No despierten

Cuando estalló el Mayo Francés, Hannah Arendt declaró: “Me pregunto si los jóvenes del próximo siglo estudiarán 1968 como nosotros estudiamos 1848 o 1905”. Por 1848 se refería a la Comuna de París y por 1905 a la rebelión de Kronstadt. Ambos hechos terminaron en represión sangrienta pero uno sirvió para reinstalar una nueva versión de Ancien Règime y el otro abrió paso a la Revolución de Octubre. Además de declarar eso en público, Arendt le envió una carta al joven Daniel Cohn-Bendit, a través de su amiga Mary McCarthy. La carta le llegó un poco tarde a Dani El Rojo. Mary McCarthy la había traspapelado en su valija y la encontró recién en 1972. La carta decía: “Tus padres deberían estar orgullosos de ti. Si necesitas ayuda, cuenta conmigo para lo que sea”.

Cohn-Bendit era alemán, hijo de judíos, y cursaba sociología en la Sorbonne cuando se puso a la cabeza del alzamiento estudiantil. Cuando el gobierno de De Gaulle lo expulsó de urgencia del territorio francés, los estudiantes en la calle gritaban: “¡Todos somos judíos alemanes!”, mientras los porteros y taxistas parisinos se decían entre ellos: “Por fin echaron a ese boche y podremos volver a trabajar”. La periodista conservadora Christine Clerc inventó un encuentro en el Palacio Eliseo en el que De Gaulle recibió de incógnito a Danny el Rojo y se desvaneció en medio de la reunión; aparentemente se le había aparecido el fantasma de Churchill y le dijo al oído: “¡Logramos vencer a Hitler y ahora no sabes qué hacer frente a un mocoso pelirrojo de veinte años!”.

El encuentro no existió pero la frase sí. No se la dijo a De Gaulle el fantasma de Churchill sino el general Massu, su viejo archienemigo, en la guarnición francesa de Baden-Baden, adonde De Gaulle había partido de incógnito para decidir qué hacer. Lo que decidió fue dar orden a su ministro de trabajo Jacques Chirac de que se sentara a la mesa de negociación y aceptara los aumentos de salarios que pedían los sindicatos, y logró que los obreros volvieran a sus casas y así empezara a desinflarse la revuelta. Del resto (es decir, de los estudiantes y los espontáneos) se encargaron los batallones de la policía. Lo que treinta días antes parecía una rebelión incontenible contra el sistema, cuando los obreros se sumaron espontáneamente a la rebelión de los estudiantes y a los sindicatos no les quedó más remedio que declarar la huelga general (el país entero ya estaba paralizado, no había diarios, no había transporte, no había correo ni bancos ni fútbol, no se recogía la basura, no había televisión, nadie iba a trabajar, ni siquiera el teléfono daba la hora), terminó reducido a una manifestación colectiva de epigramismo: de la acción a las palabras. Seamos realistas, pidamos lo imposible. No compres tu felicidad; róbala. Basta de parches, la estructura está podrida. La edad de oro es la edad en que el oro no reina.

Entre los miles y miles de libros que se han escrito sobre el Mayo Francés hay uno de una dama cuarentona canadiense llamada Mavis Gallant, que además fue una escritora exquisita (Alice Munro la considera su maestra absoluta en el género cuento). Mavis Gallant vivía en París desde el fin de la guerra y cuenta los sucesos de mayo de primera fuente, en forma de diario: se limita a relatar lo que ve, en su barrio y en sus caminatas por las barricadas y las asambleas. Su corazoncito está espontáneamente del lado de los que protestan. Se alegra secretamente cuando los jóvenes revoltosos le dicen “pardon, madame” y le abren paso, o cuando le explican las consignas que no entiende. Contempla maravillada cuando los obreros de la fábrica Berliet reacomodan las grandes letras de la fachada con el nombre del patrón, para que se lea: “LIBERTE”. Se asombra de la paranoia creciente de desabastecimento (“De lo único que hay escasez es de cigarrillos”) y le informa a una amiga francesa que ella misma bajó a hacer las compras esa mañana y consiguió frutillas frescas y hasta un ramo de rosas baratísimas. Comenta que es la primera vez en veinte años que no ve a nadie llorando por la calle en París. Va a cortarse el pelo a Elizabeth Arden y oye a su lado a una señora decir: “No quise venir en el Rolls para no parecer burguesa”. Siente náuseas cuando oye la famosa frase de De Gaulle “Los franceses fueron, son y serán terneros” y se le intensifican esas náuseas cuando ve, horas más tarde, ya disueltas las grandes manifestaciones de gente a pie, una nueva forma de manifestar, antagónica: filas de coches que hacen sonar sus bocinas al grito de “¡Francia para los franceses!”. Se emociona sin proponérselo cuando la panadera de su barrio le dice: “¿Qué queríamos? ¿Estaba mal?”. Y agrega, antes de dar por terminado su diario: “He perdido la cuenta de las veces que he oído esa pregunta”.

De Gaulle perdió al año siguiente las elecciones, pero desde entonces los servicios secretos pusieron su ojo vigilante en las juventudes del mundo y, en todos los manuales de contrainsurgencia, los estudiantes desplazaron a los anarquistas en el ránking de enemigos. Cohn-Bendit no pudo volver a la Sorbonne a terminar su carrera de sociología pero declaró cuarenta años después: “Creo que los sucesos de mayo fueron mi tesis de licenciatura”. Mayo del 68 terminó convertido en un psicodrama que ha sido interpretado de mil maneras. No hay nada más fácil que la ironía retrospectiva o la idealización simplista. Lo cierto es que, sólo siete días antes de que los estudiantes tomaran la universidad en aquellos días de 1968, el diario Le Monde anunciaba en su nota editorial, muy a la francesa: “¿Qué nos pasa a los franceses? Que Francia está aburrida”. El gran Guy De Bord nos lo explicó de otra manera: “La sociedad del espectáculo es el guardián de nuestro sueño y quiere que sigamos durmiendo”.

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