Más allá de la mitad y mitad

Es lógico que la percepción que tenemos de la realidad política esté condicionada por los últimos resultados electorales, que son los que, en definitiva, determinan mayorías de gobierno y minorías de oposición parlamentaria. Incluso cuando unas elecciones como las del 21-D han sido dramáticamente marcadas por factores extraordinarios, al final, el resultado es lo que cuenta. Que fueran convocadas en una situación de excepción política, que una parte de los líderes estuvieran a la cárcel o que el Estado ejerciera una fuerte presión con la parcialidad del árbitro -la Junta Electoral Central- o la complicidad de los medios que comulgan con la fe unitarista, una vez emitido el voto, todo esto ya no vale para nada.

Ahora bien, la realidad política de un país no se reduce a la lógica electoral. Y no sólo porque se trata de una dinámica variable en el tiempo y sometida a factores como el acierto y el presupuesto de las campañas, el carisma de los líderes o el juego sucio de actores políticos externos. El hecho es que hay una realidad política más estable en el tiempo, más sólida en el espacio y más consistente en las razones. Una realidad que trasciende la simplificación electoral de un apoyo del 47,50 por ciento a la independencia y el 43,45 por ciento a permanecer en el Estado español, la foto de un momento movido y fugaz que unos intentan -histéricamente- convertir en fija y que otros querrían -con voluntarismo- hacer crecer a su favor.

Dicho brevemente: la habitual reducción de la realidad política catalana a una división del país al 50 por ciento socialmente es falsa. El independentismo, desde el punto de vista del Estado, no sólo es la parte débil sino la parte perseguida. En cambio, desde un punto de vista nacional, es la parte fuerte. Sólo hay que ver cómo ha arraigado en la cultura popular -de los diablos, gigantes, castellers, agrupaciones corales…-, o en el asociacionismo excursionista, naturalista, o vinculado a las organizaciones solidarias o de defensa de los derechos cívicos y políticos. Y ni que decir el apoyo que tiene la independencia -¿quizás 9 de cada 10?- entre los escritores, músicos, cantantes o artistas plásticos más reconocidos. Y aunque existe la imparable capacidad de movilización -siempre las grandes manifestaciones, ahora las cenas amarillas y, claro, el excepcional 1-O-, incluso en los momentos anímicamente más difíciles. Por no hablar, en contra del tópico de tacaños, de la capacidad del independentismo para financiarse generosamente.

Se me hacía muy clara esta situación en pocas horas de diferencia. En Torroella de Montgrí, municipio adherido a la Asociación de Municipios por la Independencia, el inicio del Festival Internacional de Música se celebraba en el Auditorio ‘Espai Ter’ (Espacio Ter) con todas las señales de apoyo a los presos y exiliados políticos. Y los excelentes intérpretes, el pianista Rubén Fernández y el tenor David Alegret, aparecían con los respectivos lazos amarillos en las solapas y acababan con la ‘Canción de despedida’ de Eduard Toldrà y Tomás Garcés, -“Adeu, galant terra, adeu” (“Adiós, galante tierra, adiós”)- de intención fácilmente comprensible. A las pocas horas, los amigos de #revoltats de Igualada organizaban en la plaza del Ayuntamiento una nueva puesta en escena -tan compleja como emocionante- con la participación de más de 2.000 personas a favor de los líderes independentistas secuestrados por el Estado. Una muestra de la capacidad de resistencia y firmeza que hace invencible al independentismo.

La cuestión que propone este artículo es clara: ¿qué capacidad tiene el 43,45 por ciento de voto unionista del 21-D para oponerse a la presencia social constructiva y generosa en tiempo y recursos a favor de los derechos cívicos y políticos y democráticos, más allá de algunos silencios cómplices, de adhesiones artificiosas o del ruido de cuatro energúmenos de extrema derecha con sus acciones destructivas e irresponsablemente estimuladas? Pues tendiendo a cero.

ARA