Movilizados sí, hiperactivos no

Es una evidencia que, en contra de todo pronóstico, todas las adversidades y a pesar de los diversos estados de ánimo -del voluntarismo más esperanzado a la decepción más irritada-, el independentismo popular se mantiene tercamente activo. Desde las concentraciones diarias o semanales en memoria del Gobierno en la cárcel y el exilio hasta el montón de conferencias y mesas redondas en todo el país siempre excepcionalmente concurridas, pasando por todo tipo de actividades lúdicas y reivindicativas, el soberanismo no se detiene.

Si durante las primeras consultas populares de 2009 a 2011 se contabilizaron alrededor de 3.500 actos de impulso del voto, y si el primer semestre de 2012 pudimos registrar más de una cincuentena de actos públicos semanales organizados por sólo las cinco entidades independentistas más activas del momento de entre más de un centenar -partidos aparte-, en la actualidad el número de actividades desborda absolutamente las cifras anteriores. El país hierve.

Toda esta actividad, sin embargo, queda enmascarada por los viejos esquemas de análisis mediático de la realidad política focalizados exclusivamente en las instituciones, los gobiernos, los partidos y sus líderes. Se olvida con sospechosa facilidad la dinámica de abajo arriba que hace una docena de años empuja al país hacia la independencia. Se ignora qué empujó a Mas a convocar el 9-N o a Puigdemont a celebrar el 1-O. Se sigue insistiendo torpemente en que si los líderes políticos engañaron, que si todo era un juego de póquer o que si iban de farol, desestimando el movimiento de fondo que los presionaba y del que, con la inercia propia de un trasatlántico, tampoco podían cambiar el rumbo.

Sin embargo, si bien la movilización sigue siendo extraordinaria, y quizá por razón de este hiperactivismo en relación a sus resultados prácticos -y a la sospecha de un enquistamiento del conflicto-, se extiende un cierto sentimiento de impotencia que deriva en desazón e impaciencia. A ello ayuda, claro, el freno de algunos partidos a la voluntad de confrontación con el Estado, las peleas soterradas entre organizaciones o las voces que buscan obsesivamente engaños, cobardías y traiciones. Ante todo esto, ¿qué hacer? Pues bien, de manera telegráfica, oso hacer unas sugerencias.

Aquí las tenéis. Primero: hay que seguir haciendo memoria de los represaliados y condenar los atentados a los derechos civiles, más allá del ámbito independentista. Segundo: es necesaria la denuncia activa y sistemática de las mentiras de los adversarios. Tercero: conviene mantener las movilizaciones pero limitadas, bien orientadas y sin que produzcan agotamiento. Cuarto: sería bueno coordinar las muchas iniciativas en el sentido de informar bien y hacer visible la enorme fuerza cívica que se tiene. Quinto: se debería incrementar el nivel de creatividad y originalidad en las formas de lucha -más que su dureza- con el fin de mantener la capacidad de sorprender. Sexto: es imprescindible ser más cuidadosos con el lenguaje que se emplea para evitar que el relato de los adversarios produzca los efectos desmoralizantes que pretende. Séptimo: sería mejor rebajar las expectativas de unidad entre los partidos y, en cambio, desactivar las actitudes desconfiadas, siempre predispuestas a dividir un entendimiento precario. Octavo: hay que serenar el hiperactivismo de perdigonada y sin objetivos. Noveno: es urgente superar las sensibilidades antipolíticas y antiinstitucionales. La presión va de abajo hacia arriba, pero sólo es eficaz si la acompaña una confianza recíproca. Y décimo y último: es determinante que se mantenga un alto estado de reflexión política para añadir aún más madurez a un activismo de base que hasta ahora se ha mostrado enormemente resiliente.

ARA