La triste historia del caracol y la gobernadora

Hoy no parece posible ni conocer ni cambiar el mundo, pero tampoco podemos refugiarnos en la virtud (o en la poesía) sin abandonarlo a su suerte y acelerar su destrucción

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Partula tuvo un final desdichado. Era un caracol pequeño y gentil extendido por las islas del Pacífico central y muy apreciado en Tahití: se alimentaba sólo de líquenes y respetaba –y hasta ayudaba a mantener sanos– los cultivos y los huertos. Era el único rey caracol en la región. Hasta que la glotonería de la mujer del gobernador de la isla Reunión introdujo desde Madagascar la Achitina, una especie grande y apetitosa que en pocos años se multiplicó por todo el archipiélago. Al contrario que la amable Partula, Achitina era un caracol agresivo y voraz, y ello hasta tal punto que a mediados del siglo XX se había convertido en una problema grave para los agricultores de Tahití, que demandaron una solución al representante del gobierno. Tras algunos cuidadosos estudios, se decidió combatir homeopáticamente el mal; es decir, introduciendo una tercera especie caníbal, la Euglandina, a la que en 1977 se encomendó la tarea de acabar con la plaga de Achitinas. Fue un grave error: la Euglandina desdeñó a la Achitina, objeto de la glotonería de la gobernadora, y devoró en pocos años todos los ejemplares de Partulas de la isla. Hoy no queda ninguno. Su extinción inducida invalidó además el trabajo de cincuenta años del eminente científico Henry Edward Crampton, autor de la más importante, detallada y prometedora monografía sobre la especie.

De esta historia –contada por el paleontólogo Stephen Jay Gould en uno de sus libros– se pueden extraer tres lecciones.

La primera sobre los peligros de creer que lo que le gusta comer a un gobernador sibarita puede gustar también a un caracol gigante.

La segunda sobre la contingencia y la fatalidad del bien: el inocente antojo de comer caracoles puede provocar efectos en cadena completamente imprevisibles y además irreversibles.

La tercera sobre el error y la benevolencia del mal: una decisión honrada y equivocada puede ser tan devastadora como un terremoto o una tiranía.

Dejemos de momento esta historia y sus lecciones y atendamos a otra reflexión del citado Jay Gould, esta vez sobre la “naturaleza humana”. Gould extrapola su teoría evolucionista sobre el “equilibrio puntuado” a las pautas de la antropología: lo normal en la historia natural es la estasis o estabilidad, aunque lo decisivo es el cambio, que es siempre rápido y disruptivo. La especie dura sin variaciones millones de años; la especiación se produce en unos pocos miles. Ahora bien, si la “naturaleza” de una especie se define en sus períodos de estabilidad, la “naturaleza humana” se expresará también más claramente en la duración social que en los sobresaltos históricos. “La historia está hecha de guerra, de codicia, de ansias de poder, de odio y de xenofobia” y por eso –dice Gould– a menudo tendemos a interpretar que el hombre es “naturalmente” agresivo y violento. Pero si lo que define la historia es el cambio y lo que define la “naturaleza” es la estabilidad, entonces la historia se define en contradicción con la naturaleza social del ser humano, compuesta de “millares de pequeños e insignificantes actos de amabilidad y consideración”. Tanto Carlos Fernández Liria como yo mismo hemos hablado a menudo de esta contradicción entre la “condición natural” y la “condición histórica” del hombre, conflicto resuelto en favor de la historia (es decir, contra la sociedad) en virtud de la “asimetría” eficiente entre la paz y la guerra, entre la bondad y la maldad, entre el amor y el odio. Como escribía tras el atentado en Barcelona de agosto de 2017, “lo contrario de una bomba” produce sólo efectos inconmensurables: no sabemos cuántos edificios sostiene el amor, cuántas muertes ahorra la cortesía, de cuántas depresiones salva un gesto banal de solidaridad vecinal, cuánta malevolencia desarma la belleza. Sabemos medir, en cambio, las heridas de un cuchillo y las ruinas de un bombardeo. “Una paliza racista puede dar al traste con años de paciente educación en la tolerancia y un asesinato convertir una ciudad amistosa en un nido de terror”, escribe Gould. O como dice un refrán popular egipcio: “lo que acumula en un año la hormiga lo destruye al pasar la pata de un camello”. La naturaleza humana es una hormiga; la historia humana, opuesta a ella, un camello. La tentación de la violencia es también el mejor argumento en su contra: es demasiado eficaz, demasiado decisiva, demasiado “transformadora”.

La historia, como historia del cambio rápido frente a la estabilidad “natural”, depósito de mil gestos afables y banales, es la lucha entre la audacia individual, benefactora o destructiva, y el conservadurismo social, donde se enquistan, en forma de costumbres e instituciones, buenas y malas historias. Es, en todo caso, el equilibrio pugnaz entre historia y sociedad, entre condición histórica y condición humana del hombre lo que ha marcado nuestra evolución como única especie “cultural” del reino animal. Este equilibrio y esta pugna –y la “puntuación” rapidísima que hoy la amenaza– están muy bien descritos por el historiador inglés Eric Hobsbawm en las siguientes líneas:

“Entre las cuestiones importantes que suscitan estas nuevas perspectivas”, dice, “la que nos lleva a la evolución histórica del hombre resulta esencial. Se trata del conflicto entre las fuerzas responsables de la transformación del homo sapiens, desde la humanidad del neolítico hasta la humanidad nuclear, por una parte, y por otra, las fuerzas que mantienen inmutables la reproducción y la estabilidad de las colectividades humanas o de los medios sociales, y que durante la mayor parte de la historia las han contrarrestado eficazmente. Esa cuestión teórica es central. El equilibrio de fuerzas se inclina de manera decisiva en una dirección. Y ese desequilibrio, que quizás supera la capacidad de comprensión de los seres humanos, supera por cierto la capacidad de control de las instituciones sociales y políticas humanas”.

La aceleración lamarckiana de la historia, que ha subsumido enteramente la vida social, hace inútiles nuestros instrumentos evolutivos de comprensión –de tipo binario– y al mismo tiempo deja fuera de juego a nuestras instituciones –y desde luego el control democrático de los cambios mismos. Pero hay una tercera consecuencia: como no hay ya estabilidad, no hay “naturaleza humana” y los gestos pequeños que antes identificábamos con ella –la normalidad bondadosa entre vecinos o familiares– tienen ahora efectos imprevisibles mucho más allá de nuestros cuerpos. La gobernadora de Reunión quería comer caracoles y destruyó Partula y de paso el trabajo de toda la vida de un talentoso científico. Este tipo de “largas distancias” se producen –se producían– por lo general en situaciones de excepción; es decir, en situaciones intensamente históricas. Las guerras, por ejemplo. Los alemanes que, durante la segunda guerra mundial, se refugiaban en su “naturaleza humana” -sus pequeñas solidaridades vecinales, objetivamente buenas- cerraban los ojos a los crímenes del nazismo y, de esa manera, colaboraban con ellos. Hoy pasa lo mismo, por ejemplo, con el consumo o con la tecnología en un mundo global y desigual. La “naturaleza humana” y sus pequeños gestos ha sido no sólo engullida sino instrumentalizada por la historia, cuya aceleración nos ha dejado sin estasis y, por lo tanto, sin “naturaleza”. En contra de lo que pensaba Jay Gould, allí donde todos los días y todos los minutos forman parte de la historia, la “naturaleza humana” –bondadosa, solidaria y repetitiva– también hace el mal. Hoy la estabilidad decide a favor de las fuerzas destructivas de la transformación (de la evolución lamarckiana de la historia) no menos que la violencia. Los hombres buenos que votan a Salvini, a Trump o a Bolsonaro en defensa de la “naturaleza humana” generan la misma destrucción e inestabilidad histórica que los radicales que apoyaban a Hitler o Mussolini en defensa de la aventura del ser, la “autenticidad” de la violencia y la gestación del “hombre nuevo”. Todos trabajamos ya -nos guste o no- dentro de la Historia.

De estas reflexiones se desprenden dos conclusiones relacionadas con el arranque del artículo: con la pobre Partula, la fatalidad del bien y la bondad del mal. La primera tiene que ver con el regreso del “pecado”, como en los primeros tiempos del cristianismo. El cristianismo, de hecho, surgió al mismo tiempo que otras corrientes similares –del neoplatonismo al gnosticismo y el maniqueismo–, todas las cuales recogían el sentimiento individual de una irredimible culpa cósmica. Se era culpable comiendo, tocando, pensando, tosiendo: existiendo. Está volviendo a pasar, esta vez bajo la presión de una economía epidémica conectada y sin fronteras y de unas tecnologías que, como escribía hace poco, acercan la distancia a la inmediatez más asfixiante mientras encierran al cuerpo, diminuto y antiguo, en un cajón estrecho y culpable. Soy responsable de todo; mis gestos más sencillos son pecaminosos: el de hacer la compra, el de comer carne, el de adquirir ropa barata, el de hablar en masculino, el de utilizar el móvil. Frente a esa agudísima conciencia cósmica impersonal, paralela a la opacidad de nuestra carne, ¿no tenemos ya derecho, como las sociedades antiguas, a sobrevivir y olvidar a los muertos, a mirar una flor, a disfrutar de un ron? Cuando prestamos un huevo a un vecino, ¿estamos ignorando a los inmigrantes, las víctimas de las guerras, nuestra contribución pecaminosa al cambio climático? Cuando nuestra amada(o) nos parece la más bella (o) de la tierra o nuestro equipo de fútbol el mejor del mundo, ¿estamos ya prevaricando, con efectos materiales mensurables, en contra de la verdad y la justicia? Ya no es el caso Navantia, donde el lazo histórico entre supervivencia en un lado del planeta y muerte en el otro se hace acusatoriamente evidente de un vistazo sino los gestos más pequeños y cotidianos, a los que una militancia neognóstica cargada de razón –pues la tiene– reprocha su carácter globalmente destructivo. El ecologismo, el feminismo, la defensa de los DDHH, salvación del mundo, dejan fuera, como culpables, los deseos de normalidad –el derecho a la normalidad– de millones de seres humanos que quieren seguir viviendo, igual que sus ancestros, como si no pasara nada.

La otra conclusión tiene que ver, precisamente, con la dificultad para abordar mentalmente esta complejidad histórica –la victoria avasalladora de los vectores de cambio– así como para intervenir desde las cortas distancias, las únicas que nuestro cuerpo sigue reconociendo y en las que nos refugiamos frente al enredo global, rampante e irreprimible. Sin el cerebro –es de perogrullo– no podríamos sostenernos como especie, pero en realidad es contra él que hemos alcanzado todos nuestros logros específicos, desde los propios de la ciencia –como ya explicaba Gaston Bachelard– hasta los irrenunciables progresos de la ética y el derecho, como sabemos desde Aristóteles y Platón. Pensar contra el cerebro –contra su paupérrima binariedad y su doméstica escala antropométrica– es cada vez más difícil, de tal manera que nuestra máquinas acaban pensando por nosotros. Al mismo tiempo, obrar contra la culpa cósmica es casi imposible. No es extraño que, si la ecología, el feminismo y la izquierda en general “culpabilizan” los deseos de normalidad -señalan la “naturaleza humana” como responsable histórica del inminente apocalipsis- la gente sin fuerzas, llevada de su propia humanidad y de su propio cerebro, acabe negando esa relación, defendiendo las distancias cortas y votando a cualquiera que siga tratando la “naturaleza humana” como discernible aún de la historia y autorizando la ejecución sin pecado de los gestos pequeños asociados a la estabilidad “moral” de la especie. Eso es lo que hizo -por cierto- el Dios de la Iglesia en el siglo IV, una vez se aceptó la morosidad del fin de los tiempos y se depuraron los excesos “heréticos” de sensibilidad cósmica: perdonar los pecados pequeños. Por eso creo que no puede llamarse fascismo al nuevo destropopulismo, aunque sus causas y sus efectos se parezcan: porque no es ninguna ideología; es una inútil y peligrosa resistencia antropológica frente a los muy eficaces y muy peligrosos vectores de cambio –“inhumanos” y sin ningún contrapunto equilibrante– que han acabado por fundir historia, capitalismo y tecnología en un solo caudal fuera de control (incluso para los propios capitalistas y  los propios prometeos tecnológicos de Silicon Valley).

Hoy no parece posible ni conocer ni cambiar el mundo, pero tampoco podemos refugiarnos en la virtud (o en la poesía) sin abandonarlo a su suerte y acelerar su destrucción –o al menos complicar las lesiones. ¿Qué hacer entonces? Nunca como ahora se ha podido hacer tanto daño global en las distancias cortas, incluso a través del bien, pero es el único espacio donde se puede intervenir y, por eso mismo, el que no tenga una política para las cocinas y los bares –con todos los riesgos que ello acarrea– quedará fuera de la circulación. Ahora bien, el que no cultive una conciencia lúcida, realista y ética de las distancias largas y de sus abismos civilizacionales sólo podrá hacer daño en las distancias cortas. Habrá que unirse por dignidad, pues, al partido más radical; es decir, al menos radical, al más alejado de los dos extremos extremistas dominantes: el de los enunciadores de principios abstractos y el de los destructores de vínculos concretos. Habrá que unirse al partido de los parcheadores y remendones, el de los que frenan un desahucio, apoyan unos presupuestos decentes, dan de comer al hambriento y tiritas al llagado, sin hacerse ilusiones acerca de la Nueva Venida de Cristo ni renunciar, sin embargo, a la comunión universal de los heridos. Si entre decir las cosas y no decirlas hay todavía alguna diferencia, ya está dicho. Si no hay ninguna diferencia –pues la postverdad manda en los cuerpos– este texto se destruirá a sí mismo por un banal e impotente exceso de razón.

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https://ctxt.es/es/20181017/Firmas/22345/caracol-partula-fatalidad-bondad-del-mal-silicon-valley-gaston-bachelard.htm