La trampa de la uniformidad

Los estados se preguntan desde hace décadas por su viabilidad. Son conscientes de que ellos, que son el invento que la modernidad eligió para asearse, son mucho más que imperfectos y por eso no hay ningún estado que no se interrogue sobre su principal fuente de deslegitimación, la diversidad. Todos los estados quieren ser unos y únicos, todos quieren estar unidos y todos se asustan cuando no lo consiguen. Es como si la modernidad no se diera cuenta que es imposible superar la memoria, que no se puede convertir la cultura y la historia en legislación y en burocracia.

La identificación entre estado y nación crea tensiones insoportables hasta el extremo de tener que crear ficciones poco creíbles, y que una ficción sea defendible es lo mínimo que se le debería poder pedir. La ficción del pacto no puede parecer tan mentirosa porque entonces la autoafirmación se cuestiona y las convenciones se rompen.

Los productos puros enloquecen: miren Francia, el estado por antonomasia, aquel “El estado soy yo” que cada rey, emperador o presidente trata de expresar de la manera más convincente posible. Cuando no se le quema la banlieue , o se le queman las entradas a las autopistas o se le quema Córcega: de la periferia de París en la periferia de las regiones en la periferia de la isla. Para continuar siendo un estado busca tanta uniformidad que todo lo que no es el París ideal termina no siendo Francia. El viejo lema de Libertad, igualdad, fraternidad ya no es creíble sin la diversidad.

Miren el Reino Unido, con un referéndum que se escapó por un pelo de conejo y que la habría separado de Escocia, con un pedazo en fricción permanente en Irlanda, callado cuando China le reclama Hong Kong y sin saber cómo hacerlolo por no ser europeo. O los Estados Unidos, que nos han hecho olvidar Obama bajo capas de chulería, racismo, machismo y clasismo. Rusia no hay ni mirarla, que da miedo. Los Estados Unidos y Rusia aún no han digerido que no pueden ser imperio.

Que el estado está en crisis porque no domina la escena es una evidencia, y si eso les pasa a los estados fuertes, que no les pasará a los débiles. Las múltiples diversidades al que se enfrentan se mezclan con el miedo a unas empresas tecnológicas que pueden cambiar las reglas de los pilares en los que habían confiado, desde el comercio hasta la información pasando por los datos o, vuelta a empezar, las identidades.

Además, los estados han pasado de temer la diversidad interna para afrontar la globalización, a temer la diversidad externa, y las élites que forman sus aparatos tienen miedo porque la diversidad cambia constantemente las reglas. No basta con enviar a los hijos a aprender inglés, pretenderse viajado, disolverse en el magma internacional y definirse como ciudadano del mundo. Esto no deja de ser un mecanismo de defensa, una forma de afirmarse como mejor que otro. Otra ficción poco creíble.

Las naciones sin estado temen el abuso y sufren por no tener los instrumentos mínimos que permitan su supervivencia. Mientras tanto, los estados sin nación enfurecen cada vez que los demuestran que no son ni unos, ni grandes, ni libres. Saben que por mucho que impriman que creen en Dios a los dólares o que son algo por la gracia de Dios o de la diosa Razón, o que se inventen nuevos tótems a partir de nuevos sacerdotes, como Habermas, el cuestionamiento será constante. Saben que cuanto más grandes sean las contradicciones -contradicciones habrá siempre, se trata de que no sean colosales- más críticas tendrán que aguantar.

El estado lo fía al todo o nada, conmigo o contra mí. Y no duda en echar el tiempo atrás, si es necesario. Volver al racismo, al segregacionismo económico -¿Recuerda los viejos tiempos de la abundancia y de la justificación neoliberal, en España y en Cataluña, cuántos aprendices de Hayek que aparecieron por todas partes? -, al negacionismo, a las fobias identitarias sexuales o culturales. Tiene tanto miedo que prefiere volver atrás, en aquellos tiempos en que todo parecía seguro. Sólo lo parecía. No lo era.

Por eso aparecen los cuatrocientos mil votos a Vox en Andalucía. Sin inmigración, sin pobres, sin LGTBI y sin catalanes parece que la cosa estaría más clara, al menos así lo dicen en su programa. Por eso cuesta tanto distinguir discursos e incluso apariencia física de los candidatos de una derecha que va del extremismo a la poca homologación. Vuelve el sueño de inmigrantes poco oscuros, pobres conformados, homosexuales en terapia, comunistas culpables de una cosa u otra y catalanes contentos de admitir la superioridad cultural hispánica. O eso, o la cárcel y el exilio, el desahucio o la cerca de alambre y cuchillas. La historia de siempre, repetida.

La diferencia entre los que cuestionan el Estado y quienes lo defienden es que los segundos tienen mucho más poder. Y, por tanto, el deber de dar más explicaciones y más respuestas. Qué estados tan pequeños.

ARA