Los catalanes no entienden el nacionalismo español

Déjenme que les ponga el ejemplo del lazo amarillo. Cuando en noviembre pasado el Tribunal Supremo encarceló a todos los miembros del Govern que no se habían escapado, después de encarcelar a los líderes de la ANC y de Òmnium, cualquiera podía prever que era una decisión que haría temblar los cimientos de la sociedad catalana. Era evidente que condicionaría todo el debate político posterior, que una parte de la sociedad catalana protestaría con todas sus fuerzas mientras que otra parte estaría del todo o en buena parte de acuerdo con la acción judicial. Lo que pocos esperaban es que el debate, incluso el enfrentamiento, pronto dejaría de ser sobre liberar o mantener los políticos en la cárcel, y pasaría a ser sobre la forma en que era legítimo que los detractores protestaran.

Es exactamente así como actúa el nacionalismo español. Nunca hace concesiones, ni en las cuestiones más accesorias. Siempre da un paso adelante, con la determinación de quien se siente legitimado y se sabe fuerte. Es un nacionalismo de Estado, robusto, internamente plural, bien armado institucionalmente, con recursos educativos, culturales y democráticos. Es la hegemonía lo que le permite ser frío como el estereotipo de un funcionario de ventanilla que no perdona un centavo si la ley dice que le pertenece.

Por eso hace meses que Cataluña debate sobre lazos amarillos y simbología amarilla, sobre espacio público neutro o pluralista y sobre pancartas en edificios públicos, y no sobre el encarcelamiento de un Gobierno que estaba en el cargo gracias a una mayoría parlamentaria que fue capaz de revalidar. Por ello la llamada “ruptura de la convivencia” es algo que el nacionalismo catalán hace como que desprecia en público pero teme intensamente, mientras al nacionalismo español le pasa lo contrario.

Los catalanes no entiende el nacionalismo español, independientemente de sus ideas políticas, independientemente de si son nacionalistas catalanes, nacionalistas españoles o no-nacionalistas como son la amplia mayoría de los nacionalistas españoles. Es mejor no especular sobre por qué ocurre esto, pero el hecho es que la forma en que se percibe desde Cataluña el nacionalismo español siempre tiene un punto histriónico fruto de un esquema simétrico con el nacionalismo catalán que enturbia todos los análisis.

Cuentan los periodistas parlamentarios veteranos una anécdota que, ‘se non è vera, è ben trovata’, que dice que Jordi Pujol, en los primeros años de la Generalitat, se molestaba cuando las manifestaciones, de cualquier tipo, se hacían ante la Delegación del Gobierno y no ante la Generalitat. Los sindicalistas o quien fuera que protestaba no lo hacían para joder a Pujol; obviamente, era un tema de costumbre: siempre habían protestado ante la Delegación. “Pero quien manda es la Generalitat”, se mesaba los cabellos Pujol. El presidente sabía que la única manera de dotar a la Administración autonómica de poder era que la gente pensara que lo tenía. Poder simbólico, a falta de poder real.

El nacionalismo catalán es así. Litúrgico, flojo, resistencialista, a menudo friki, impotente pero exhibicionista. Requiere muchísimo esfuerzo ser nacionalista catalán, porque los nacionalistas catalanes deben ser practicantes, como los Hare Krishna que necesitan dejarse ver para existir. Por eso el nacionalista catalán siempre suelta el céntimo ante la ventanilla del funcionario, porque qué pereza discutir ahora sólo por eso, ¿no?

El céntimo es clave para diferenciar los nacionalismos. Por eso los análisis simétricos que no tienen en cuenta el céntimo se estrellan. Porque no todos los nacionalismos son iguales: hay unos que pueden no soltar el céntimo y otros no. Y por eso el nacionalismo catalán siempre irá de ‘farol’ o no irá.

Dejenme que les ponga el ejemplo de las leyes suspendidas. El otro día, el primer secretario del PSC, Miquel Iceta, explicaba que ellos estaban de acuerdo con varias de las leyes que el nuevo Gobierno quiere rescatar, como la antidesahucios. Iceta lo señalaba con la mano extendida como una de las cosas que podrían negociar entre Quim Torra y Pedro Sánchez, y tiene razón el líder del PSC en que es posible que lleguen a un acuerdo. Probablemente, el Gobierno de Sánchez no recurriría contra una ley como la 24/2015, como hizo el de Mariano Rajoy. Y, al final, de eso se trataba, ¿no? De proteger a las personas en riesgo de desahucio, ¿verdad?

Pues sí, pero no. Esto lo ha vendido así el nacionalismo catalán, porque es un nacionalismo que no está muy seguro de que la población le siga en su causa y debe envolverse con otras cosas. Evidentemente, la protección contra los desahucios es algo que muchos nacionalistas catalanes comparten. Pero la discusión que se planteaba era previa, competencial, sobre quién podía decidir si dar esta atención u otra o ninguna, si la Generalitat, el Estado, la Unión Europea o la Diputación. Está claro que Torra se puede entender con Sánchez y hacer una ley catalana sobre desahucios que no sea objeto de recurso. Más difícil es que Sánchez suelte el céntimo y acepte promover un cambio constitucional que reconozca negro sobre blanco esta competencia a la Generalitat. Cataluña puede decidir sobre esto, ¿entonces? Sí, en la medida que haya un Gobierno en España que lo permita, unos partidos que no recurran en contra y/o un Constitucional que se lo reconozca. Es decir, no puede, aunque en algún momento parezca que sí. Pero entonces los nacionalistas catalanes ya habrán soltado su céntimo bajo la idea de que, si alguien va a protestar, lo hará ante la Generalitat. Que es de lo que se trata.

Los catalanes no entienden el nacionalismo español porque no acaban de entender ni siquiera qué es. Durante estos días de cambio de Gobierno, varios catalanes no nacionalistas catalanes se han dejado la garganta para subrayar los efectos supuestamente balsámicos que la época de Sánchez puede tener sobre la rebelión catalana -por usar su nombre judicial-. Consideran que, sin un Gobierno de nacionalistas españoles al otro lado de la mesa, el nacionalismo catalán quedará retratado y fuera de lugar. Creen, en definitiva, que el nacionalismo español es como el catalán, que tiene que ver con los gestos de dureza hacia Cataluña que hacían Rajoy y los suyos, al cantar “El novio de la muerte”. Algo que, evidentemente, Sánchez no hará.

Pero el nacionalismo español no necesita esta liturgia simbólica, ni mucho menos hacerla desde el Gobierno. La puede hacer, de manera instrumental, al igual que la puede no hacer. Es un dios al que le da igual si se le ruega o si se le predica: su poder no depende de ello. Sin cantar “El novio de la muerte” puede, por ejemplo, decidir cuál es el rango de ideas admisibles e inadmisibles, de la forma más natural del mundo. Por ello, cualquier miembro del Gobierno de Sánchez puede aparecer ante la prensa con una sonrisa y explicar de una manera muy cordial que el derecho de autodeterminación no es materia de discusión política. Y ya está, punto final, aquí se acaba. A partir de aquí, el nacionalista catalán puede levantarse de la mesa y marcharse, mostrando que es un intolerante que no tiene ningún interés real en dialogar, o perdonar el céntimo porque, hombre, no nos pondremos así ahora, después de lo que nos ha costado que nos reciban en ‘Madrid’, ¿no?

Inés Arrimadas no entiende el nacionalismo español. Albert Rivera tampoco. Los líderes de la oposición se han reflejado en el nacionalismo catalán para combatirlo con sus propias armas. Una especie de Tabàrnia, antes de que el concepto se pusiera de moda, que les ha hecho acabar asumiendo el esquema mental del nacionalismo catalán. Como para aquellos los galones obtienen por méritos y un nacionalista catalán siempre tendrá el favor de un nacionalismo que se sabe escaso e incapaz de permitir perder ni un apoyo, Rivera y Arrimadas creen que en el nacionalismo español es igual. Por eso, después de combatir en el frente catalán durante años dando todo lo que tenían, estaban convencidos de que el nacionalismo español los recompensaría con poder en Madrid. Es el tipo de reparto que habría hecho el nacionalismo catalán, que siempre mira antes otros intereses que su propio interés nacional.

Pero, en el nacionalismo español, las cosas no funcionan así. Él es lo suficientemente fuerte como para no deberle nada a nadie y puede quemar tanta carne de cañón como necesite, porque la tiene de sobra. Para el nacionalismo español, el objetivo es tan claro, tan incuestionable y está tan interiorizado, que todos somos contingentes y sólo él es necesario. Por eso es tan peligroso fundamentar tu éxito político sólo sobre una interpretación concreta de este nacionalismo. Más aún si lo haces sobre la parte más exaltada; cuando lo necesite, el nacionalismo español girará hacia nuevas posiciones y te dejará en orsay sin misericordia.

Llegados aquí, creo que convendrán conmigo en que, en realidad, los nacionalistas españoles últimamente parecen no entender el nacionalismo español. Lo confirman las banderas en los balcones y los cánticos del “A por ellos”, el inexplicable complejo de inferioridad con la lengua y creer que el Estado español está en peligro. Salir por la noche a quitar lazos amarillos y la peligrosa autovictimización constante por supuestos motivos étnicos es no entender ni haba del nacionalismo español. Los nacionalistas españoles compraron la retórica efectista que el independentismo catalán ha desplegado en los últimos años y se han calentado con la exhibición sentimental del nacionalismo catalán. “¿Por qué nosotros no tenemos unos sombreros tan vistosos?”, Se han preguntado viendo pasar el ejército de Pancho Villa bajo sus balcones.

Pero el nacionalismo español consolida su poder en el hecho de no ser nacionalismo, de no llevar grandes sombreros, sino en el hecho de ser sentido común. Y eso es lo que a los catalanes más le cuesta entender, que, cuando tienes el sentido común de tu lado, no te parece lo más razonable hacer cualquier tipo de concesión y por eso nunca la harás. Y, si algún día la haces porque el sentido común ha cambiado un rato de lado, la dejarás de hacer cuando vuelva a su posición habitual.

Una amiga me llamó en octubre pasado, cuando el fiscal general Maza interpuso la querella por rebelión contra el Govern. “No puedo creer que en España pueda llegar a haber presos políticos”, me dijo, sinceramente preocupada por lo que estaba pasando en Cataluña y por la calidad democrática de un Estado que siente como propio. Hablé con ella hace pocos días y la vi mucho más tranquila. No cree que en España haya presos políticos.

CRITIC

Els catalans no enteneu el nacionalisme espanyol