No hablamos de populismo, hablamos de democracia

  1. Noción.

Hacerse ‘sentir’ en medio de la sobresaturación de mensajes y conseguir situar palabras referenciales en el debate público lleva a menudo a dar carta de naturaleza a categorías sin significado preciso, que no tienen otro principio de legitimación que la repetición. A fuerza de decirlas millones de veces, todo el mundo las va haciendo suyas y se convierten en verdad. Un ejemplo es el populismo. Una etiqueta que cada día se hace más elástica y ya no explica ninguna realidad ni aporta conocimiento alguno, simplemente es una noción ideológica, que no tiene otro significado que generar miedo y descalificar al adversario como retrógrado y portador de las peores pesadillas. Y esto se hace al servicio del infausto principio “No hay alternativa”, que guía la decadencia de nuestros sistemas de gobernanza. Decía Hans Magnus Enzensberger: “[No hay alternativa] es una injuria a la razón, porque equivale a una prohibición de pensar. No es un argumento, es una capitulación”.

Es cierto que, apelando a Ernest Laclau, algunos se han autoproclamado populistas, y han situado el pueblo como sujeto de emancipación en una sociedad reducida -por una simplificación abusiva- a la oposición élites/pueblo, olvidando las enormes contradicciones de intereses en el seno del pueblo. Es cierto también que desde la izquierda hay banderas que se han regalado demasiado fácilmente a la derecha, en materia de nación, costumbres y hábitos que juegan un papel tan grande en la construcción de la servidumbre voluntaria. ¿Cómo puede ser que tantos ciudadanos de las clases populares voten partidos de derechas aparentemente en contra de sus intereses? El debate sobre el populismo sólo tiene sentido si sirve para plantear cuestiones útiles.

 

  1. Ciudadanía.

¿Cuál es el objeto de análisis de una noción que pretende encajar desde Donald Trump a Podemos, del Brexit a Syriza, del Frente Nacional a Grillini, de Salvini a Mélenchon, del independentismo catalán a la Alternativa por Alemania, de Orban a Macron (aunque este último, una vez llegado al poder, fue absuelto inmediatamente al cumplir el rito iniciático de homologación que impone la Unión Europea: una reforma laboral drástica)? Es una simplificación ridícula que revela la actitud defensiva de unos regímenes que ven todo lo que se mueve como una amenaza. En el paquete hay cosas tan diferentes como una extrema derecha dispuesta a desmontar el patrimonio moral y cultural de la democracia liberal, pero no el económico; una izquierda llamada antisistema que, como hemos visto en España, se ha incorporado con toda normalidad al sistema y ahora contribuye a hacer renacer un polo socialdemócrata; o movimientos soberanistas de amplio espectro, como el caso catalán, que cuestionan el Estado pero en absoluto el sistema. Poner a todo la misma etiqueta ahorra construir respuestas políticas precisas, un ejercicio muy complicado para unos partidos institucionales muy gastados. Y ya hemos visto lo que ocurre cuando no lo logran: envían a los hombres de negro o a las fuerzas represivas del Estado.

Se dice a menudo que todo ello es la consecuencia del malestar generado por la crisis de 2008. Pero la cuestión no es de coyuntura, es de fondo. ¿Cuál es el papel de la ciudadanía en la democracia actual? Se nos ha dicho que el pueblo era soberano, que la ciudadanía tenía la última palabra. Y hemos visto cómo la democracia representativa ha ido reduciendo el papel de los ciudadanos. Un proceso que se culminó en los años 90 con el triunfo de la cultura de la indiferencia. Cuando la ciudadanía se toma vacaciones los abusos de poder aumentan y se pierde una de las principales razones de ser de la democracia. ¿Cómo lo hacemos para que la ciudadanía vuelva a tener poder de decidir y hacerse sentir, más allá de la periódica expresión de su voto en unas elecciones? Esta es la cuestión. Y eso no es populismo: es democracia.

ARA