La huida al pasado de Hungría

Hoy los húngaros votarán con la sombra del artículo 7 de la Unión Europea planeando sobre ellos y advirtiéndoles de las consecuencias que podrían sufrir si intensifican la baja calidad de su democracia: independencia judicial agrietada, prensa más que controlada y organizaciones por los derechos humanos acosadas. Pero tanto Bruselas como Berlín se guardarán bastante de elevar el tono del nivel de amenaza porque no quieren acabar abriendo el frente húngaro teniendo más que desatinado el frente polaco por la falta de independencia judicial y con un frente español que emite señales cada vez más inquietantes a raíz de la crisis catalana. Europa ya tiene asumido que deberá continuar cohabitando con un gobierno del Fidesz de Viktor Orbán -integrado en el PP europeo y en el poder desde hace ocho años- que, según las encuestas, obtendría entre el 48% y el 53% de los votos, suficientes para garantizarle la mayoría absoluta. Una mayoría que, con la nada descartable complicidad de los ultras de Jobbik, que podrían obtener entre el 15% y el 19% de los votos, supondría para la derecha húngara barra libre para continuar cambiando la Constitución. Un escenario no muy diferente al de Vladimir Putin, aliado y admirador, por cierto, de Orbán: por lo que tiene de elemento erosionante de la democracia europea y también porque compra a Rusia todo el gas y todo el petróleo que Hungría consume. El Partido Socialista, heredero de los comunistas, puede llegar al 15%, pero es probable que no pase del 12%.

Hungría es -como Polonia y la República Checa- uno de los países poscomunistas donde la socialdemocracia ha quedado más irrelevante. Y los pocos liberales que quedan se han diluido en movimientos de defensa de los derechos civiles protegidos por George Soros, el magnate judío estadounidense de origen húngaro que ve preocupado como su país se desliza hacia el pasado. La Hungría de Viktor Orbán abomina de la transición del comunismo a la democracia de 1989 -en esto Polonia la imita- y de la revuelta antisoviética de 1956 sólo venera sus secuencias ultranacionalistas y religiosas. El imaginario que Orbán ha impuesto es el lamento por la Hungría imperial a la que el Tratado de Trianon de 1920 quitó las dos terceras partes del territorio. Llanto resentido y acompañado por la reivindicación de la lengua y de la cultura nacional en clave etnicista.

Orbán difunde un relato de orgullo nacional al tiempo que de supervivencia, exigiendo responsabilidades a una UE que considera heredera de los poderes que se repartieron la nación. Pero al mismo tiempo oculta la parte de la historia que le es incómoda: que el régimen de Horthy fue cómplice de la deportación y el exterminio de más de 400.000 judíos húngaros. O bien la ejemplar radicalidad democrática de los consejos obreros durante la revuelta de 1956, investigados por Hannah Arendt. Orbán prefiere difundir un supuesto peligro de extinción nacional, que augura inevitable si se aceptan las cuotas de refugiados asignadas por Bruselas. Y la pregunta sería: ¿cuándo hizo Hungría la revolución democrática? Nunca. O sólo durante doce días: entre el 23 de octubre y el 4 de noviembre de 1956. Del descuartizamiento de 1918 pasa al régimen de los soviets de sólo 133 días del fanático Béla Kun. De allí al autoritarismo y al fascismo, y seguidamente al estalinismo. Sólo las reformas de hace 30 años abren una etapa democrática que a partir de mañana Viktor Orbán continuará liquidando.

ARA