Intelectuales españoles: ¿un oxímoron?

Una de las anécdotas que más me impactaron mientras hacía mi tarea de historiador me pasó mientras investigaba sobre la editorial principal del exilio español, que también era la más prestigiosa, Ruedo Ibérico. José Martínez Guerricabeitia, el director y el impulsor en el París de principios de los sesenta, había confesado que una de las motivaciones principales a la hora de sacar adelante la cabecera, era publicar los manuscritos que debían estar en los cajones de muchos autores y que la censura y la represión del franquismo impedían que pudieran salir a la luz. Sin embargo, el heroico editor se llevó la desagradable sorpresa de que los cajones estaban muy vacíos. Lo que quedaba de la intelectualidad española estaba en el exilio, como él mismo, en la cárcel o en las cunetas.

Pero Martínez era un valenciano entusiasta y sin embargo fue capaz de reunir un buen grupo de jóvenes estudiantes que a menudo venían a París, como Manuel Castells, Joan Martínez Alier, Pasqual Maragall o tantos otros. Con todo esto pudo llenar páginas de la revista Cuadernos de Ruedo Ibérico con una buena muestra del mejor pensamiento y reflexión, que únicamente el ambiente de libertad que se respiraba fuera de España permitía ofrecer. Ahora, después de que el franquismo comenzó a desvanecerse y los aires de la Transición parecieron instalarse en una atmósfera todavía demasiado turbia, como explicó Martínez con claridad, uno de esos jóvenes con espíritu de comisario político, Joaquín Leguina, propuso que el elenco de la revista se pasara en masa a un nuevo PSOE que requería cuadros y pensadores. De hecho, buena parte de quienes lo aceptaron lograron carreras brillantes, con puertas abiertas para publicar en El País y sus editoriales u obtener las ventajas de ser protegidos por el poder. Otros, por el contrario, o bien tuvieron que buscarse la vida fuera o sus carreras profesionales fueron mutiladas a la manera de un maccarthismo ‘cañí’. Por ejemplo, es el caso de Joan Martínez Alier, una de las personalidades intelectuales europeas más interesantes y más conocido en México que en España o Cataluña.

Estos casos sirven para ilustrar cómo funciona el establishment cultural español. Un espacio recluido, protegido por la política y las instituciones del Estado, que premia la figura del intelectual orgánico que actúa como propagandista del poder real y baila al compás que le marca el Estado profundo y los agitadores de cerezas -el palco del Bernabéu- y que experimenta una proyección pública gracias a algunos órganos determinados (el País de los años noventa podría ser su máximo exponente). Son absorbidos por el sistema académico, invitados a conferenciar en las mejores universidades, publicados por las mejores editoriales con libros que se pueden encontrar hasta en la librería del Corte Inglés y son galardonados expresamente en un sistema de premios demasiado contaminado por las influencias en un sistema endogámico, probablemente más que en el raquítico sistema cultural catalán. En buena medida son creados por el régimen y a la vez creadores del relato que lo legitima. Sin embargo, si nos detenemos a analizar autores como Fernando Savater, el mismo Leguina, Arturo Pérez-Reverte o tantos nombres más, no encontramos gran cosa más que obviedades hechas literatura, exaltación de lugares comunes, ausencia de crítica social o de cuestionamiento del poder (y, ¡oh!, en Occidente la intelectualidad debía servir para eso), y nos damos cuenta de que no actúan como críticos del sistema, sino como validadores de injusticias profundas.

En el fondo, y como ya ocurría con la generación del 98, los pensadores oficiales del sistema intelectual español no dejan de ser la enésima reproducción de los arbitristas de los siglos XVII y XVIII, simples ideólogos dóciles que proponen soluciones para que el poder del Estado y del monarca hagan de España un Estado más eficaz para mayor gloria del imperio. En otras palabras, los cajones con manuscritos interesantes, tal como se lamentaba Martínez Guerricabeitia, medio siglo después, siguen vacíos.

Es cierto que muchos hemos despertado de este espejismo con los silencios cómplices derivados del Primero de Octubre. Sin embargo, tampoco les oímos mucho cuando el Partido Popular puso en marcha aquellas políticas tóxicas de eliminación de la libertad de expresión, ni levantar la voz cuando cada día se desahuciaban cientos de familias, ni en el golpe de estado financiero de agosto de 2011, la reforma exprés del artículo 135, ni cuando los jóvenes de Altsasu fueron condenados por terrorismo en una pelea de bar… Y podríamos continuar.

Que la intelectualidad española sea cobarde no quiere decir que sea tonta. Quien se ha salido del camino trazado y de las indicaciones de los Leguina de turno se ha encontrado con la fría intemperie, expulsado del paraíso. Suso de Toro es el más paradigmático, con un boicot descarado a sus libros, tan buenos o mejores que los de hace década y media. O Ramón Cotarelo, que sí serviría para entender qué es un intelectual clásico, una voz crítica de un orden discutible, el cual, por decirlo en términos suaves, se ha exiliado en Cataluña, donde el ambiente intelectual, sin tirar cohetes, es mucho más respirable. Ir a la contra implica que te hagan invisible en el mejor de los casos y, en el peor, simplemente acosado o perseguido. Técnicamente, se trata de lo que se llama ‘disidente’.

De hecho, la mayoría de la intelectualidad catalana somos un grupo de disidentes, quizás mal avenidos. Salvo los que viven a sueldo de los Godó, es más probable que los Países Catalanes haya más jugadores de baloncesto profesional que escritores viviendo de su pluma. No hace muchos años la Asociación de Escritores en Lengua Catalana publicó un estudio desolador donde se ponía de relieve todo lo que sabíamos; que sólo una minoría ínfima podía dedicarse profesionalmente a escribir. La mayoría entendemos nuestra responsabilidad intelectual como una actividad complementaria, en buena parte de los casos a fondo perdido. Y todo ello, sin suficiente proyección. En resumen, como resulta que estorbamos al sistema, sutilmente somos silenciados, como los disidentes de toda la vida, en un país disidente.

Ahora, al menos la idea de no depender de nadie, de no haber recibido las propuestas deshonestas de los Leguina de turno, permite cierta capacidad de discrepar del orden vigente. Por el contrario, quien ha vivido de alquilar el alma al poder es normal que suscriba este tipo de manifiestos contra la condición nacional de Cataluña, negando la existencia de presos políticos y comportándose de una manera tan sumisa que recuerda el comportamiento vergonzante de las asociaciones de escritores checoslovacos cuando denunciaban e insultaban a los firmantes de la carta 77 o a los soviéticos que aceptaban sin recelos la doctrina Jdanov. La incapacidad de cuestionarse el orden del que se benefician invalida su papel, y probablemente dice bien poco de la calidad de su obra. Al fin y al cabo, como el mismo Pérez-Reverte, la mayoría acaban siendo esto, novelistas de los libros que se pueden encontrar en El Corte Inglés, escribientes ocurrentes sin decencia ni, en términos generales, demasiada calidad, apéndice del brazo incorrupto del franquismo, pensadores patéticos que avalan la violencia de los fuertes contra los débiles, colaboracionistas de la ignominia de un régimen al que, como decía Joan Martínez Alier en uno de sus brillantes artículos de los años setenta, ‘no se opusieron demasiado’.

Su diatriba contra el proceso de autodeterminación de Cataluña, su insensibilidad contra los presos políticos y, por el contrario, sus silencios contra el blanqueamiento de la ultraderecha (vía andaluza) o la pérdida preocupante de derechos fundamentales (como el de expresión, reunión, a la vivienda o al trabajo digno) dice mucho de ellos. De su calidad moral y de la literaria, también.

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