La lechuga

– ¿Quieres un poco de lechuga para digerir? -me dijo Jesús mientras ponía orden en la cocina. Habíamos comido unas habas espléndidas, tirantes por fuera, tiernas por dentro, cogidas de su huerto.

– No, gracias -dije mientras aprovechaba para responder el whatsapp de una morena impetuosa de cuello largo i boca ancha como una actriz de cine.

– ¿Seguro que no? -insistió Jesús. No vas a probar  muchas lechugas como este. La he cogido este mediodía. Igual que las habas.

– No, gracias, de verdad -enfaticé.

Jesús es como un cocodrilo, cuando atrapa una presa es difícil que la suelte.

– Te prepararé un platillo para que lo pruebes -dijo casi al mismo tiempo que empezaba a arrancar hojas.

Si Jesús es tozudo y rápido como un cocodrilo, yo soy tozudo y lento como una mula, no hay manera de moverme contra mi voluntad.

– ¡Coño Jesús, te he dicho que no! -protesté.

Jesús me miró con unos ojitos chispeantes, de mercenario de la guerra que las ha visto de todos colores y, aun así, todavía sabe encontrar momentos de paz jugando a cartas o viendo puestas de sol.

– Aquí lo tienes, si no quieres no lo pruebes -me dijo mientras regaba el plato con un chorro de vinagre casero. Una mula no tiene nada que pelar contra un cocodrilo, no hace falta ver vídeos del National Geographic para saberlo.

La lechuga tenía un aspecto fibrado, fresco, nervudo. Los tallos y las ramificaciones atravesaban las hojas como si fueran regueras de hielo y nieve en un campo de verdes turgentes. Había trozos de una textura cruda y juvenil, y de otros de un color manso, pacífico y envejecido.

En la boca la lechuga era crujiente como algunos de estos aperitivos salados que se comen entre comidas. Cuando lo masticabas se extendía entre los dientes un frescor de sabores dulces y amargos. Me comí mi parte un poco sorprendido, preguntándome cómo es que siempre he tenido tendencia a creer que la lechuga es un alimento de gallinas y conejos.

Entonces pensé en esta gente de Barcelona que hace años que come lechugas de bolsa o de invernadero. En el fondo es como el público que se traga grandes discursos repletos de tópicos que, en principio, todos podríamos aceptar, si no fuera de que devalúan la experiencia más concreta y por lo tanto nuestra sensibilidad.

La lechuga dio una impresión como de Magdalena de Marcel Proust. Por una parte me recordó una vez que, con la familia, nos pilló un chubasco mientras buscábamos caracoles en el bosque y fuimos a parar a una casa de campo remota, dónde los perros parecían gallinas y las gallinas parecían perros. Del otro, me hizo pensar en el esfuerzo que siempre he hecho para defenderme de la falsificación.

En Catalunya la cultura oficial ha sido insípida como una lechuga de bolsa porque la represión española la ha obligado a disfrazar la vida hasta el punto de aguar la experiencia y su significado. Eso no afecta sólo a la literatura y los lectores; a menudo te obliga a prestar mucha atención a los detalles y también a desconfiar de eso que dicen el sentido común. Todavía suerte que la familia ha sido un repositorio de memoria y de autenticidad contra la propaganda, y contra el odio a todo aquello que no es posible reproducir en serie, como si fuera un Seat Ibiza.

Este esfuerzo por evitar que me dieran gato por liebre me ha hecho escéptico -quizás demasiado lento y prudente- ante la novedad. La lechuga me recordó que una cultura que no te conecta con el fondo telúrico de la vida y con el origen de los valores y rituales de tu sociedad se convierte en una carretera muy sutil hacia el infierno, porque todas las referencias acaban pervertidas por la impaciencia y la facilidad.

¿No es eso lo que le ha pasado en Europa, que ha acostumbrado el paladar a los simulacros y ya no sabe exactamente qué diferencia hay entre la copia de las cosas y su original? El problema de la calidad viene de la dificultad que supone concretar las grandes ideas. Cuando no tienes herramientas para comparar, los esfuerzos pierden dirección, la intuición se duerme y al final cualquier discurso puede querer decir cualquier cosa.

Las culturas se vuelven decadentes cuando el artificio invade la vida hasta el punto que la gente prefiere el simulacro a la verdad, porque la verdad se le hace extraña, como un forastero en un pueblo pequeño, de estos que invitan a echar siestas largas de rey muerto en casas que, cuando abres las puertas de los balcones, sólo ven entrar silencio.

En España la democracia no funciona porque cada vez conecta a los ciudadanos con menos recuerdos particulares, que sean de verdad. En buena parte de Europa también pasa eso.

– Quieres llevarte una lechuga para tu madre -me dijo Jesús cuándo acabamos.

Me pareció ver la mula muerta, pacíficamente rendida, entre las mandíbulas sonrientes del cocodrilo.

– ¡Y tanto! Muchas gracias. Y si me das unas magranas y unos cuantos huevos de tu corral, también lo vamos a celebrar.

ElNacional.cat