Los imperios melancólicos

¿Hay algún hilo que une los recientes atentados mortales -y no reivindicados por nadie- de Londres con la inestabilidad territorial de Ucrania, la anomalía política bielorrusa, la tensión étnica latente de las repúblicas bálticas o la situación de algunos extravagantes regímenes de Asia central? Pues sí: este hilo existe, y abarca un territorio de millones de kilómetros cuadrados. Formalmente, el Imperio Ruso fue proclamado en 1721 y disuelto en 1917. Sólo formalmente, claro. La realidad es que esta inmensa y territorialmente compacta extensión está muy viva. Se empezó a forjar en el siglo XVII e hizo su última anexión con Crimea en 2014. La penúltima (quiebra) fue en 1979 en Afganistán. Después de la Segunda Guerra Mundial, la URSS se había apropiado de parte del territorio japonés (las islas Kuriles) y alemán (el enclave de Königsberg, hoy Kaliningrado, ciudad natal de Kant, cuando aquello todavía era Prusia Oriental), y aún sigue allí. Primero fueron los zares, luego los dinosaurios del PCUS y ahora le toca a Putin, que acaba de ganar las elecciones presidenciales rusas con una abrumadora mayoría: es la versión 3.0 del Imperio Ruso, la del siglo XXI.

Lo que ahora llamamos Federación Rusa constituye un imperio que, a pesar de su llamativa extensión, siempre ha pasado desapercibido como imperio. En la época de los zares, porque no tenía océanos por medio; en tiempos de la URSS, porque el agresivo nacionalismo ruso consiguió el milagro de hacerse pasar nada menos que por una forma de internacionalismo (!?) gracias al paraíso comunista que prometía expandir. No es casual que el imperio alcanzara su máxima extensión en la metamorfosis denominada Unión Soviética: contaba con el apoyo de miles y miles de pardillos occidentales que creían que aquello no tenía nada que ver con el expansionismo ruso, sino con una materialización de la utopía. De hecho, para los rusos sí que era una utopía (nacional), pero no para los estonios, por ejemplo, que levantaron el vuelo a la primera oportunidad.

En su tercera versión, la de Putin, el viejo imperio se disfraza de una especie de contrapeso necesario entre Estados Unidos, China y la Unión Europea. Sin embargo, la realidad es otra. Después de 70 años de socialismo real, el único triunfo del viejo nacionalismo ruso es recomponer el imperio a base de presionar a sus antiguas posesiones por medio del gas y del petróleo, y de agitar el etnicismo entre las minorías rusas que nunca se han integrado culturalmente en las nuevas repúblicas independientes del Báltico o de Asia central. Donde la prensa suele poner “pro-rusos”, como en el caso de Ucrania, les recomiendo que saquen el “pro” y dejen sólo eso de “rusos”; entonces entenderán coherentemente ciertas cosas que, en la otra versión, no tienen ningún sentido. Y donde pone “proeuropeos”, quiten el “pro” (e incluso el “europeos”) y pongan en ella simplemente “ucranianos”, o “lituanos”, o “estonios”, y así nos acercaremos también al problema real sin eufemismos ni subterfugios.

Rusia encarnó el primer gran error de Marx -por razones obvias, descartó una revolución proletaria en un lugar donde no había proletaris-. Rusia también fue una perturbación para la Europa de finales del XIX: se trataba del último gran reducto de un feudalismo que había sido ajeno a la modernidad, a la Revolución Industrial, a la alfabetización. Continuó siendo un enorme problema al abanderar, ya en el siglo XX, un régimen opresivo, inoperante y manicomial. Truncó el destino de países enteros y la existencia de cientos de millones de personas, y condujo al mundo a una falsa polarización cuyas consecuencias militares podrían haber sido terribles. Ahora le vuelve a tocar a Putin, y todo indica que continuará generando malestar a base de mover erráticamente el grifo del gas y el petróleo en los antiguos países de la URSS, y llevando a cabo una política internacional tan agresiva como estéril.

Rusia, España y Turquía son estados muy diferentes en todos los sentidos, pero tienen algo fundamental en común: tres antiguos imperios en busca de una identidad nacional creíble o, cuando menos, plausible. España ni siquiera tiene una letra para su himno: ¿qué podría explicar? La Federación Rusa utiliza el de la antigua URSS -bellísimo, dicho sea de paso-. La Turquía de Erdogan quizás no sabe si escribir el suyo con los caracteres latinos que impuso Atatürk o volver a los árabes de la época otomana. Los viejos imperios muestran sentimientos colectivos muy similares: esta preocupación desesperada por una identidad imposible, esa melancolía que lleva al himno pop de Marta Sánchez.

ARA