Lo que el soberanismo ha destapado

Aunque los constantes volantazos con los que se ve sacudida la política catalana no dan muchas oportunidades para hacer balances de fondo, sí se pueden destacar algunas grandes cuestiones que el proceso independentista ha puesto en evidencia. La lista es larga, pero en esta ocasión me limitaré a destacar tres dimensiones desveladas en relación al Estado español. Y dejo para otro artículo qué ha puesto al descubierto el soberanismo que el autonomismo ocultaba sobre la realidad política catalana.

Para empezar, si hay algo que ha desvelado el soberanismo catalán es la naturaleza autoritaria del Estado español. No es poco. Y no hay que recurrir a la evidencia de la existencia de viejas conexiones franquistas: de continuidades familiares, de instituciones y organizaciones que nunca la han condenado, de persistencia de símbolos o de la resistencia a los ejercicios de memoria histórica y de restituciones que se deberían haber producido hace muchos años. Nos basta con observar cómo cuando el Estado ha tenido que responder al desafío secesionista ha desembocado en la retórica patriotera, recurriendo a sus cloacas y tomando decisiones arbitrarias. Es así como se ha puesto al descubierto la enorme debilidad de su cultura democrática. Los más avispados dirán que ya lo sabían. Pero para la mayoría, el mito de una supuesta ejemplaridad de Transición a la democracia, lo ocultaba todo hasta hace poco.

En segundo lugar, una de las señales de esta mala calidad de la democracia española vendría por la ausencia de la exigible separación de poderes. Sea del todo cierto o no, lo que sí se puede afirmar es que los tres poderes del Estado -con su prensa aplaudiéndolos- se sienten obligados a poner la integridad territorial del Estado por delante del acatamiento a sus propias leyes y a los tratados internacionales que han firmado. Como ya lo explicitó públicamente en septiembre pasado Carlos Lesmes, presidente del Tribunal Supremo y del CGPJ -“la unidad de España es lo que fundamenta todo el derecho del Estado”-, no hace falta que insista. Pero lo cierto es que sin el desafío independentista, nunca se habrían visto obligados a hacerlo transparente.

Finalmente, el proceso independentista ha puesto de cara a la pared la monarquía española. La institución que era la garante simbólica de la sacrosanta unidad -con un rey que supuestamente paraba el 23-F, que era ‘campechano’ y que podía casar una hija en Barcelona con el habitual delirio popular-, ha acabado siendo uno de los factores más claros de descomposición del Estado. Los últimos datos indican que más de un 80 por ciento de catalanes son favorables a una república -doblan a los republicanos en Madrid- y muestran que los cuatro primeros puestos antimonárquicos los ocupan Cataluña, el País Vasco, las Islas Baleares y el País Valenciano. Sí: la monarquía fractura España. Y, por si alguien todavía dudaba de si podía recuperar este papel integrador que la Constitución le asignaba, las amenazas del 3 de octubre contra los demócratas catalanes, su falta de empatía con el millar de heridos por la policía que vino al grito de “a por ellos” y la incapacidad de pedir disculpas, la han convertido en un acelerador más de la división del Estado. Todo lo demás -el entorno familiar corrupto, dividido, decadente- no pasa de ser una anécdota que se añade a la degradación institucional que el independentismo ha contribuido decididamente a destapar. Que nadie se extrañe de la irritación del Borbón.

En resumen: un proyecto radicalmente democrático como el de la autodeterminación de Cataluña ha desvelado dentro y fuera de España la pantomima de un Estado cuya definitiva democratización no llegará hasta que acepte la independencia de Cataluña. He aquí su prueba del algodón.

ARA