La obediencia vasca

En el año 1988 publiqué en los Cuadernos de Sección de Eusko Ikaskuntza, junto con Koldo San Sebastián, un trabajo sobre «Santiago Aznar y la crisis del socialismo vasco (1939-1946)». Posteriormente, en 2001, Koldo recibió el encargo del consejero de Industria, Comercio y Turismo, Josu Jon Imaz, de escribir una biografía del citado, primer consejero de ese departamento. Y así lo hizo. El trabajo fue presentado en el Hotel Carlton, antigua sede de Lehendakaritza donde Santiago Aznar había acudido decenas de veces, durante el periodo de la guerra, al Consejo de Gobierno presidido por el lehendakari Aguirre.

Aquel artículo terminaba en 1946, tras presentar el consejero Aznar al lehendakari su dimisión después de diez años de pertenencia al primer ejecutivo de la historia vasca y habiendo pasado por las mil vicisitudes de la guerra y el exilio en Europa y América. Koldo y yo jugábamos con ventaja, dado que me casé en Caracas con la nieta de Santiago Aznar y, además de conocerle y tratar con él en su casa y en el Centro Vasco, dejó a su fallecimiento dos grandes cajas repletas de cartas, apuntes, agendas y folletos de todo tipo. El material era invalorable, pero adolecía de estar centrado fundamentalmente en aquellos años que van desde 1939 hasta 1946, periodo durante el que pudo conservar sus papeles cerca de él. Aquel buen trabajo tenía la particularidad de resumir en 49 páginas aquellas luchas políticas en las que la parte nacionalista del Gobierno Vasco ponía como condición a los socialistas su «obediencia vasca». Se conmemoraba en 1939 el centenario de la primera ley abolitoria de los fueros vascos, fecha que el lehendakari quiso recordar enviándole una carta abierta al dictador de España, Francisco Franco, amén de otros actos y manifiestos. Con este telón de fondo y con el hecho de la pérdida del territorio como consecuencia de la guerra, con todo lo que esto supuso de persecución, refugio, exilio, penurias de todo tipo y falta de perspectiva en aquellos años de plomo, se produjeron varios chispazos dialécticos en el seno del Gobierno Vasco que casi dieron al traste con la unidad del ejecutivo que Aguirre mimaba con especial celo, mucho más tras la derrota en la guerra.

Koldo, como buen escritor, sometió la correspondencia entre consejeros al bisturí del cirujano-historiador para, en esas cincuenta páginas, tener una visión de conjunto de lo que había ocurrido. Y esta separata quedó como un buen aporte para el estudio de nuestra historia contemporánea.

Pasado el tiempo he vuelto a aquellas cartas para hacer hincapié en las consecuencias que tuvo una comida, con su larga sobremesa, en una localidad turística de Iparralde, Guéthary. Allí Monzón y Nárdiz hablaron con desenvoltura de cómo veían al Gobierno Vasco, su futuro, la «obediencia vasca» y el trabajo de los tres consejeros socialistas (Aznar, Gracia y Toyos) ante un resabiado dirigente socialista como Miguel Amilibia, al que no se le ocurrió mejor cosa que dar cuenta de aquella comida informal a su compañero Sergio Echevarría. Acercó la cerilla encendida al reseco prado y ardió Troya.

Y como a este incendio se le unían otras llamas, aquello originó dimisiones, portazos, malas caras y reuniones tensas, así como enfrentamientos, por lo que Aguirre hubo de emplearse a fondo para restablecer, dentro de lo posible, la calma y la armonía. Todo eso aparece en las cartas que ahora publico en su integridad, sin que el cirujano meta su cuidadosa mano en lo que en un momento determinado escribieron Aguirre, sus consejeros y los dirigentes socialistas, alguno esperando ocupar el lugar de uno de sus tres compañeros. Condición humana. Las cartas reflejan con exactitud el momento que vivía el autor de las mismas, su preocupación, sus angustias, la manera de tratar a su interlocutor, el grado de confianza, la generosidad y su visión del momento. Este es pues un libro de cartas inéditas, con sus espacios, sus tratamientos, su léxico y su fotografía del momento preciso. Es el valor de este trabajo, que cuenta con este aporte inédito, como la descripción de la salida de los vascos de Figueras a Perpignan, la narración de cómo funcionaba la Delegación de Bayona, las dimisiones de Monzón, la paciencia del lehendakari para no aceptárselas, las demandas del Comité Central Socialista de Euzkadi para tener más mano en el trabajo con los refugiados y enterarse de qué iba la cosa, así como los debates sobre «la obediencia vasca» y los enredos de un Miguel Amilibia implacable y desafiante.

Y termino con tres aportes importantes de cartas escritas por Aguirre a Irujo y a Lizaso en 1943, resumiendo sin florituras lo vivido en aquellos años, resumiendo lo que habían experimentado durante aquellos meses antes de abandonar París por la entrada de los alemanes, así como el minucioso resumen de la odisea del lehendakari en Alemania cuando logró huir de la Gestapo y del franquismo. La conclusión del libro recoge los fuegos artificiales de este buen análisis presidencial. Es Aguirre, como digo, en estado puro, con su evidente capacidad política que se palpa en cartas que él seguramente nunca pensó las airearíamos, pero es la obligación de la historia y por eso lo hacemos. Aguirre no solo es San Aguirre, sino el político Aguirre que, por cierto, en su trabajo de apagafuegos sale en todas las cartas muy bien parado, aunque, en ciertos momentos, dando un puñetazo sobre la mesa.

Además del valor histórico de los datos y fotografías aportados, las cartas tienen el inmenso valor de conocer el aporte personal y el talante de cada uno de los implicados, la mano izquierda de José Antonio Aguirre, la razón por la que llamaban a Santiago Aznar «el diplomático», las malas pulgas de Amilibia, el siempre cabreado Toyos, la perplejidad de los consejeros, el frenazo de Monzón y Nárdiz, así como el inmenso caudal de datos que aporta una carta oceánica del lehendakari al Comité Central Socialista de Euzkadi, a la manera del Gran Capitán, detallando todos los trabajos, todo lo hecho en pro de los gudaris y refugiados en los campos de concentración, refugios y centros asistenciales de aquel Gobierno al garete en el exilio en 1940, pero que daba sopas con honda a todos los republicanos que andaban a pelea diaria y con la mayoría de sus exiliados sin asistencia ni referencia alguna. En el apartado denominado «Biografías» presento a doce de las personas que salen en este libro, destacando la antológica carta de despedida que le envió el lehendakari Aguirre a su consejero Aznar tras aceptar la dimisión de este en 1946, y tras haber logrado que las maniobras de Prieto y Toyos no prosperaran a la hora de invalidar la existencia del Gobierno Vasco en el exilio. Como se ve, es una gota en el océano de lo que pasó en aquellos años tan singulares, especialmente para unas personas que jamás pensaron que iban a verse envueltos en semejantes vivencias, formando parte de aquella tragedia que -según creo- conviene conocer, cuando además de su propia supervivencia, estaban a punto de ser aventados de aquel París que iba a ser ocupado ese mismo año por los alemanes.

  1. 1939-1940

Es esta una historia poco conocida pero muy representativa del carácter de los vascos en general y de aquellos refugiados en particular. Se puede asemejar al relato de una casa que se estuviera quemando y entonces los hijos se ponen a discutir sobre el condimento del cocido de la comida de ese día, pero sin dejar de usar la manguera para apagar el fuego. Algo así ocurrió aquel fin de década entre Bayona y París.

Aquel gobierno, el primero en la historia de los vascos, se había formado el 7 de octubre de 1936 en Gernika. Para presidirlo eligió a un diputado de 32 años, católico, deportista, abogado y del PNV, quien designó allí mismo un ejecutivo de concentración con un programa común de avanzado espíritu social. Salvo la derecha, a la que tenían enfrente y disparando, en Gernika estaban presentes cuatro consejeros del PNV, tres socialistas, dos republicanos, un bermeano de ANV y un donostiarra del partido comunista. Los once, con el tiempo, se convirtieron en «aguirristas» incondicionales, aunque uno de ellos, Toyos, le dejó en México cuando Indalecio Prieto le nombró director del Colegio Madrid en Ciudad de México en 1943. Ser «aguirrista» le costó el puesto al comunista Astigarrabia que, tras la caída de Bilbao el 19 de junio del año siguiente, se convirtió en el chivo expiatorio de los comunistas «por su compadrazgo con Aguirre».

Fusilado en junio de ese año 1937 Alfredo Espinosa, el consejero republicano de Sanidad traicionado por el aviador Yanguas que lo traía de Bayona, el Gobierno Vasco perdió a dos de sus consejeros.

El piloto, aduciendo una avería, aterrizó el avión en el que Espinosa viajaba en la playa de Zarautz. Este miembro del Gobierno de Aguirre le escribió poco después una despedida impactante, diciéndole al lehendakari que si se trataba de aprobar o no en el seno del Gobierno el indulto o la pena de muerte para alguien, su voto siempre sería a favor de la vida. El resto de consejeros, después de pasar por Barcelona, donde se instaló el Gobierno Vasco, tuvo que partir definitivamente al exilio en 1939, residenciándose entre Bayona y París, aunque el consejero Monzón permaneció una temporada en Bruselas.

«¡Qué poco nos comprendieron -se lamentaba Aguirre-, especialmente en Francia…! Para algunos éramos unos indeseables, para otros unos pobres engañados, y no faltaban quienes mirándonos con desprecio nos acusaban de ser los causantes de los males de Francia.» No olvidemos que el Comité de No Intervención, forjado fundamentalmente por Inglaterra y Francia, dejó a la República aislada mientras Hitler y Mussolini ayudaban sin pudor -con armas, bombardeos y acciones de infantería- al general golpista Francisco Franco.

Y es que también el exilio fue duro para el lehendakari y su gobierno. Como hemos recordado, antes de residenciarse en Francia, el Gobierno Vasco había pasado por Catalunya, y en el caso de Aguirre, cumpliendo su promesa en defensa de unos principios. Lo contó él mismo: «El 4 de febrero de 1939 por la mañana salía el presidente de Cataluña, señor Companys, por el monte, camino del exilio. A su lado marchaba yo. Le había prometido que en las últimas horas de su patria me tendría a su lado, y cumplí mi palabra». Francia también fue, a la vez que fuente de sangrantes disgustos, campo de solidaridad y de reconocimientos.

En marzo de 1939 el lehendakari Aguirre fue a visitar al presidente Herriot, quien lo recibió en su despacho de la Cámara de Diputados: «Íbamos -cuenta Aguirre- a pedir su nombre para la Presidencia de Honor de la Liga Internacional de Amigos de los Vascos, que se había fundado en París. Compartía con él la presidencia Su Eminencia el Cardenal Verdier, que la había aceptado. Varias notables personalidades políticas y culturales, entre ellas el futuro Premio Nobel de Literatura, François Mauriac (1952), formaban el Comité Central de la Liga».

Expuesta la idea, el presidente Herriot les contestó: «Acepto muy gustoso el honor que me hacen, porque ustedes han sido un pueblo que ha sabido luchar con bravura hasta el fin. Cuando se lucha así, se merece el respeto de todo el mundo». Aquellos reconocimientos eran reconfortantes. Se habían quedado sin territorio, sin medios, las familias necesitaban asistencia, los presos atención, los fusilados y sus familias reconocimiento, y los jóvenes salidas ante los tambores de guerra que sonaban en Berlín y Roma y ante un campo de concentración en Gurs, cerca de Bayona, abierto y amenazador que mostraba su cartel de «repleto».

Con estas dificultades se recibió en Francia el apoyo para atender a los 100000 refugiados vascos que, en uno u otro momento, atravesaron la frontera. El Gobierno Vasco, bajo la preocupación constante de Aguirre y sus consejeros, estuvo otra vez al servicio de su pueblo, en ese momento en el trance durísimo del exilio. Hay que decir que contrastaba este comportamiento con la dimisión de Manuel Azaña el 27 de febrero como presidente de la República española, la pelea constante entre los socialistas Prieto y Negrín, y el abandono del republicanismo vencido en relación a los suyos por falta de organización.

A esto se le añadía la reyerta extenuante entre el Seré (Servicio de Evacuación Refugiados Españoles) y el Jare (Junta de Auxilio de los Republicanos Españoles), y la finalización de la guerra el 1 de abril con la entrada victoriosa de Franco en Madrid, repitiendo su demoledor parte de guerra: «En el día de hoy, cautivo y desarmado el Ejército Rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado. El Generalísimo Franco. Burgos 1 de abril de 1939».

Había acabado una guerra y se gestaba otra, ya que el inicio de la Segunda Guerra Mundial se produjo el 1 de septiembre de ese mismo año 1939 con la invasión de Polonia por parte de los alemanes. Así pues, en aquel año de 1939 pasaron muchas cosas, entre ellas también una que parecía fuera de lugar habida cuenta del día a día de aquellas sociedades enfrentadas en preguerra;nos referimos a la celebración el 25 de octubre del centenario de la primera ley abolitoria de los fueros vascos.

Carta abierta a Franco

El 25 de octubre de aquel año se conmemoraba el centenario de la abolición foral tras el conocido «Abrazo de Bergara», que más bien fue la traición de Bergara. Los generales Maroto y Espartero se abrazaron, pero no cumplieron lo estipulado. Al poco, «se confirmaban los Fueros de las Provincias Vascongadas y Navarra sin perjuicio de la unidad constitucional de la monarquía». Ahí empezó todo.

Fecha tan redonda de recuerdo tan amargo sobre la abolición foral y la «obediencia vasca» no se podía pasar por alto, y de ahí que los nacionalistas plantearan a los socialistas un documento para recordar la fecha. Asimismo, con ese telón de fondo, el lehendakari Aguirre aprovechó la efemérides para escribir una carta abierta a Franco, con la que Monzón no estuvo de acuerdo. Aguirre trataba de dar a conocer lo que había sido aquel expolio aprobando un comunicado que se inscribía en la controversia que tenían nacionalistas y socialistas, actualizándolo a través del compromiso de Gernika de 1936.

Monzón argumentaba que una de las armas que tenía el lehendakari era el silencio como representante ante todos del dolor de los vascos, y que no tenía que haber roto ese silencio enviándole una carta a aquel dictador sanguinario. A juicio del consejero de Gobernación tenía que haberle responsabilizado de todo lo que había supuesto su rebelión militar: los miles de muertos, los bombardeos, la destrucción de las instituciones, el exilio en el que vivían… Y, además, creía que de romperse aquel silencio se debería de haber roto dirigiéndose por primera vez a los vascos para hablarles del futuro. Aguirre aceptó sus críticas, pero llamó a sus compañeros del Gobierno Vasco y al presidente del EBB para leerles la carta y le dijo que, a pesar de todo, ellos creían que el mensaje era oportuno, y en cuanto a su silencio le dijo que ya se había dirigido a los vascos en Barcelona en su mensaje de Gabon, así como en el llamamiento a los vascos para que colaboraran con Francia frente a los alemanes siendo beligerantes, así como muchas más cosas y declaraciones que había realizado. Añadió que él creía que a quien sojuzgaba a los vascos había que recordarle que la lucha de los vascos tenía ya cien años, y que en política las protestas tenían que ser consignadas. Por otra parte, Aguirre consideraba que en la discrepancia que el nacionalismo tenía con los socialistas, ese asunto podía involucrarles en algún tipo de emoción foral, aunque fuera verbalmente, y eso no le parecía nada mal.

Por otra parte, el lehendakari quería lograr una unión vasco-catalana que sirviera de acicate a los nuevos republicanos, porque los vencidos no tenían mucho que hacer sobre las reivindicaciones vascas para imponérselas a ellos y no ellos a los vascos en un momento en que empezaba a hablarse de una restauración monárquica sobre unas bases diferentes a las de la monarquía de Alfonso XIII. El lehendakari Aguirre les comentó que había recibido la visita de Miguel Maura, que había sido ministro de Gobernación con Azaña, y que contaba con la aprobación del exministro Prieto, quien no podía ver a un ex primer ministro apellidado Negrín. Estas conversaciones se habían producido para que Aguirre se pusiera en contacto con el duque de Alba, embajador en Londres, y para tratar de sentar las bases de una solución que los ingleses verían de muy buen grado, ya que al parecer apoyaban a Franco porque decían que en España no había nada más que él, mientras que el mundo republicano les parecía un gallinero. Sin embargo, la coyuntura internacional -con Hitler y Mussolini a punto de merendarse Europa— no les ayudó nada. Es más, lo estropeó todo.

A Telesforo Monzón lo de Maura le pareció interesante porque había que conocer qué apoyo tenían los alfonsinos (seguidores de Alfonso XIII) en el Ejército, y si contaban con las simpatías de Inglaterra y Francia, pero consideraba que tenían que tener cuidado de no meterse en una pelea interna entre legitimistas y liberales, porque saltarían inmediatamente los carlistas y aquello sería una ensalada de patio de colegio. Lo que empezaba a estar claro era que los vascos se estaban desvinculado de los lazos que les unían a la República, que ya no existía al haberse perdido la guerra, para que no les embarcaran en una nueva aventura, unos con cantos de sirena y otros, los monárquicos fracasados, con sus expectativas.

Lo que Monzón proponía al lehendakari era no llevar la causa vasca a un callejón sin salida, sino que esa salida la eligieran ellos. Muchos ya no tenían fe en todas aquellas instituciones de papel. Monzón manifestaba que no creía que Companys fuera el presidente de Catalunya, ni Martínez Barrios el de la República, ni su amigo Toyos el consejero de Trabajo de «ucadi». Después de la catástrofe de la guerra, nadie era nada por sus cargos, sino por su prestigio, y el único que lo tenía en aquel marasmo era José Antonio Aguirre, que sí representaba a los vascos. Era una realidad.

Pero todo eso se fue al traste tras la derrota de Francia, la desaparición de Aguirre y la firma del armisticio franco-alemán en junio de 1940. Todos los organismos republicanos fueron prohibidos, y ahí les involucraron a los vascos, siendo vistos como rojo-separatistas e indeseables. El peligro de que les pusieran a todos en manos de Franco y los suyos propició que miraran hacia América, no sin haberse reunido previamente Leizaola, Eliodoro de la Torre, los tres socialistas y Monzón. En esta reunión se llegaron a una serie de acuerdos, decidiendo la continuidad del Gobierno de Euzkadi en América para conseguir la unidad del exilio vasco. Aguirre se encontraba en ese momento en paradero desconocido.

Francia se había rendido y partido en dos, y aquel llamamiento de Aguirre para que en 1939 los vascos se unieran al ejército francés sirvió para que el régimen instara a los refugiados a volver a sus casas, quizá para tenerlos controlados y no en un ejército adversario. De todas formas, con los inscritos se pensaba formar un cuerpo especial que luchara en Burdeos contra los alemanes, pero eso fue bastante más tarde, en 1945, al finalizar la guerra.

La situación angustiosa de los presos

Lo que estaban viviendo, en aquel ambiente, parecía propio de una situación irreal. Los refugiados habían tenido que dejar sus casas, eran perseguidos, sus directos colaboradores o habían muerto o vivían con muchísimas penalidades y, como hemos anotado, el lehendakari había desaparecido en mayo de 1940 y su futuro era incierto, con todo lo que significaba la pérdida del gran referente.

Las noticias de persecución a todo lo vasco y al euskera eran cada vez más alarmantes, la República era un recuerdo, todos los cardenales españoles bendecían aquellas tropelías y decían que era una Cruzada, y los vascos tenían que embarcar para ir a una América desconocida con cuatro pertenencias y, para colmo, en aquella coyuntura se esfumaba la posibilidad política de que Euzkadi fuera dueña de su futuro.

Pero dentro de aquella penuria estaban agradecidos, ya que vivían y se movían con cierta libertad. Sin embargo, les pesaba la situación de sus compañeros encarcelados, dado que muchos de ellos habían sido fusilados, nada menos que por «auxilio a la rebelión», cuando sin comerlo ni beberlo se encontraron ellos agredidos por unos militares golpistas que argumentaban su rebelión como «defensa de la Patria» y era definida como una «Santa Cruzada». Lo malo era que no cesaba la persecución en Euzkadi, por el contrario, parecía que se había recrudecido, multiplicándose las detenciones. En la cárcel de Larrinaga se había acumulado tal número de presos que en un momento llegaron a sumar 2872 personas. Los familiares de los últimos encarcelados quisieron llevarles colchones, pero lo prohibió la dirección de la prisión por no haber sitio donde colocarlos. Por esta razón los presos se veían obligados a dormir por turnos. Asimismo, informaciones directas obtenidas acerca de la situación en que vivían los encarcelados del penal del Dueso en Santoña les hacían saber que se encontraban en muy malas condiciones higiénicas y mal alimentados. Casi todos estaban infectados de sarna y no podían ni recibir visitas de sus familiares.

La moral y el ánimo de los detenidos era, no obstante, asombrosa, pues les decían que soportaban la adversidad con gran entereza y dignidad. En París tuvieron ocasión de hablar con un antiguo encarcelado, el cual acababa de abandonar el territorio ocupado, huyendo a Francia. Había sido detenido y recluido en la cárcel de Ondarreta por espacio de cerca de tres meses, y había manifestado que, según un recluso, por las noches eran sacados para ser fusilados, sin formación de causa alguna, y calculaba que se elevaban a unos ochocientos los que, en espacio de dos meses, habían sido «paseados».

El subdirector de la cárcel, que se distinguía por su crueldad y ensañamiento, del mismo modo que dos individuos vestidos con uniforme de requeté, apellidados Martínez y Salinas, habían sometido a los presos a todo género de vejámenes y torturas. Estos dos individuos desaparecieron durante algún tiempo de la prisión, pero en aquellos momentos se hallaban de nuevo en la cárcel de Ondarreta en calidad de vigilantes. De Salinas se decía que anteriormente había pertenecido a la UGT, y que había trabajado en calidad de peón en la cantera de Martutene. Había en Ondarreta una población penal aproximada de 800 hombres y 200 mujeres. En el antiguo cuartel de las Fuerzas de Asalto en Zapatari había detenidos otros 600 hombres, y en el asilo de San José también bastantes mujeres.

Los que hacían el seguimiento de los presos calculaban en unos 6000 los soldados que al tomar Bilbao cayeron en poder de los rebeldes. El trato que se les daba desde un principio era inhumano. Se les alojó en el Instituto y en la Universidad de Deusto. El régimen de vida al que se les tenía sometidos era el siguiente: seis y media de la mañana, levantarse;siete de la mañana, canto de himnos (el de Falange y el Oriamendi);ocho y media desayuno, que consistía en agua caliente con color de café y azúcar;de nueve a doce de la mañana, paseo militar;doce y media, comida (que consistía en un plato de lentejas o alubias);de tres y media a siete, instrucción militar;y a las ocho, acostarse.

Durante bastante tiempo fueron sacados de esta cárcel, cada noche, cinco o seis presos para ser fusilados. Como por este motivo se despertaba a todos, presos y frailes, el prior del convento rogó a los militares que antes de la noche fuesen apartados los que iban a ser fusilados. El que les facilitaba estos informes aseguraba que solo uno de los fusilados pidió la presencia de un sacerdote, dándose el caso de que para auxiliarle se trajo un jesuita, cuando existían en el mismo convento numerosos religiosos carmelitas.

Las cárceles 7 el número de presos que había en Bizkaia, en cifras aproximadas, eran las siguientes: prisión del Carmelo Begoña, 3000 presos;chalet Orue (Begoña), 1200 mujeres;cárcel de Larrinaga, 4500 gudaris;cárcel flotante del «Upo-Mendi», 1500;Adoratrices de Neguri, 500;cuartelillo de Seguridad, 300. Lo cual hacía un total aproximado de 17300 presos. Este negro panorama, lógicamente, estaba en el día a día de los consejeros en el exilio. Los presos eran republicanos, socialistas, nacionalistas y comunistas, amigos 7 conocidos muchos de ellos, lo que les producía una gran presión, pero eso no obstaba para que abordaran otros asuntos de su agenda, ya que la gestión diaria se la habían quitado por la fuerza los militares sublevados.

Del frente nacional al frente nacionalista

La actuación del Gobierno Vasco durante la guerra había supuesto la formación de un gobierno de concentración que había funcionado en realidad como un frente nacional. En él se habían aglutinado en la práctica diferentes fuerzas políticas, completamente heterogéneas, frente a un enemigo común representado por los militares sublevados contra el Gobierno legal republicano. La única diferencia con los frentes nacionales que proliferarían posteriormente a lo largo de la guerra mundial era que, en este caso, la hegemonía y dirección del mismo había estado en manos de una fuerza «burguesa», es decir del PNV, según Jiménez de Aberasturi, mientras que en la estrategia frentista antifascista de los años cuarenta el planteamiento político debía ser exactamente el contrario: las fuerzas revolucionarias, léase los PC, debían agrupar en torno a un programa mínimo antifascista y, bajo su dirección, a todas las fuerzas políticas y sectores sociales posibles -incluida la burguesía o una fracción de ella.

Esta actuación había sido fundamentalmente pragmática, sin grandes teorizaciones políticas, y se había basado en las necesidades e intereses del momento. La República necesitaba el apoyo de un Gobierno Vasco moderado de cara a la acción política en el exterior y, por su parte, el Gobierno Vasco situado dentro de la legalidad republicana dependía en muchos aspectos del mantenimiento de buenas relaciones con el Gobierno central. Todo ello no había supuesto ningún obstáculo para que el PNV y el Gobierno Vasco hubiesen ido paulatinamente, como ya se ha visto, creando las bases de una actuación cada vez más independiente del Gobierno republicano. Esta tendencia se fue reforzando a medida que la situación militar fue empeorando, hasta el momento en que se planteó la crisis general de la República que desembocaría en el golpe del coronel Casado en marzo de 1939.

La derrota y el exilio caótico que le siguió agravaron los problemas políticos ya planteados en los últimos momentos de la República. La dimisión de Azaña, ya exiliado en Francia, así como la actuación de la Diputación Permanente de las Cortes en sus reuniones de París en julio de 1939, desautorizando a Negrín y apoyando a Prieto, que se había hecho por aquel entonces con el tesoro del yate Vita, condujeron a una situación en la que solo quedaba constatar la muerte de la República y sus instituciones como lo subrayaban repetidamente los nacionalistas. Pero esta opinión no era exclusivamente suya, ya que había un gran número de republicanos que opinaban algo parecido, sobre todo entre los enemigos de Negrín. En la reunión de la Comisión Permanente de las Cortes del 26 de julio de 1939, Fernández Clérigo, que la presidía, había afirmado:

«En lo que atañe al Gobierno, al día de hoy, en su composición actual, un examen objetivo de los hechos lo presenta como inexistente en realidad […]. Completamos nuestro pensamiento declarando que si hubiera posibilidad legal y realidad práctica de Gobierno no sería, a nuestro juicio, conveniente su existencia como tal, por razones obvias de tipo nacional e internacional». A todo ello había que añadir una crisis paralela en el PSOE, fuerza fundamental del Gobierno republicano y socio del PNV en el Gobierno Vasco, que quedaba dividido en diferentes tendencias, irreconciliables entre sí: los moderados que tenían a su líder Besteiro -principal protagonista del golpe de Casado-preso en las cárceles franquistas;el ala izquierda seguidora de Negrín, cada vez más debilitado en la medida en que se fortalecía su principal enemigo, Prieto, que contaba con numerosos seguidores y, por fin, los «caballeristas», partidarios de Largo Caballero que, sin embargo, se había recluido en una pasividad total negándose a intervenir en las pugnas políticas del momento y que terminó enfrentado con sus propios partidarios, los cuales habían apoyado el golpe de Casado en Madrid y la maniobra de Prieto en la reunión de la Diputación Permanente de las Cortes de julio.

Comienza a gestarse la crisis

Fue en la primavera de aquel penoso 1939 cuando comienza a gestarse una crisis en el seno de las fuerzas que conformaban el Gobierno Vasco en el exilio, entre París y Bayona, que va a poner a prueba la estrategia de unidad, defendida por José Antonio de Aguirre desde octubre de 1936. Por otro lado, los hechos que conforman la crisis nacional vasca no pueden desligarse de la situación de división y enfrentamiento que existía en el campo republicano, incluso antes de finalizar la Guerra Civil. Es precisamente a partir de este hecho cuando el lehendakari Aguirre cree conveniente «ajustar el programa de Gobierno de Euzkadi a la nueva situación producida por la guerra conjugándola con los avances del espíritu nacional entre los vascos».

La primera respuesta afirmativa al presidente vasco es la del PNV. A esta le siguen, casi inmediatamente, las de ANV e Izquierda Republicana. Los problemas iban a surgir por parte de los socialistas, divididos en torno a la cuestión planteada y, sobre todo, presionados por el Comité Nacional del PSOE. El Comité Central Socialista de Euzkadi (CCSE) va a pedir, sin embargo, explicaciones al Gobierno sobre la declaración del PNV en respuesta a la propuesta del presidente vasco. La primera es dada por el propio Aguirre a Paulino Gómez Beltrán, presidente del Comité Central Socialista de Euzkadi, a través de una nota verbal de cuatro puntos:

«1. La nota del PNV responde a la realidad política de Euzkadi. Todas las informaciones que se poseen del interior de nuestra Patria reflejan un acrecentamiento del espíritu nacional vasco. Sectores importantes de vascos, se vuelven hacia el camino de lo nacional vasco.

  1. Responde a la realidad del Exterior. Lo nacional vasco es lo único existente:
  2. a) Ha desaparecido la República y sus instituciones.
  3. b) Todos los partidos españoles aparecen divididos y de esta división no se escapa ninguno.
  4. c) El único caso de prestigio conocido es el del Pueblo Vasco.
  5. El PNV tiene total seguridad de que una nota redactada por los socialistas vascos, y que contestara a la propuesta que se les hizo, hubiera estado redactada en términos vascos, más nacionales vascos.
  6. La nota del Partido no pretende otra cosa sino que todos los problemas vascos sean resueltos por los vascos, sin que ningún otro criterio pueda modificar su camino».

La obediencia vasca

El 13 de mayo de 1939 es Doroteo de Ziaurritz, presidente del EBB (Consejo Nacional) del PNV, quien se pone en contacto con Paulino Gómez Beltrán a la sazón en Meudon (periferia sudoeste de París) y presidente del Comité Central Socialista de Euzkadi. En su carta señala que «estimamos [el PNV] que habían que dar un nuevo fondo al programa primitivo del Gobierno Vasco, y que este fondo había de beneficiar sensiblemente a lo que en ese momento constituía la parte más viva del Programa de Guernica». El problema estribaba que, en su respuesta a la nota anteriormente reseñada, los socialistas en «el aspecto vasquista, lejos de acentuarse y cobrar más vigor, se amortigua y queda vagamente expresado». Como vemos, no eran de la misma opinión Aguirre y Ciaurritz en lo que respecta a este asunto, al menos aparentemente.

El asunto de la «obediencia vasca» va a quedaren suspenso durante unos meses. Sin embargo, la propia existencia del Comité Central Socialista de Euzkadi (CCSE) propiciaba, a medio plazo, que la resistencia de los socialistas a acceder a las presiones de los nacionalistas remitiese. Este organismo socialista vasco había sido creado a raíz de la aprobación del Estatuto de Autonomía en octubre de 1936 a consecuencia de la fusión de las federaciones socialistas de Bizkaia y Gipuzkoa -no existía semejante federación en Álava- y sus diez miembros habían recibido el encargo de organizar el PSOE en Euzkadi.

Ya entonces se evitó a duras penas la creación de un Partido Socialista de Euzkadi, puesto que una ponencia en este sentido de los guipuzcoanos fue derrotada por solo dos votos más, por parte de la delegación vizcaína junto al delegado alavés, de modo que ganó la proposición de estos en virtud de la cual se fundaría la Federación Socialista Vasca, cuyo órgano ejecutivo era el Comité Central Socialista de Euzkadi.

La cuestión resurge en los últimos días de 1939, sobre todo a raíz de una serie de intervenciones del diputado socialista por Gipuzkoa y antiguo miembro del Comité Central Socialista de Euzkadi, Miguel de Amilibia, y el consejero de Gobernación del Gobierno Vasco, Telesforo Monzón. La mayor parte de estas intervenciones son de enfrentamiento. Amilibia que, desde la anteguerra, venía defendiendo una mayor autonomía del CCSE con respecto al PSOE, se había mostrado abierto a la propuesta nacionalista. Sin embargo, su proclividad a la intriga presidida por el resentimiento, y porque como diputado en el Congreso no tenía trabajo alguno, iba a dar lugar a un serio incidente que influiría más en el seno del socialismo vasco que en la propia acción del Gobierno, aunque también.

Miguel de Amilibia era un socialista guipuzcoano dado a la reclamación y al enfrentamiento más que a la cooperación y a la coordinación. Un tipo listo y trabajador, pero molesto y extremadamente susceptible que no aguantaba que el PNV tuviera una engrasada organización exterior frente a un partido socialista sin cuadros, derrotista, sin visión de conjunto y sin un jefe que fuera un sólido referente. Y, como consecuencia de todo esto, se dedicó a hacerles a los tres consejeros socialistas del Gobierno Vasco una guerra sorda y no tan sorda que derivó en una seria crisis. Era un escorpión haciendo de tal.

La comida de Guéthary

A raíz de una comida en la localidad vasco-continental de Guéthary, a la que asistieron los consejeros Monzón (PNV), Nárdiz (ANV) y el socialista Amilibia, este último envía una carta al dirigente guipuzcoano de su partido Sergio Echeverría, en la que, entre otras cosas, acusa de «extrema docilidad» hacia la política del Gobierno Vasco a los tres consejeros socialistas en el mismo (Aznar, Gracia y Toyos). Así pues, en el contexto de la carta, quedaban en una situación delicada los consejeros citados. Aquella intervención de Amilibia y la gestión que hizo de ella fue demoledora. Aguirre, por otro lado, se va a mostrar molesto con Monzón por haber utilizado en la reunión de Guéthary correspondencia confidencial cruzada entre ambos.

A finales de 1939, mientras Santiago Aznar enterraba a su padre, el consejero Juan de los Toyos presentaba su dimisión al CCSE a causa de su incidente con Amilibia y de otros acumulados. Aznar visitó a su compañero y trató de convencerle para que reconsiderara su decisión, comunicando lo tratado a Juan Gracia y a Paulino Gómez Beltrán. El domingo 31 de diciembre de 1939 el Comité Central de los Socialistas de Euzkadi se reunió con Aznar y Gracia y acordaron pedir a Toyos que se reincorporara al Gobierno Vasco y al trabajo político, cosa que hizo. Mientras todo esto ocurre, el 10 de febrero de 1940 los líderes nacionalistas convocaban a una reunión al CCSE. Los socialistas se niegan a asistir a la misma hasta que no se aclare el asunto de Guéthary. Al día siguiente, el 11, Aguirre enviaba una carta a Paulino Gómez Beltrán, con la que se adjuntaban las versiones, por escrito, de Monzón y Nárdiz sobre aquellos hechos. Los consejeros del PSOE se considerarían desagraviados y satisfechos.

El día 14 Aguirre, Monzón y Nárdiz se reúnen en la Delegación Vasca de París con los tres consejeros socialistas, los cinco miembros del CCSE residentes en la capital francesa y Miguel Amilibia. Los nacionalistas intervienen poco. Amilibia se ratifica, y esta vez en primera persona, en sus afirmaciones sobre la «extrema docilidad» de los consejeros de su partido con respecto a la gestión del Gobierno Vasco. Aznar actúa como portavoz y rechaza las acusaciones porque «no había fundamento para que se hiciera a los consejeros tal imputación, ya que estos habían de atenerse a las instrucciones y orientaciones de su partido, y del Gobierno, cosa que siempre habían hecho». El CCSE se va a posicionar, claramente, contra Amilibia. A pesar de todo, el diputado guipuzcoano no ceja en sus ataques: «El presidente Aguirre ha formado un concepto de nosotros totalmente equivocado por el contacto con nuestros débiles representantes». «Obediencia vasca», acusación de consejeros «aguirristas», chispazos en el desarrollo de la labor de gobierno, la lengua de hacha de Amilibia y el abertzalismo de Monzón y Ziaurritz fueron los elementos de esta crisis producida tras una larga sobremesa en un pueblecito entre San Juan de Luz y Bayona.

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