiene y la prueba es que, a pesar de haber declarado su independencia, no es capaz de hacerla efectiva porque no controla su propio territorio.

Por ello ambas entidades, Estado y Generalitat, se encuentran en conflicto. El problema del primero es la proporcionalidad, el del segundo la resistencia. El Estado dispone de una maquinaria con una capacidad de ‘overkill’ contraproducente. Responder al proceso independentista encarcelando durante un año sin juicio a sus dirigentes o forzándolos al exilio no sólo no resuelve el problema sino que es el principal obstáculo para resolverlo.

Asimismo, la Generalitat independentista ejerce una parcela de poder sometida al control del jerárquicamente superior. Este trata de conseguir la aceptación del sometido de buen grado pero, si lo cree necesario, recurre a la coerción. La Generalitat esgrime una pretensión de legitimidad demicràtica de raíz y mantiene su reivindicación independentista, esperando obligar al Estado a aceptarla a través de un referéndum pactado. Como es perfectamente posible en otros países democráticos, como Canadá y el Reino Unido. No en España, que no es un Estado democrático de derecho, lo que pretende ser, sino un régimen autocrático, heredero de una dictadura sanguinaria y disfrazada de democracia con una Constitución cuya función es la de una hoja de parra.

En estas condiciones, el independentismo, que juega en desventaja, debe hacer valer todas las oportunidades o aceptar la perpetuación del sometimiento a los designios de un Estado concebido no sólo al margen sino en contra de Cataluña. El episodio que se abre con la aprobación de los Presupuestos Generales del Estado (PGE) es el mejor banco de pruebas imaginable de lo que se dice.

Los hechos quieren que el Estado dependa el voto favorable independentista para el cumplimiento de sus funciones. En consecuencia, la Generalitat dispone de un poder significativo para lograr sus objetivos. El conflicto se hace patente e incluso se exagera para que, lejos de buscar el diálogo con el independentismo, el Estado intensifica su hostilidad judicial en todos los frentes, como se ve con la persecución del consejero Buch, el procesamiento del mayor Trapero y el recurso de inconstitucionalidad por la declaración del Parlamento contra Felipe VI. En el orden retórico y declamatorio, el gobierno español presiona al independentismo con demagogia y chantaje a través de los PGE, haciendo ver que pone una consideración identitaria por delante del bienestar de todos los españoles, catalanes incluidos, lo quieran o no.

¿Qué hará la Generalitat? Si recurrimos a la experiencia, claudicar y dar apoyo a los PGE de la pseudoizquierda española en la situación colonial que se vive en Cataluña, sacando, quizás, algún beneficio menor en inversiones que sólo hará más patética la sumisión. Si esto ocurre no sólo habrá cedido en la cuestión muy simbólica de los presos (lo que facilitará que el Estado continúe encarcelando arbitrariamente independentistas) sino también en la del referéndum de autodeterminación. Porque si el unionismo pretende justificar la existencia de presos por la división de poderes no puede justificar la falta de negociación de un referéndum de autodeterminación si no es con la negación arbitraria y sin argumentos propia de la relación colonial que quiere conservar en Cataluña.

Los partidos independentistas tienen, excepcionalmente, una palanca de poder eficaz ante el Estado a base de negar la aprobación de los PGE. La disyuntiva, en consecuencia, es simple: o bien la usan, recordando que el poder sólo es eficaz si se pasa de la amenaza a los hechos, o bien renuncian y asumen las consecuencias. Y la primera de todas es que la dirección del movimiento independentista pasará definitivamente a la gente en las calles, teniendo en cuenta que los partidos incumplen el mandato del 1-O.

EL MÓN