¿La memoria tiene quien la cumpla?

En la primavera del 2017 realizamos dos matrimonios amigos un viaje colectivo por tierras de la España profunda, páramos meseteños de pan llevar, donde todavía parece cabalgar el Cid Campeador y el aire, sin vallados que lo sujeten, rasura el rostro y soborna el cerebro con flujos intolerantes. Era un viaje cultural, subvencionado por el Imserso para entretener los escasos efluvios seniles que nos restan antes de la llegada de la inexorable guadaña. El viaje cumplió con creces nuestras expectativas, pues pudimos gozar de la hermosura de pueblos, en su mayoría anclados en la pátina del tiempo, que contenían una notable y casi inmaculada arquitectura tradicional y una excelente gastronomía. Pueblos como Ayllón, Sepúlveda, Pedraza, Cuéllar, Coca, Riaza, La Granja y la capital, Segovia, o Poza de la Sal, Covarrubias, Silos, Frías, Oña en Burgos, son ejemplos dignos de visitar por su belleza, encanto y buen estado de conservación.

Sin embargo un hecho llamó nuestra atención: la persistencia de símbolos franquistas en varios de estos preciosos pueblos: calle dedicada al Angel del Alcázar, en Ayllón, plaza a José Antonio Primo de Rivera, en Riaza, cruces dedicadas a los “caídos por Dios y por España” o “por la Patria”, en la bellísima Iglesia de San Millán en Segovia y en los pueblos de Veganzones y Cantalejo-la Gacería, o en Poza de la Sal, en Burgos. Solamente pudimos encontrar un signo de cumplimiento de la ley de la memoria y respeto y homenaje a las víctimas de la dictadura franquista en la placa y relieve en hierro dedicada “a los represaliados segovianos por defender la república y la libertad”, junto a la antigua cárcel de Segovia, hoy biblioteca pública del Estado.

La Ley de memoria histórica, 26-12-2007, en su “artículo 15. símbolos y monumentos públicos. Punto 1”, dice concretamente: “Las Administraciones públicas, en el ejercicio de sus competencias, tomarán las medidas oportunas para la retirada de escudos, insignias, placas y otros objetos o menciones conmemorativas de exaltación, personal o colectiva, de la sublevación militar, de la Guerra Civil y de la represión de la Dictadura. Entre estas medidas podrá incluirse la retirada de subvenciones o ayudas públicas”.

Resulta, por tanto, inaudito que todavía en 2017 se mantuviesen esos símbolos con el beneplácito evidente de la administración pública. Desconozco si todavía están en pie.

El Parlamento español aprobó esa ley con el apoyo mayoritario de la Cámara en 2007, a excepción de la abstención de ERC, por considerarlo insuficiente, y del voto negativo del PP, que en esta materia sigue empecinado y da a entender la existencia de un sentimiento larvado de culpabilidad, responsabilidad y adhesión al régimen anterior. Le convendría reflexionar a sus dirigentes. Primero debería haberlo hecho Rajoy, mirándose en el espejo familiar recordando la sanción impuesta a su abuelo, Rajoy Leloup, profesor de derecho en Santiago e impulsor del Estatuto Gallego durante la II República, junto a otros veintiséis profesores de esa Universidad, por sospecha de desafección al régimen franquista. Ahora a Pablo Casado, antes de lanzar la lengua a pacer en el tema de la exhumación de Franco, le vendría bien recordar sus antecedentes familiares, pues su abuelo, médico, también fue represaliado.

Esta tarea debía haber sido acometida durante la Transición, pero el tácito pacto de silencio establecido de común acuerdo entre los valedores políticos de la restaurada monarquía borbónica, heredada del tardofranquismo, y buena parte del aparato intelectual vinculado a casi todo el arco parlamentario instalado en la Carrera de San Jerónimo la sepultó en el olvido de forma ignominiosa. Bajo la amenaza real o ficticia de los espadones castrenses se llevó a cabo el delicado encaje de la reforma pactada, que aconsejaba aparcar indefinidamente la revisión del pasado republicano-bélico del exilio y de la represión franquista, en aras de la imperiosa reconciliación nacional. Se aplicaba el consabido tópico de guerra fratricida al conflicto provocado por los sublevados en 1936, achacándolo a la falta de civismo de los pueblos del Estado, a la incapacidad para la convivencia social y a la impreparación congénita ibérica para la democracia. Los luchadores y guerrilleros antifascistas y demócratas de después de la guerra, conocidos como maquis, eran calificados como simples atracadores.

Esta vergonzosa y calculada estrategia manipuladora conllevó una ocultación de la memoria colectiva, arropada con el manto de las bondades del nuevo régimen constitucional. Este diseño estratégico cosió eficazmente el tejido social y no pudo ser contrarrestado por una minoría de historiadores que, una y otra vez, contra viento y marea, luchábamos por resucitar del impuesto letargo al pulso de la memoria.

Una represión multiforme afectó con mayor intensidad a las capas más bajas del pueblo español y alcanzó un triple carácter, político, social y nacional, en los pueblos periféricos del Estado. En Euskal Herria este tema está incrustado como un tumor permanente y adherido en el imaginario colectivo, y hechos como el descubrimiento del cementerio colectivo del monte Ezkaba, cercano al fuerte de San Cristóbal, no hacen más que revivir y aventar el viento frío de la memoria. La exhumación continuada de cadáveres, tirados como perros en fosas ignoradas o colectivas no hace más que corroborar el intento de poner velo a la memoria.

En Galicia, donde prácticamente no hubo guerra, los vencedores utilizaron tácticas de verdadero exterminio, selectivo en la desaparición y generalizado en la sicología del terror a semejanza de la Inquisición. Casi unos 5.000 asesinados y otros 15.000 represaliados son las cifras del exterminio, según el riguroso estudio del proyecto “Nomes e Voces” de la USC. En Euskal Herria los guarismos son más abultados, con la diferencia de que en ésta si hubo guerra. Hoy, sin embargo, es pionera en la recuperación de la memoria, pues llevan a cabo en esa dirección una encomiable labor la sección correspondiente de la Sociedad de Ciencias Aranzadi, dirigida por el infatigable Paco Etxeberria, numerosas asociaciones locales, el Instituto Gogora y una larga nómina de historiadores, inabordables al desaliento.

Todavía, después de más de 40 años de oprobioso silencio, suenan voces catastrofistas de periodistas, políticos y seudohistoriadores que alarman sobre las semejanzas entre la situación actual y la republicana y alertan del peligro de la disgregación de la única e indivisible patria, la española, y del tránsito a una nueva guerra civil, que también fue incivil y pluscuancivil. Algún periodista pide cautela, prudencia y ausencia de revanchismo. Otra afirma que la transición «fue posible porque los políticos pasaron de puntillas sobre el golpe militar que acabó con la República y los cuarenta años de franquismo. Fueron inteligentes al hacer lo que hicieron», y añade que «a buena parte de la sociedad le gustaría que no se removieran aquellos años».

Ciertamente, a los demócratas auténticos les interesa reivindicar la memoria para hacer justicia, levantar la pesada losa del terror y el silencio y no sufrir un alzheimer colectivo, primer paso para que los pueblos desaparezcan en el mar insondable de la historia.

La amnesia que acompañó a la recuperación de la democracia y la falta de iniciativas para recuperar la memoria histórica han tenido como resultado un empobrecimiento de esta democracia, que carece de los exigibles y mínimos estándares de calidad. Añadiría por mi que han abonado el terreno en generaciones relativamente jóvenes de recientes cachorros para un incremento de las tendencias autoritarias y reaccionarias, porque los herederos ideológicos de los represores han encontrado el camino de la memoria desbrozado de justicia. El derecho a la verdad, a la justicia y a la reparación deben hallarse presentes en cualquier proceso de superación de un pasado atestado de violaciones de los derechos humanos. El derecho a la memoria es obligado, el derecho al perdón es voluntario. No puede cimentarse el futuro sobre un pasado sin restañar.

Las heridas, que algunos consideran cicatrizadas, siguen todavía abiertas y la prueba más evidente de ello es la proliferación de personas que acuden a los archivos para conocer la trayectoria y el final de sus antepasados fusilados y represaliados, así como la abundancia de peticiones para la exhumación de fosas comunes, que algún historiador desmemoriado, términos contradictorios, denomina necrofilia. Para que las heridas verticales de la memoria dejen de manar sangre hay que convertir sus cicatrices en las formas tranversales que tiene el beso, es decir, verdad, justicia y reparación por obligación, y perdón por devoción.

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