La inestabilidad es la oportunidad

Es una evidencia que la aspiración catalana a la independencia ha provocado una gravísima crisis de Estado en el Reino de España. Y no tanto por su propia fuerza como porque ha desenmascarado la debilidad democrática del régimen del 78. Ni el poder ejecutivo, ni el legislativo ni el judicial -tampoco la prensa y la televisión tradicionales, ni el gobierno de la Iglesia o la banca españolas- han sido capaces de responder de manera netamente democrática, aunque, hasta casi 2014, si hubieran optado por un referéndum acordado, todavía habrían ganado el desafío.

Tal y como explicaba el pasado domingo ARA, también es esta mala gestión del conflicto lo que hizo caer a Sáenz de Santamaría, y puede que haga caer a Pedro Sánchez o que acabe convulsionando el resto de poderes. Y si todo se aguanta de manera tan estancada, es porque entre ellos se esconden las vergüenzas. Basta con ver cómo ha pasado sin pena ni gloria la brutal revelación de la conversación en la comida del comisario Villarejo sobre unas hipotéticas jornadas académico-sexuales de algunos magistrados, donde estaba presente la ministra Dolores Delgado, entonces fiscal de la Audiencia Nacional.

Sin embargo, la representación política del independentismo hace tiempo que también muestra una notable debilidad. Sobre ello ha influido mucho, claro está, el encarcelamiento y exilio de sus líderes y la dificultad de asumir esta dramática situación. Pero esta debilidad ya venía de antes debido tanto a las desconfianzas partidistas -y también personales- que se disfrazaban con razones ideológicas y estratégicas, como de las reales desavenencias políticas que se medio disimulaban presionados por las llamadas populares a la unidad. Por ahora, las posiciones de la CUP, ERC y JxCat son irreconciliables tanto por el modelo de República que defienden como sobre todo por la estrategia que siguen para conseguirla. Y eso sin contar con los “versos libres” que regularmente lanzan sus dardos contra todo y contra todos.

Está claro que existe el gran apoyo popular que -como en el consentimiento matrimonial- se muestra incombustible en la prosperidad y la adversidad, en la salud y la enfermedad. Pero, desconcertado ante el combate de liderazgos y estrategias -y por los tremendistas habituales-, puede tener la tentación de querer desbordar el sistema de partidos a través de procedimientos tan buenos como de éxito incierto. En definitiva, la acumulación de desconfianza respecto de la capacidad del sistema de representación formal hace que la potencia que se demuestra a la hora de movilizar a la gente, se convierta en desánimo ante su escasa efectividad.

En resumen, que el estancamiento actual de la situación política no se debe a un equilibrio de fuerzas, sino de debilidades. Vivimos enquistados en la debilidad por la sencilla razón de que nadie tiene margen para moverse de su posición sin riesgo de perder mucho. Y es en la debilidad donde algunos esperan encontrar, por decirlo irónicamente, su confortabilidad. Los presupuestos del gobierno de Pedro Sánchez son un caso paradigmático de esta difícil suma de impotencias: ni el presidente español se puede permitir encarar el conflicto con radicalidad democrática, ni los partidos independentistas se pueden mostrar flexibles a negociar los presupuestos sin poner en juego la credibilidad que les queda.

Pero que nadie confunda estancamiento con estabilidad. Mi impresión es que el estancamiento actual es profundamente inestable, inseguro, mudable. De modo que, en contra de lo que algunos creen -o les conviene hacer creer-, no pienso que la acumulación de debilidades a ambos lados alargue indefinidamente los plazos de la confrontación final. Y, en ausencia de fortalezas, la ganará quien esté más preparado, tenga mejores razones y las haya sabido explicar mejor y, ciertamente, quien esté más seguro de la victoria.

ARA