¡La imaginación al poder!

A altas horas de la noche, al acabar el trabajo en la redacción emprendí viaje a Paris. Myriam Josa, Joan Antoni Roig y Pere Ignasi Fages estaban también ilusionados en vivir unas jornadas de la “Revolución de mayo”, cuyas noticias difundían las radios periféricas francesas con la fuerza de una emoción inagotable. Santiago y Carlos Nadal nos despidieron ante la puerta giratoria de La Vanguardia en la calle Pelai. Los radioteléfonos y los trasmisores sirvieron para comunicar la sorprendente voluntad de una juventud estudiantil, de impugnar –“contestar” fue la palabra esencial de su acción– al principio básico de la autoridad, declarar la “imaginación al poder”, animando un movimiento revolucionario inusitado –transgresor diríamos ahora– que rompía las prácticas tradicionales del marxismo.

Con la huelga general decretada el día 13 del mes por los partidos políticos de izquierda y los sindicatos que no habían apoyado al principio aquel movimiento híbrido y sin rostro –se quiso evitar la formación de una clase dirigente separada de los revolucionarios, se evitó la imposición de un programa excluyente– su fuerza se amplió al ámbito nacional y no solo al pequeño reducto del Quartier Latin. Francia quedó durante días paralizada. Como todas las gasolineras estaban cerradas, viajamos con mi Renault 10 con depósito y recipientes de combustible, hasta llegar a Paris. En la avenida de Champs Elysees, vacía, nos hicieron autostop. En las esquinas se acumulaban montones de basura.

Llegamos al Quartier Latin, y alquilamos unas habitaciones cerca del teatro Odeon, convertido en permanente escenario de interminables debates sobre la relación de estudiantes y la clase obrera, la alineación en el trabajo, o incluso la guerra del Vietnam sobre la que habían empezado las negociaciones entre los delegados de los EE.UU. y del gobierno comunista del Vietcong.

La Sorbona ocupada por los estudiantes el 13 de mayo, como muchas calles de Paris hablaban, gritaban, la Revolucion. Miles de textos mecanografiados, escritos a mano, proclamas, relatos, obras pictóricas, letras de himnos y canciones, colgaban vibrantes en la ciudad como una explosión creativa. El puente del Boul Miche no dormía noche con los grupos de jóvenes discutiendo toda la noche con fervor sobre como había que actuar para mantener la revolución ante los gendarmes apostados tras las barricadas erigidas con adoquinas como en tiempos de la Comuna, o sobre cual debía ser la estrategia para evitar que la Revolución fuese “recuperada” –otra palabra muy repetida entonces– por los partidos izquierdistas establecidos. En las multitudinarias manifestaciones de los bulevares, se gritaba tanto contra el general De Gaulle, presidente de la república, como contra Waldek Rochet, seceretario general del Partido comunista, cuyo diario L’humanite había calificado de “aventurismo político” la revolución estudiantil. “Vous ettes concernes” (Estáis implicados), Pedid lo imposible, Prohibido prohibir, eran algunos lemas que se oían entre el flamear de banderas rojas y el himno de La Internationale.

No han quedado grabaciones magnetofónicas que hubiesen recogido el derroche creativo de miles de ideas, de palabras, que expresaron y exaltaron aquella aspiración de la utopía universitaria. Era y sigue siendo difícil interpretar aquella ideología elaborada con elementos del marxismo, del freudismo, del anarquismo y surrealismo, con ideas de Marcuse, el filósofo estadounidense autor de El fin de la utopía, en el que reivindicaba que no era el proletariado sino las nuevas fuerzas juveniles, estudiantiles y marginales, las que formaban la vanguardia de la revolución.

Apenas escribí entonces en estas páginas porque Tristán La Rosa al que casi diez años más tarde sucedí en Paris, era el corresponsal. Fue tanta mi convicción en aquella revolución que dirigí un seminario en la Facultad de Derecho de Barcelona sobre la prensa editada en aquellos días, como Liberation, repartida por las calles por Jean Paul Sartre, traduje un libro de Edgar Morin, dicté conferencias… Ha sido el único acontecimiento político, que en mi vida, me arrastró.

Para los ortodoxos de las ideologías, para los políticos y sindicalistas, para los obreros, no era una revolución sino un juego lúdico de los “hijos de papá” que quería imponer – otra frase de aquel tiempo- “el principio del placer sobre el principio de la realidad”. Les echaban en cara la falta de programa político, su exuberancia literaria, surrealista, su obsesión subversivamente creadora, su manía de cambiar el mundo, incluyendo las relaciones sexuales, y derrochar sus fuerzas en una utopía esteticista. La polémica hacia las delicias de la derecha. Los Waldek Rochet, Mitterrand, los políticos izquierdistas, a excepción de Mendes France, eran encarnecidos por los estudiantes. Mi generación que ha sido una generación sin guerra -mi caso es particular por el hecho de residir en Beirut- tuvo la suerte de vivir con pasión, con interés los acontecimientos de aquella primavera de hace medio siglo. Incluso los que se distanciaban de ellos o los condenaban se sentían de algún modo implicados, concernidos, por lo que sucedía, percatándose de que era su tiempo el que estaban viviendo y no el tiempo de sus padres.

No queríamos cambiar ni un gobierno, ni un sistema político, sino que buscábamos otra forma de vida, de crear un mundo de relaciones humanas, vencer la alineación en el trabajo, entregarnos a la creación. Les murs parlent fue el título de un libro que recogía muchos de los textos escritos y expuestos a la intemperie en la Sorbona y en otros muchos edificios docentes ocupados donde estalló la imaginación y fue liberada la palabra. Los que con tanto impulso se rebelaban contra sus padres y maestros, siendo por vez primera y quizá única, protagonistas de la historia, no querían volver a escribir aquella bella y triste frase de Paul Nizan: “Tenía veinte años, no consentiré que nadie diga que es la mejor edad de la vida”. En el mayo de hace cincuenta años la revolución de Paris no fue violenta sino sobre todo, una tentativa utópica de querer cambiar el mundo con a fuerza de la imaginación. Nada cambió, ni en el estado ni en el gobierno de Francia, pese a que el general De Gaulle un año más tarde dimitió al perder su humillante referéndum. Pero a las cenizas de mayo cayeron sobre nosotros, han salpicado nuestra conducta ante el poder, la jerarquía, el sexo o las formas de expresarnos en el arte o en el vestir. Vale la pena que los jóvenes de hoy lo tengan en cuenta.

LA VANGUARDIA