Matar a cuatro indios

Decía Josep Pla que, en España, la gente que ha pasado por una escuela es insoportable, pero los que tienen títulos universitarios ya se convierten en auténticos energúmenos.

El actual ministro de Asuntos Exteriores se ha brindado a corroborar empíricamente las opiniones de Pla, realizando unas declaraciones tan absurdas –en un ingeniero– como desafortunadas en un ministro de Asuntos Exteriores. Si Talleyrand levantara la cabeza se reafirmaría en la pobrísima opinión que sacó de la diplomacia española en el Congreso de Viena. Cuenta Harold Nicolson en su ensayo sobre el Congreso: “Don Pedro G. Labrador, el representante de Fernando VII en Viena se comportó con tal exceso de vanidad y tan poco criterio que incluso Talleyrand que había intentado usarlo como instrumento o satélite se vio obligado a deshacerse de tan embarazosa compañía”.

Lord Castlereagh escribió: “Resulta muy curioso que las dos únicas cortes con que nos cuesta entendernos son las dos de la Península. Es más difícil arreglar una fruslería con ellos que una política importante con los otros poderes europeos. Parece como si el recuerdo de nuestra ayuda les impide hacer nada sin demostrar, del modo más innecesario e ingrato, su independencia”.

Nuestro actual Don Pedro G. Labrador debatía con su homologo alemán sobre la UE en el Paraninfo de la Universidad Complutense cuando, al comparar la unificación norteamericana con la europea, dijo: “¿Por qué EE.UU. tienen mayor nivel de integración política? Primero porque tienen el mismo idioma todos, y segundo porque tienen muy poca historia detrás. Nacieron a la independencia prácticamente sin historia. Lo único que habían hecho era matar a cuatro indios, pero aparte de eso fue muy fácil”.

Cualquiera que haya leído Las Crónicas de Indias o los escritos de Bartolomé de las Casas y las haya compartido con la Historia de América del escocés William Robertson –que tengo en una edición de 1777– o con las historias del americano William Prescott sobre la conquista de México y Perú, se da cuenta de que si el genocidio español fue imperdonable, la conquista de Norteamérica no fue menos sangrienta. Con una enorme diferencia a favor de España por todos reconocida, que en Sudamérica provienen numerosos indígenas e innumerables mestizos y en EE.UU. quedan unas cuantas reservas marginales. No mataron a cuatro indios, los mataron a casi todos. El Movimiento Indígena Estadounidense declaró: “El racista ministro de Exteriores de España Josep Borrell dice esto de nuestra historia antes de la Independencia: ‘Lo único que hicieron fue matar a cuatro indios’. Es una forma supremacista, negacionista y patética de describir el genocidio”. Que un ingeniero aeronáutico sea un energúmeno y no sepa historia entra en los parámetros que manejaba Josep Pla, pero que el ministro de Asuntos Exteriores diga que el genocidio de los indígenas fue matar a cuatro indios resulta grotesco. Ya me lo decía mi vecino de Estamariu, un viejo pagès del Pirineo: “Aquets pallaressos son molt reconsagrats”. Felipe II intentó mitigar los desmanes de los colonos y escuchó a Bartolomé de las Casas y a Francisco de Vitoria y en 1588 concedió su primera audiencia al jesuita José de Acosta que le dedicó su libro: Sobre la salvación de los Indios en el que se refería a los colonos como hispaniae faeces (la m… de España). En 1579 fray Luis de León denunció a los colonos por cometer crímenes y exterminar pueblos y razas enteras. La cuestión no es si los indios fueron cuatro o cuarenta. No es cuantitativa sólo, es cualitativa: es la calidad humana de los que fueron exterminados o postergados. Véase la carta del jefe Seattle al presidente de Estados Unidos en 1855:

“El gran jefe de Washington nos envía un mensaje diciendo que desea comprar nuestra tierra. También nos envía palabras de amistad y buena voluntad. Es una señal amistosa por su parte pues sabemos que no necesita nuestra amistad. Vamos a considerar su oferta porque sabemos que si no vendemos el hombre blanco vendrá con sus armas y se apoderará de nuestra tierra. ¿Quién puede comprar o vender el Cielo o el calor de la Tierra? No podemos imaginarlo porque nosotros no somos dueños del frescor del aire ni del brillo del agua. ¿Cómo él podría comprarlos? Trataremos de tomar una decisión.

“Mis palabras son como las estrellas, nunca se extinguen. Cada parte de esta tierra es sagrada para mi pueblo, cada brillante aguja de abeto, cada playa de arena, cada niebla en el oscuro bosque, cada claro del bosque, cada insecto es sagrado para el pensar y sentir de mí pueblo. La savia que sube por los árboles trae el recuerdo del piel roja. Los ancestros de los blancos olvidan la Tierra en que nacieron cuando desaparecen para vagar entre las estrellas. Nuestros muertos nunca olvidan esta maravillosa tierra, pues es la madre del piel roja. Nosotros somos una parte de la Tierra y ella es parte de nosotros. Las olorosas flores son nuestras hermanas, el ciervo, el caballo, la gran águila son nuestros hermanos. Las rocosas alturas, las nuevas praderas, el cuerpo ardoroso del potro y del hombre, pertenecen a la misma familia.

“El piel roja siempre se ha apartado del exigente hombre blanco, como la niebla matinal en los montes cede ante el sol naciente, pero las cenizas de nuestros antepasados, sus tumbas, son tierra santa y por eso esta parte de la tierra nos es sagrada. Consideramos vuestra oferta. Si aceptamos es sólo para asegurarnos la reserva prometida. Quizás allí podamos acabar los pocos días que nos quedan viviendo a nuestra manera. Cuando el último piel roja desaparezca todavía estará vivo el espíritu de mis antepasados en estos arroyos y estos bosques. Pues ellos amaban esta tierra como ama el recién nacido el latido del corazón de su madre. Si os llegamos a vender nuestra tierra amadla, como nosotros la hemos amado. Cuidad de ella, como nosotros la cuidamos y conservad el recuerdo de esta tierra tal como la entregamos”.

LA VANGUARDIA