Juicios políticos y contrapoder

En un libro imprescindible para entender la manera de convertir un juicio político en una herramienta contra el Estado que lo promueve (‘Yo acuso. La defensa en juicios políticos’ -*-, Pagès Editors), Benet Salellas aporta razones de peso para la articulación de un movimiento que no se resigne a la mera defensa de los acusados, sino que imponga, tanto en la sala como fuera, la cuestión de fondo que subyace a todo juicio político: en nuestro caso, el derecho de autodeterminación. Me detendré, primero, en un párrafo del comienzo y, más adelante, en las conclusiones. Dice Salellas: «El juicio político, en todo caso, consiste en la expresión de la correlación de fuerzas que ya existe de manera previa a la causa, y que evoluciona en su transcurso, y así el juicio se convierte en una especie de ceremonia final, simbólica, que recoge este combate entre el poder que busca fortalecer su posición y los adversarios debilitados por el expediente. Por eso, muchas veces los acusados ​​deciden arrastrar el proceso hasta las últimas consecuencias y dirigir el juicio contra el poder constituido, intentando sentarlo en el banquillo y demostrando de esta manera el juicio político en estado puro. Poder constituyente contra poder constituido». Si se me permite, a todo esto yo llamo crear un contrapoder.

El poder siempre es particular, porque implica la dominación de un individuo o grupo sobre el resto. Si entendemos como ‘pueblo’ el conjunto de personas que componen una asociación, el poder es siempre ‘sobre’ el pueblo o ‘para’ el pueblo, pero nunca ‘del’ pueblo. Dado que debe doblegar las voluntades ajenas, el poder impuesto sólo puede ser violento. Puede ser una violencia física, con la represión, la acción militar o la marginación social; una violencia mental, con la propaganda, el control de los medios de comunicación y la educación; y una violencia legal, mediante un sistema de normas coactivas. O puede tratarse de todas a la vez. Pero la tentativa de terminar la dominación, o, cuando menos, de limitarla, requiere ‘otro’ poder. una ‘alteridad’. Y aquí surge la paradoja. Si contra un poder impuesto se utiliza otro poder del mismo género, el círculo de la dominación perdura y, al mismo tiempo, el círculo de la violencia. Los detentores de valores sociales de justicia y libertad, cuando impugnan el poder, pueden convertirse, al alcanzarlo, en administradores de la dominación y la injusticia. En este sentido, el movimiento independentista no ha jugado la carta de la dominación y la violencia y, por esta razón, no ha podido construir un poder propio -desde este punto de vista, la cuestión del papel de los líderes es pura escolástica: todo movimiento crea los liderazgos capaces de luchar por los objetivos que se propone, y los va sustituyendo de acuerdo con las dinámicas creadas por su actividad. De hecho, el independentismo ha sabido ‘contra’ lo que luchaba antes de que `por que´ luchaba, bueno y dejando la impresión de que se creía -y aún se cree, entre el sector que se querría hegemónico a través de la ‘contemporización’- que todo habría podido funcionar con unos dirigentes españoles no tan corruptos y más propicios al pacto. El grave problema del independentismo, dicho sea de paso, habrá sido -y es- su carácter demasiado abstracto y general, basado en la razón de la libertad moral, pero sin ligarla a la base material y concreta, arraigada en el momento histórico, donde se debía apoyar: quieras que no, una escisión que lleva la huella de la clase media que ha dirigido el autonomismo desde 1980.

Frente al poder impuesto, hay otra forma de poder: lo que no se ‘im-pone’ a la voluntad del otro, sino que ‘ex-pone’ la propia. Entre dos partes en conflicto, la que ‘ex-pone’ la propia voluntad no pretende dominar a la otra, sino evitar que la dominen. Tampoco intenta sustituir la voluntad ajena, sino ejercer la propia sin trabas (nosotros la hemos llamado ‘derecho de decidir’). Si el poder es la imposición de la voluntad de un sujeto contra toda resistencia, la resistencia contra todo tipo de poder se puede llamar contrapoder. Poder y contrapoder a menudo se confunden, pero son diferentes por completo. El contrapoder intenta detener la violencia del poder. Como no ‘im-pone’ sino que ‘ex-pone’ su voluntad ante los demás, su ámbito es el de la comunicación, no el de la violencia. Contra la imposición del poder, el contrapoder opone la resistencia de un valor comúnmente aceptado: si pudiera ser totalmente puro, el contrapoder sería no violento. Sus procedimientos son, pues, contrarios a la violencia. Ejercen una no-violencia activa. Sus usos vulneran la norma impuesta: la huelga, la disidencia crítica individual o colectiva, la resistencia organizada de la sociedad civil frente al Estado, la desobediencia, etc. Hay otras acciones que son positivas, porque intentan reemplazar, en todos los espacios sociales, la imposición por la tolerancia, el conflicto por la cooperación, el enfrentamiento por la negociación y el diálogo. Si el máximo poder puede conllevar la máxima violencia, el máximo contrapoder tiende a la violencia mínima. Esta ha sido la trayectoria, sin ninguna sombra de violencia política, del movimiento independentista, incluido el uso legítimo del reglamento parlamentario para aprobar leyes que significaban, frente al poder legal del Estado, la creación de un contrapoder legítimo de la Generalitat.

Vuelvo al libro de Benet Salellas, cuando habla del poder que se inventa el ‘derecho penal de autor’ o ‘derecho penal del enemigo’, que se basa no en lo que haces, sino en lo que puedas hacer; que significa la pérdida generalizada de derechos, libertades y garantías; y que pide penas que desbordan la ponderación, la medida y el límite consustanciales al derecho penal. ¿Les suena la canción? Pues bien: contra el ‘derecho penal de autor’, contra esta praxis del Estado que vulnera los códigos propios con el fin de aniquilar a los opositores -una praxis que atraviesa a todos los estados totalitarios, pero que llega a Guantánamo-, se debe alzar -y esto no lo dice en Salellas, sino que lo digo yo- un contrapoder democrático colectivo, basado en el código de la no-violencia activa: la huelga, la disidencia crítica individual o colectiva, a resistencia organizada de la sociedad civil frente al Estado, la desobediencia, etcétera.

En las ‘Conclusiones’ de su libro, Benet Salellas resume perfectamente las líneas a seguir en la utilización de un juicio político para convertirlo en un bumerán que se vuelva contra el Estado que utiliza el arma del ‘derecho penal del enemigo’: poner en el centro a la persona encausada, no al abogado o abogados; hacer intervenir testigos convencidos, no contemporizadores; no guardar silencio, no contestar sucintamente, no limitarse a las preguntas del defensor; atestiguar para apuntalar el relato de la persona encausada y testimoniar el conflicto de fondo contra el relato de la acusación; difundir el conflicto por todos los medios; tomar la iniciativa creando debates paralelos sobre la competencia del tribunal, sobre las partes, sobre la lengua del procedimiento, sobre la imparcialidad de los magistrados, sobre la imparcialidad de los agentes policiales; no acatar, no colaborar, desobedecer; renovar constantemente las tácticas y fórmulas para cada combate singular judicial; usar el discurso de los derechos humanos como medio, no como fin, porque la cuestión fundamental permanece en la demanda y el objetivo que tenía el combate político de las personas encausadas, razón última de la venganza del Estado con el uso del ‘derecho penal del enemigo’. En este sentido, el Estado español contemporáneo lo ha ligado al delito de rebelión, que ha usado durante todo el siglo XX, primero, para combatir el catalanismo político y, después, el independentismo.

Corolario: en la lucha política contra el Estado, no hay inocentes. Quien lucha políticamente contra el Estado, debe saber que es culpable de antemano. Pero si su posición es capaz de generar un contrapoder democrático colectivo, la tortilla se puede volver y poner al acusador contra las cuerdas.

Y así estamos.

Jo acuso

VILAWEB