Liberales y carlistas: Una guerra entre vecinos

Prats de Lluçanès (Osona), 4 de octubre de 1833. Estalla la Primera Guerra Carlista en Catalunya (1833-1840). Sólo hacía cinco días que había muerto Fernando VII y que había sido proclamada su hija, entonces una niña de tres años, que reinaría como Isabel II. La Primera Guerra Carlista y las dos sucesivas, oficialmente enfrentaron a los partidarios de Isabel ―coronada después de la derogación de la borbónica Ley Sálica que prohibía a las mujeres heredar la corona―, con los de su tío Carlos, hermano del difunto rey y segundo en la línea sucesoria antes de la maniobra de Fernando. También enfrentó a los liberales, concentrados en torno a la figura de la reina-niña contra los absolutistas ―llamados también apostólicos― que cerraron filas en torno al tío. Pero en Catalunya el conflicto adquirió unas motivaciones que iban mucho más allá de la ideología de estado. Sería una guerra entre viejos conocidos que guardaban en el cajón de la memoria y en la bodega de las armas viejas disputas que se remontaban, en ocasiones, a varias generaciones.

Grabado de Barcelona poco después de la Primera Guerra Carlista (1850) / Fuente: Wikipedia

Viejos enemigos y antiguas deudas

Las “viejas cuentas pendientes” es una de las cuestiones que explican la brutalidad que los contendientes emplearon en aquel conflicto. Asaltos a masías, iglesias, pueblos y villas y ejecuciones masivas de prisioneros pasarían a formar parte del paisaje habitual de aquel conflicto. Auténticas carnicerías que difícilmente se explicarían si no se tiene en cuenta la composición sociológica de aquellos ejércitos. En Catalunya, que sería uno de los principales focos del primer carlismo, aquellos ejércitos se articularon con voluntarios del país. Hombres jóvenes y no tan jóvenes, que, impulsados por la miseria, abrazarían las consignas dogmáticas de sus líderes y se lanzarían a una aventura que, incluso antes de empezar, ya tenía el color y el olor de una guerra de bandidaje. Hombres que también, con el pretexto de la guerra, ajustarían cuentas con viejos enemigos y saldarían antiguas deudas.

Los voluntarios carlistas

Las generalizaciones siempre conducen al error. La tropa carlista no era un rebaño de ovejas apostólicas como se los representaba en las ilustraciones gráficas de la prensa liberal de la época. La tropa carlista ―en Catalunya, mayoritariamente voluntaria― estaba formada básicamente por jornaleros agrarios sin tierra, clavados en la miseria, que combatían, sorprendentemente, por los intereses de clase de los propietarios rurales que, históricamente, los habían oprimido. Este contrasentido se explicaría por el dibujo sociológico de la Catalunya de principios del XIX. Aquella Catalunya era, todavía, un país rural y agrario. Y si bien es cierto que los núcleos que, poco más tarde, pilotarían la Revolución Industrial ya empezaban a mostrar las trazas de un país que cambiaría para siempre de fisonomía. El primer carlismo explotó en una Catalunya mayoritariamente rural y agraria.

Caricatura publicada en la prensa liberal / Fuente: Wikipedia

Campesinos contra burgueses

Y se explicaría, también, por el especial contexto del momento. Las potentes clases burguesas de Barcelona y de Reus y de las capitales comarcales, en menor medida, situadas en el umbral de la Revolución Industrial ya ensayaban un cambio de modelo económico. El capital industrial había conseguido tener el control de la producción y de los precios agrarios. Y el mundo rural y campesino catalán había quedado sumido en una sucesión de crisis económicas que lo habían convertido en un polvorín social. El imaginario popular rural había fabricado la idea ―el estigma, se tendría que decir― del burgués liberal como la representación del mal: un avaro que había fabricado su fortuna hundiendo al campesinado en la miseria. Y la propaganda carlista lo acabaría de estigmatizar rebajándolo a la categoría de descreído que, para justificar la comisión de todos los males causados, había renunciado a la fe cristiana y a la tradición de la Iglesia.

Los voluntarios liberales

En el bando liberal las generalizaciones también nos condenarían al error. La tropa liberal no era, estrictamente, un ejército construido sobre los patrones oficiales de la guerra. Las milicias ―los voluntarios liberales― se convertirían en el elemento protagonista de su bando. Y no tanto por el conocimiento del territorio, sino por las motivaciones personales que los habían conducido al conflicto. La tropa liberal estaba formada por jornaleros del medio urbano ―aún no se les puede definir como proletarios― clavados, también, en la miseria, que combatían, también sorprendentemente, por los intereses de clase de aquella burguesía industrial que había convertido sus vidas en un infierno. Las fábricas y la actividad auxiliar que se desarrollaba a su alrededor, aunque dibujaban un paisaje radicalmente diferente del medio rural, ofrecían unas condiciones de trabajo infrahumanas.

Caricatura publicada en la prensa liberal / Fuente: Wikipedia

El pico y la pala

Las milicias liberales se llenaron de hombres jóvenes y no tan jóvenes con una marcada ideología anticlerical y con una extrema sed de aventuras. El anticlericalismo de principios del siglo XIX no era tanto una ideología contraria a la cultura religiosa sino al poder y a la influencia que la Iglesia seguía ejerciendo sobre la sociedad. Aquel anticlericalismo se podría simbolizar como el pico y la pala que pretendía vencer las últimas resistencias del Antiguo Régimen. Y se ensañó con las rectorías, las iglesias y los monasterios, que no tan sólo eran la viva representación del poder eclesiástico, sino que también eran los elementos más vulnerables. La destrucción del monasterio de Ripoll ―el 9 de agosto de 1835― en manos de civiles militarizados llamados Tiradores de Isabel II ―procedentes, en aquel caso, de fuera de Catalunya― sería una de las pruebas más evidentes de estas prácticas.

Fotografía del monasterio de Ripoll después de la destrucción liberal / Fuente: Wikipedia

Viejos conocidos

La guerra tiene la virtud, si se puede decir así, de poner de relieve lo peor de la condición humana. Y eso es lo que pasó en Guimerà (Urgell) el 19 de septiembre de 1835. En aquella población del valle de río Corb se enfrentaron una columna liberal y una guarnición carlista por el dominio del castillo de la población. Aquella operación militar, denominada Asedio de Guimerà, no habría trascendido de los anales de guerra de no haber sido el paradigma de la brutalidad más inhumana. En Guimerà no tan sólo se enfrentaron liberales y carlistas, sino que también uno de los bandos se libró a saldar “viejas cuentas pendientes”. Una práctica que, desde el inicio del conflicto, se había extendido sobradamente. Tanto la columna liberal como la guarnición carlista estaban formadas por voluntarios, con la particularidad de que la inmensa mayoría procedían de los pueblos y villas de la comarca: “viejos conocidos”.

Grabado coetáneo que representa un fusilamiento de prisioneros carlistas / Fuente: Diputación de Guipúzcoa

Saldar “viejas cuentas pendientes”

Cuando las tropas liberales consiguieron la rendición de la guarnición carlista, el capitán Antoni Niubó ordenó el fusilamiento de setenta y un prisioneros. El jefe de la guarnición carlista, el Rosset de Belianes, incluido. Los estudios que se han llevado a cabo, tanto del conflicto en general como de este tipo de episodios en particular, desestiman las ejecuciones indiscriminadas o el fusilamiento de los mandos con el propósito de decapitar al enemigo. “Viejas cuentas pendientes” que tenían orígenes diversos: desde disputas familiares ancestrales, hasta venganzas por la represión absolutista del régimen de Fernando VII que, durante la década anterior (1823-1833), había convertido las Españas en un tenebroso patíbulo y en una gigantesca mazmorra inquisitorial. Una guerra de vecinos contra vecinos y “viejas cuentas pendientes” que se convertían en sentencias de muerte.

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