Hora 11, del día 11, del undécimo mes de 1918

Fue cuando terminó la Primera Guerra Mundial. Ahora hace cien años. Uno de los millones de soldados que lucharon y murieron en aquella guerra fue Wilfred Owen. Era un poeta, y por eso se unió al regimiento de los fusileros artistas, como todos, sin pensarlo demasiado, sin saber por qué, y fundamentalmente, sin saber qué era la guerra. Uno de los temas más recurrentes de la poesía del autor es precisamente la fatua sensación de orgullo que provoca el alistamiento en aquellos que desconocen su significado. Pero todos estos reclutas lo aprenderían muy pronto, cuando al término de la batalla del Somme -que se luchó por cuatro meses de 1916 con un “resultado incierto” -más de un millón de hombres habían perdido sus vidas tratando de matar a otros. Por carta, el poeta decía a su madre que, en su papel de oficial asistente, “censuré centenares de cartas ayer, y la esperanza de paz estaba en todas ellas”.

Tras cinco meses de combate y tres en el frente de batalla, el poeta fue evacuado a un hospital con trastorno de estrés post-traumático. Según el autor este era el síntoma común entre aquellos que eran demasiado humanos para ser soldados. Pronto se curó, y se hizo completamente insensible al dolor, a la muerte y a la guerra. Y así se convirtió en un héroe, y fue condecorado. Éste será el tema de uno de sus más reconocidos poemas, Insensibilidad. Gracias a esta insensibilidad, un anestésico enajenante con algo de entorpecimiento, indolencia y mucho de desafecto, el segundo de Manchester tomó la línea al oeste del canal Sambre-Oise el 31 de octubre de 1918 y cuando intentaban cruzarlo, un oficial y veintidós de sus hombres fueron alcanzados a primera hora de la mañana del 4 de noviembre. Luego murió Owen. Todos tenían menos de 25 años. Sus madres recibieron un telegrama el día del armisticio. Y fueron enterrados a una milla de aquel lugar.

Para orgullo de sus superiores, estos soldados que habían estado viviendo su muerte durante semanas o meses, formarían para siempre en alineaciones perfectamente geométricas, imperturbables, intachablemente muertos bajo sus uniformes lápidas. No llegaron a aprender que ellos fueron el epílogo de aquella guerra. Sobre este tema escribió Owen uno de sus más afamados poemas, Dulce et decorum est pro patria mori (es dulce y honorable morir por la patria):

Doblemente encorvados, como viejos pordioseros harapientos,

Magullados y de rodillas, tosiendo como brujas, maldecíamos en el fango,

Hasta que ante las persistentes llamaradas nos volvimos de espaldas

Y comenzamos a avanzar trabajosamente la distancia.

Los hombres marchaban adormecidos. Muchos habían perdido sus botas

Pero continuaban cojeando, calzados en sangre.

Todos marchaban lisiados;todos ciegos,

Borrachos de fatiga; sordos incluso al silbido

De las bombas de gas que caían suavemente tras ellos.

¡Gas!, ¡Gas! ¡Aprisa muchachos!, un éxtasis de torpes movimientos

Para ajustarse los ridículos cascos justo a tiempo.

Pero alguien continuaba gritando y tropezando

Y revolcándose como un hombre en el fuego o en la cal.

Borroso, a través de la vidriosa niebla y de la espesa luz verde,

Como bajo un mar verde, lo vi yo ahogarse.

En todos mis sueños, ante mi inútil mirada,

Él se arroja sobre mí, consumiéndose, asfixiándose, hundiéndose.

Si en algún sofocante sueño, tú pudieras marchar

Tras el carro en el que nosotros lo arrojamos,

Y ver los ojos blancos retorcidos de dolor en su cara,

En su cara desgarrada, como una diabólica dolencia del pecado;

Si tú pudieras oír, en cada sacudida, la sangre

Manar gargareando de sus espumeantes y pútridos pulmones,

Más amarga que el infame

Rumiar de las bestias, incurables llagas en lenguas inocentes,

Amigo mío, tú no contarías con tal alto orgullo

A niños ardientes de una desesperada gloria,

La vieja mentira: Dulce et decorum est

Pro patria mori.

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