La mentira más verdadera o el cuento de la mujer valiente

Como la burladora de Stendhal, mientras sostenía un papel falsificado en la mano, Cifuentes pedía que la opinión pública la creyera a ella y no a su desnudez clamorosa

La irrompible alianza PP-C’s

Cuenta Stendhal en Sobre el amor la anécdota de un marido que sorprendió a su mujer desnuda y debajo de otro hombre y que, apenas comenzó a protestar, se vio descabalgado de su cólera por la más absurda e inesperada de las respuestas: “no es lo que parece”. Primero tímida y a la defensiva, cada vez más atrevida ante el estupor del marido, la mujer fue volteando la situación, contrariada al principio, luego digna, por fin enrabietada, hasta que, víctima despechada, salió de la habitación furiosamente ofendida: “crees más en lo que ves que en lo que yo te digo. No te lo perdonaré jamás”.

Esto es lo que hoy se llama producir “un hecho alternativo”, operación que no opone dos enunciados contradictorios sino que, frente a un hecho incuestionable, convierte un enunciado paralelo en un hecho más verdadero. En el caso de la mujer sorprendida en brazos de su amante, esa palmaria desnudez erótica cedía su realidad fáctica –su condición de hecho– ante la acumulación espumosa de palabras que, amontonadas ante la mirada perpleja del burlado, iban levantando y levantando una montaña, y ello de tal manera que, tras esta transustanciación, el único hecho presente en la habitación, puro y duro, era la indignación de la esposa, su despecho ante la injusticia conyugal, la falta de confianza del marido. Un hecho tiene muy poca realidad al lado de una emoción valiente, excitada y expansiva.

El caso del máster de Cifuentes –cualquiera que sea su desenlace, incierto mientras escribo estas líneas– da la medida de esta ruptura casi antropológica. No creo que Cifuentes sea una mentirosa. El mentiroso es una figura antigua, un poco enternecedora, cuyas mil variantes se han disputado, durante siglos y en distintos niveles y grados, la libertad radical inscrita en el corazón del lenguaje: la libertad de no decir la verdad. Hay mentiras piadosas, mentirijillas de batalla o de supervivencia, silencios mendaces, mentiras preceptivas y hasta mentiras éticamente superiores. Se puede mentir a un paciente –o a un enamorado– para que no sufra. Un niño puede mentir para librarse de un castigo y un jugador para engañar a un rival. Se puede callar o mentir como parte inalienable de un protocolo jurídico: al igual que en el tribunal de Osiris, en nuestros tribunales está permitido mentir porque todo derecho garantista entiende que los hechos deben ser probados, no confesados. Y se puede mentir también porque a veces, de no hacerlo, el mundo perdería una pizca de luz verdadera, como en el famoso poema de Gabriel Aresti: “siempre diré la verdad/me romperán los labios/ pero yo nunca mentiré/y si alguna vez/digo una mentira/ será para que el sol no se oscurezca…” o será –digo yo– para salvar de la persecución a un judío, cualquiera que sea su origen; o para no denunciar, ni siquiera bajo tortura, a un hombre justo.

La política es esencialmente mentirosa porque se hace con frases; y de hecho no sobreviviría a la transparencia pura. Pero lo que ha hecho Cifuentes no es mentir. Como la burladora de Stendhal, mientras sostenía un papel falsificado en la mano, la presidenta de la Comunidad de Madrid pedía –reclamaba, exigía– que la opinión pública la creyera a ella y no a su desnudez clamorosa. Su valentía indignada produjo un hecho alternativo más veraz que su fraude universitario: una emoción paralela, sin anclaje en la materia, que se materializaba en su propio enunciado y en la que, por eso mismo, cabía mucha más gente que en cualquier acontecimiento visible y mensurable. Cifuentes es muy inteligente y no se engaña a sí misma; no es que, en el calor de su indignada protesta, acabara creyéndose lo que decía. Creía en la consistencia fáctica de ese calor; creía en ese otro hecho que ella había fundado con su intrépida lengua de cortar amarras: el de su despecho, su victimismo, su fatigoso desvelo de veinte años por el bien de los madrileños. Es ese hecho solidísimo y paralelo –y no la mentira– lo que ovacionaron los militantes del PP en la Convención Nacional del partido; y lo que emocionó humanamente a la propia Cifuentes cuando respondió desde la tribuna a los sin duda merecidos aplausos. Creemos en Cifuentes aunque mienta; creemos en Cifuentes porque incluso sus mentiras son valientes, sinceras y verdaderas. (Y si ahora la dejamos caer no será por sus mentiras, tan nuestras, sino obligados por el empujón interesado de nuestro rival y aliado: C’s).

Este es el radical salto adelante que estamos viviendo y del que las mentiras verdaderas de Cifuentes son sólo un indicio más: hacer política no consiste ya en mentir dentro de un orden; no consiste ya en sustituir unos enunciados por otros ni unos hechos por otros; consiste en sustituir un hecho por un enunciado o, lo que es lo mismo, un hecho débil por un hecho más fuerte. Es muy grave. La burla performativa de la mujer stendhaliana era, después de todo, un asunto privado y por ello nos resulta bufa y hasta picante. Su coraje negacionista hizo poco o ningún daño. El caso de Cifuentes (o de Trump) tiene que ver, en cambio, con el fin de la política –incluso con el fin de la mentira– como efecto y condición de la esfera pública. Hay gestos, en efecto, para las que hace falta un coraje sobrehumano: para matar a un niño, para violar a un hijo, para prevaricar desde un tribunal de justicia, para mentir desde un periódico; para fundar una verdad más verdadera, “más allá de los hechos”, desde la tribuna de un Parlamento. Estos son los gestos que, como el de Prometeo, transforman la civilización; imprimen un nuevo giro al mundo; alteran por completo la sensibilidad colectiva y los marcos de consenso institucional que hacen inteligible y seguro el universo común. Prometeos al revés, nuestros nuevos políticos –estos sí que son nuevos– están transformando la esfera pública –y esto no es tan nuevo– en un charco de ranas intensas, viscosas y vocingleras.

La producción de hechos alternativos como eje de la novísima vieja política es inseparable, como su resultado y su causa, del descrédito de los marcos institucionales (de los tribunales a los medios de comunicación) y se presenta, a derecha e izquierda, como victoria del irracionalismo antiilustrado y de la afiliación identitaria. Sólo hay algo más fáctico que un hecho y es un sentimiento; sólo hay un hecho más verdadero que cualquier hecho: una emoción. La verdad, decía Berlusconi, no cambia nada; y no cambia nada porque, cuando ya la conocemos y no podemos hacer nada con ella, la verdad más verdadera pasan a ser las emociones. Es muy importante, sin duda, gestionar políticamente las emociones y el partido que no sepa hacerlo quedará sin demora fuera de juego. Ahora bien, no debe olvidarse que lo propio de una emoción es no distinguirse de otra, salvo en intensidad; y que a igual intensidad son todas igualmente verdaderas. No se puede deducir la verdad del cristianismo de la disposición de sus primeros secuaces al martirio porque todas las religiones se sostienen en la tendencia fanática al sacrificio. Los linchadores se emocionan sinceramente. Los militantes del PP que ovacionaban a Cifuentes se emocionaban sinceramente. Los mafiosos, cuando celebran las bodas de sus hijas, se emocionan sinceramente; y no menos sinceramente se emocionan los españolistas y los independentistas en sus respectivos recintos y con sus respectivas banderas; y no menos los solidarios con Palestina que los solidarios con Israel; y no menos las feministas, los anti-racistas y los anti-imperialistas en sus movilizaciones que los machistas y los racistas en sus fraternales cotarros de celebración supremacista. De una emoción intensa –por muy intensa que sea– no podemos extraer ninguna diferencia política.

Así que propongo volver a los hechos: los periodistas a buscarlos, los jueces a definirlos bien, los políticos a incluirlos en sus programas y en sus decisiones. Y todos nosotros a trabarlos con nuestras emociones e incluso, si es posible, a ponerlos al mando de nuestras intensidades (salvo en el fútbol y en el amor, donde podemos, y hasta debemos, prevaricar en favor de cuerpos concretos). Cada vez hay más gente que se siente buena al margen de los hechos y que sucumbe por ello, a veces con justa rabia, a los hechos alternativos. La justa rabia es, de hecho, el hecho alternativo. En realidad, la política de los “hechos alternativos” – de Trump y Macri a Orbán, Le Pen y Salvini – consiste en hacer que la gente se sienta buena al margen de los hechos: buena al margen del dolor de los refugiados, buena al margen de las desigualdades, buena al margen de la justicia y sus trabajos incluyentes. No podemos despreciar a esa gente ni su bondad desanclada porque somos, nos guste o no, nosotros mismos; y en ese sentido hay que dar ahí también la batalla, so pena de entregar el terreno a la derecha destropopulista (iliberal o neofascista) que campa a sus anchas en toda Europa. Pero tenemos que volver a los hechos; coserlos de algún modo al discurso – y a las instituciones – de manera que no nos equivoquemos, guiados por la intensidad emocional, y acabemos creyendo que el no-derecho es un derecho alternativo y la dictadura una democracia alternativa y Cifuentes -Cifuentes- una universitaria alternativa. Yo soy un poco Lula. Yo soy un poquito Corbyn. Yo soy bastante Yassin Al-Haj Saleh. Y bastante Ada Colau. Y soy –no sé – Ahed Tamimi y Angela Davis. Y soy también –porque los han encarcelado mediante hechos alternativos y no porque comparta sus emociones intensas– Oriol Junqueras y Jordi Sánchez y Tamara Carrasco y los otros independentistas perseguidos. Yo no soy Cristina Cifuentes. Las diferencias entre unos y otros, y de todos con Cifuentes, no pueden explicarse a partir de mis sentimientos sino de eso que -antes de HA, antes de los Hechos Alternativos- llamábamos Derechos Humanos, democracia y justicia social. En cuanto a la política, su tarea debe ser la de trasladar a los cuerpos vivos, y en un contexto social siempre enredado y nunca elegido, todas esas diferencias.

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