Nagorno Karabaj, ni paz ni guerra

STEPANAKERT

La reciente ‘revolución’ de Armenia está lejos de aportar salidas al eterno ‘conflicto congelado’ con Azerbaiyán

Casi 25 años después de la guerra, se siguen buscando minas en las llanuras, colinas y bosques de Nagorno Karabaj. No existen mapas de dónde fueron colocadas, hay que preguntar a la gente, a los excombatientes. A veces se detectan por accidentes de animales o de alguna persona que ha perdido un pie. O no se detectan. El 29 de marzo, la oenegé británica Halo Trust, dedicada al desminado, vivió su peor caso en este territorio: una mina anticarro reventó uno de sus coches y mató a tres hombres, otro perdió las piernas, el quinto quedó herido.

“Todo esto es debido al tipo de guerra que se vivió, entre comunidades, con frentes que no estaban definidos y que cambiaban –explica Amasia Zargarian, armenio-estadounidense, oficial del programa local de Halo Trust–. Armenios y azeríes plantaron minas, sobre todo para defender sus posiciones”.

Los armenios creen que el mundo no prestó atención a Nagorno Karabaj en los años noventa porque estaba pendiente de las guerras yugoslavas. Pero los años de enfrentamiento entre armenios y azeríes (1991-1994) fueron también los de la guerra civil de Tayikistán (1992-97), de la secesión de Transnistria de Moldova (1992) y el inicio de la primera guerra de Chechenia (1994). Es decir, los conflictos que estallaron con la ruptura de la Unión Soviética. De algún modo, Nagorno Karabaj fue su detonante. La animosidad entre armenios (cristianos) y azeríes (musulmanes) es centenaria y el conflicto territorial por Nagorno Karabaj entre la Armenia y el Azerbaiyán independientes se agravó en 1918. La solución aplicada en 1921 por Stalin fue declarar este territorio de mayoría armenia región autónoma dentro de la República Socialista Soviética de Azerbaiyán. En 1988 comienza un movimiento, tanto en la capital armenia, Ereván, como entre los karabajíes armenios por la unificación. La negativa de Moscú –y del Gobierno azerbaiyano de Bakú– desencadenó tensiones, homicidios, pogromos y expulsiones de población, tanto de azeríes de Armenia y Nagorno Karabaj como de armenios de Azerbaiyán.

Cuando en agosto de 1991 se produce el intento de golpe contra Mijail Gorbachov, la violencia es generalizada y la intervención de las autoridades y tropas de Moscú en Nagorno Karabaj (también en Azerbaiyán y Armenia) pierde sentido y objetivos. Los karabajíes armenios declaran la independencia en un referéndum de acuerdo a la ley soviética de 1990. Es la guerra.

Por supuesto, armenios y azeríes se acusan mutuamente de iniciarla y tratar de desentrañarlo es ocioso, pero es cierto que los armenios estaban más motivados por su mística nacionalista (en la que el genocidio del que acusan a Turquía, en 1915, tiene enorme peso) y sus fuerzas –apoyadas por tropas de Moscú– estaban más dispuestas. Lograron llevar la guerra hasta territorio de Azerbaiyán, cuyo ejército tardó en articular una contraofensiva. Azerbaiyán perdió Nagorno Karabaj y siete distritos de su entorno.

El campo que Halo Trust está desminando estos días, de unos 25.000 metros cuadrados, se encuentra al sur de la ciudad de Mardakert (segunda de Nagorno Karabaj en tamaño y de mayoría armenia) pero no corresponde a la vieja región autónoma sino que forma parte de esos siete distritos tomados por los armenios como franja de seguridad y también reivindicados como “territorios liberados”. Los karabajíes reclaman también territorios de parte de Azerbaiyán.

De camino a este campo, se pasa por Agdam, una ciudad fantasma, de edificios comidos por la vegetación como en las ruinas más antiguas y remotas. Agdam, una ciudad azerbaiyana de 50.000 habitantes, a seis kilómetros de la frontera oficial de Nagorno Karabaj, fue atacada y saqueada en julio de 1993, en venganza por la ocupación azerí de Mardakert. La destrucción que muestra va más allá de los efectos de la guerra y se debe a que, según cuentan, los armenios se llevaron las piedras para reconstruir edificios bombardeados en la capital karabají, Stepanakert.

La llamada línea de contacto entre las tropas armenias y las de Azerbaiyán se aprecia fácilmente entre la calima. Los desminadores consideran propio este territorio. Armén, uno de ellos, dice que no guarda rencor a los turcos (así llaman a los azeríes) pero que ni tuvo amigos entre ellos antes de la guerra ni tiene curiosidad por visitar el otro lado .

“Ha de pasar al menos una generación”, dice, para que haya “una reconciliación”. Otros creen que hará falta mucho más tiempo.

La viceministra de Exteriores de Nagorno Karabaj, Armine Aleksanián, señala que “la joven generación no ha visto nunca un azerí. Tuvimos conversaciones a escala de sociedad civil, sobre refugiados, reconciliación, etcétera, hasta el 2001, pero los azerbaiyanos que participaron fueron tratados de traidores. Creo que deberíamos seguir reuniéndonos, en Tbilisi, o en Irlanda, quizás”.

No está claro cuántos murieron en la guerra, 10.000, 25.000, 35.000 personas… Los desplazados fueron alrededor de un millón en total –entre Nagorno Karabaj, Armenia y Azerbaiyán–, la mayoría son de etnia azerí. En 1994 se firmó un alto el fuego. Nada más: Nagorno Karabaj ha quedado como el conflicto congelado más antiguo… ¿E irresoluble?

La Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE) se ocupa del caso a través del llamado Grupo de Minsk, presidido por Rusia, Francia y EE.UU. Pero todas las reuniones, desde la de Madrid en el 2007 –en que se sentaron unos “principios básicos” que incluyen la devolución a Azerbaiyán de los siete “distritos en disputa”– han sido infructuosas. Nada se ha movido.

La guerra, de hecho, continúa. No pasa día en que unos y otros se acusen de violar el alto el fuego en la línea de contacto. El 1 de abril del 2016 se pasó a mayores –bien a lo grande– durante cuatro días. Azerbaiyán exhibió un renovado poderío militar y recuperaron unas 800 hectáreas. Esto fue un golpe para Armenia, cuyos soldados, mal equipados, también participaron. Las protestas por la derrota degeneraron en la dramática ocupación de una comisaría de policía en Ereván durante dos semanas, que acabó en dos muertos y 60 heridos. Aquello marcó el principio del fin para el primer ministro Sersh Sargsyán, que ha sido expulsado este mes por la “revolución del amor y la solidaridad” encabezada por el hoy premier (con la aquiescencia de Rusia) Nikol Pashinián.

Nagorno Karabaj es central en el discurso político armenio. Todos los líderes desde la independencia en 1991 proceden de allí, salvo Pashinián (el caso de Sargsián no está claro). Y también es central en el sentimiento nacionalista popular.

Algunos reconocen, no obstante, que la población de Armenia y la de Azerbaiyán son rehenes de este conflicto. Si en el país vecino, potencia petrolera, sirve de anclaje al régimen de Ilham Aliyev, entre los armenios Nagorno Karabaj abunda en su propia percepción de pueblo cristiano rodeado, y económicamente bloqueado por Turquía y Azerbaiyán (países aliados), con únicas salidas en Georgia –también cristiana pero que consideran inestable– e Irán, país amigo pero sometido a bloqueo internacional.

De modo que al día siguiente de ser investido, Pashinián acudió, el 9 de mayo, fiesta nacional de la llamada República de Artsaj, a Stepanakert, una apacible y limpia ciudad cuyos 55.000 habitantes (un tercio del total del territorio) se precian de la ausencia de delincuencia y de la comodidad de poder dejar el coche abierto y con las llaves puestas.

La señora Anahit Abrahamián, de 69 años, encargada de comunicaciones en la milicia en 1992, decía que “la gente está confusa sobre cuál será el próximo paso, pero no creo que piensen que Pashinián vaya a ser blando. La gente está feliz, y creo que al final se producirá la unidad de los armenios”.

La unión no es posible. Nadie en el mundo (salvo siete estados norteamericanos y Nueva Gales del Sur) reconocen la República de Artsaj. Ni siquiera Armenia porque, como dice Artak Beglarián, de la oficina del ombudsman local, “el problema es la comunidad internacional, y el término que emplearía sería anexión. No creo que Armenia dé un paso por la unificación”. “La gente la quería, pero optamos por la independencia y fue en cierto modo una cesión”, según Armine Aleksanián. Pashinián no romperá la línea. “Cuando Artsaj sea reconocida internacionalmente, ambos pueblos expresarán su posición”, dijo. A los karabajíes, que ahora exportan electricidad a Armenia, ya les va bien, y Pashinián está de acuerdo con su posición: no negociará con Azerbaiyán en nombre del territorio sino sólo en el de Armenia.

Los karabajíes armenios quieren volver a ser parte negociadora, como antes de 1997, situación que Azerbaiyán rechaza porque sería reconocerlos y negociar… con dos Armenias.

Así que, en la perspectiva Pashinián, sólo cabe rearmase, por la vía de “un complejo militar industrial modernizado”. Azerbaiyán tiene de su lado la legalidad internacional y el petróleo, y ha recibido armas de Israel (que importa crudo de Bakú), Bielorrusia y la propia Rusia. Armenia tiene el lobby de la diáspora y un acuerdo de seguridad con Moscú, pero éste –es obvio, desde su punto de vista– debería ser renegociado.

Armenios y azerbaiyanos se apuntan con misiles. Ilham Aliyev ha instalado proyectiles de largo alcance en el cerrado enclave azerí de Najicheván. Todo podría ocurrir, pero un estallido, como dice el mesurado presidente armenio, Armén Sargsián, “no sería una guerra pequeña sino grande, regional, y que dios nos ayude… No hay solución militar, todo el mundo sufriría”.

A sólo 40 kilómetros de Nagorno Karabaj discurren dos oleoductos y un gasoducto que parten de Azerbaiyán en dirección a Occidente.

LA VANGUARDIA