Pablo Antoñana, in memoriam

No he podido evitar preguntarme cuál sería ese algo especial que hizo de su escritura un abordaje tan distinto en su prosa para contar, en una especie de exorcismo íntimo, los hechos y su contexto existencial que acompañaron su vida, en especial, los de la Guerra Civil que contemplaría in situ con nueve años, los que tenía en 1936.

Acabo de leer el último libro del escritor de la ciudad de Viana, Pablo Antoñana (1927-2009), titulado “Hilvano recuerdos. Memorias de mi infancia, la Guerra Civil y la posguerra”, editado por Pamiela. Y tengo la misma agradable sensación de cuando leí su primera novela, esa gran joya literaria llamada “Pequeña crónica”, y que tuve el placer de prologar. Relato cruento, cuyas voces narrativas revelaban el dominio técnico que Antoñana tenía sobre las tramas y que recordaban al escritor norteamericano W. Faulkner, sobre todo, las de su novela “Las palmeras salvajes”.

Cuando la crítica literaria dice de un escritor que escribe bien, rara vez da un paso al frente y señala las razones en las que asienta dicho juicio. Y el lector sabe que existen muchas maneras de escribir bien. Y no todas son igualmente recibidas por la crítica. La forma de escribir bien de Borges no es la misma forma de escribir bien de Nabokov.

La verdad es que no resulta fácil determinar qué es eso que hace posible tal impresión. Henry James abordó esta cuestión en una novela, de naturaleza metaliteraria, como es “La figura de la alfombra”. Su protagonista dedica su tiempo a reflexionar sobre cuál podría ser ese algo especial que tenía Vereke como artista. ¿Qué era lo que le hacía diferente y, al mismo tiempo, tan bueno?

En una de sus páginas, afirma el narrador: «¿No hay acaso para todo escritor algo especial, un motivo, aquello que, por encima de todo lo demás, le hace esmerarse, aquello que si se pudiera conseguir sin esfuerzo dejaría de ser el acicate sin el cual no escribiría, la pasión misma de su pasión, ese aspecto del oficio donde, para él, arde con mayor intensidad la llama del arte?».

No he podido evitar la analogía de estas palabras con la escritura de Pablo Antoñana y preguntarme cuál sería ese algo especial que hizo de su escritura un abordaje tan distinto en su prosa para contar, en una especie de exorcismo íntimo, los hechos y su contexto existencial que acompañaron su vida, en especial, los de la Guerra Civil que contemplaría in situ con nueve años, los que tenía en 1936.

James sugiere que el misterio de la obra literaria permanece oculto y que es imposible de descubrir. Sin embargo, a pesar de concluir que no existe un elemento material, tangible y verificable que concite en sí mismo el porqué de la creación artística, insinúa que se trata sin más de «aliento artístico». Y añade: «Podía llamarlo literatura, podía llamarlo vida, pero todo era la misma cosa».

En el prólogo de sus recuerdos, Pablo Antoñana sostendrá que «fue la tierra, su propia tierra la que le dio material rico para su escritura, y que sin ella no sería quién soy». Sin duda que la génesis de la obra de Pablo se debe a esta relación íntima entre su tierra natal y lo que él llamaba «neurosis de la escritura». Pero sentado esto, seguiríamos sin saber por qué afirmamos estar ante un buen escritor y que, además de serlo, su prosa, también, es muy buena.

En mi opinión, la bondad de su escritura se basa en cuatro aspectos que se hallan en su obra. Me refiero al poder metafórico, al poder cognitivo, al poder lingüístico y al poder narrativo, este entendido como configuración de tramas, gracias a las cuales los personajes de su querida República de Yoar establecen relaciones entre sí; es decir, tramas de fortuna, de pensamiento y de personaje, estudiadas por Norman Friedman.

Este poderío, metafórico, lingüístico, cognitivo y estructural aparece nítidamente en esta póstuma obra de Pablo Antoñana.

Poder metafórico. Su prosa no cede en ningún momento a la comparación estereotipada o tamizada por el cliché más común. La riqueza y vigor de sus analogías entre hechos, ideas, personajes, incluso tiempo meteorológico, mantienen en todo momento la tensión creativa a la que el escritor somete su escritura. Un ejemplo: «El balconcillo era como un palco sobre el ámbito del silencio, roto a lo más por el viento, o el ladrido de perros solitarios y sin raza husmeando rastros perdidos».

Poder cognitivo. Pablo es senequista, discípulo de Marco Aurelio. Reflexiona sobre la condición humana sabiendo que tener convicciones se debe a que se ha pensado poco sobre ellas, pues, la única verdad posible es que «vivir es insatisfacción, sueño incumplido, soledad, parte del proceso que nos conduce inexorablemente a la muerte. Nunca me resigné a aceptar lo que suponía el destino ciego de los humanos: hacerse en vida, deshacerse con la muerte». Las reflexiones de Pablo sobre lo humano y lo divino, excepto sobre el sexo –su pudor no se lo permitía–, están tocadas por el halo de un escepticismo asentado en el dolor, no solo propio, sino el que contempló en los crueles destinos de la gente pobre, en especial, los que aparecen en esta obra. Su sensibilidad hacia el dolor ajeno arraiga en su infancia y se acentúa en el periodo de la Guerra en Viana y la posguerra.

Poder lingüístico. Pablo es una academia, en posesión de un léxico tan rico como preciso. Un María Moliner ambulante. En su obra no hay sinónimos. Cada objeto tiene su palabra específica. Su inteligencia lingüística le proporciona nombrar la realidad con la palabra con que nació. Pocas, por no decir nunca, utilizará la palabra cosa. Es un prodigio de vocabulario. Las descripciones que rememoran personajes de su infancia, no llaman tanto la atención por tratarse de personajes insólitos, sino por la fortaleza plástica con que los describe. Una de estas figuras que se te cuela y se queda para siempre en tus cisuras es Pepito, un niño desvalido al que Pablo y sus amigos de la infancia mortificarían en más de una ocasión. Su padre, «papá Drácula» lo llamará, que regentaba en 1936 un quiosco donde «vendía pastelillos de hojaldre y pistones como gotitas de sangre en tiras de papel», vestía a su hijo con «un uniforme estrafalario, de gris perla con muchos botoncitos en su chaquetita ajustada, pantalones con junquillo colorado, semejante ujier de juzgado, o chico de hotel de tercera, su gorrita de medio queso con barboquejo y a juego con el atuendo». Imborrable.

Poder estructural. Es decir, por las tramas que teje y en las que hace desenvolverse a sus personajes. Este “Hilvano recuerdos”, a pesar de que el componente narrativo se configura mediante anécdotas con las que encadena sus vidas, en especial las que emergen durante el período de la guerra civil, tiempo de escarda y de suspensión del quinto mandamiento de la ley de Dios, constituyen piezas mayores novelescas y que, en cualquier momento, Pablo Antoñana pudo haber convertido en grandes relatos de habérselo propuesto.

El libro es un alud de recuerdos amargos, contundentes y sin concesiones. Ni a su padre dejará fuera de su furor crítico: «Padre pertenecía a ese mundo esclerotizado, fósil, del que yo pretendía escapar. Las sobremesas se convirtieron en agrias disputas, dos partes contendientes, él y su esqueleto intelectual anclado en el Antiguo Régimen, yo, abierto a lo nuevo, Ortega, el existencialismo, Renan. El, votante de la CEDA y su jefe Gil Robles, Orden, Propiedad, Justicia, Familia. Yo, aun cuando influido por los totalitarismo italiano y alemán, mis lecturas me ofrecían otro paisaje, supe que hubo una Constitución republicana, y cómo la democracia liberal regía en otros países. Desconcierto, desencuentros».

En definitiva. Un memorial impactante, resultado feliz del trabajo de un escritor con un poder lingüístico, metafórico y cognitivo inigualables, Pablo Antoñana. Un buen escritor, sí señor.

Naiz